Tierra Adentro
Ilustración realizada por Julissa Montiel
Ilustración realizada por Julissa Montiel

Si nos atenemos a su etimología más básica, “pontífice” (del lat. pontifex) se refiere a quien construye puentes. Se remonta su origen a la Roma clásica, en la que el colegio de pontífices (Collegium Pontificum) fungía como un órgano religioso conformado por varios niveles del orden sacerdotal (ordo sacerdotum), dentro del cual destacaba la figura del sumo pontífice (Pontifex Maximus). Su significado puede tratarse, por una parte, de manera literal, al ser los pontífices los encargados de custodiar uno de los puentes que atravesaban el Tíber, el Sublicio —hoy llamado Aventino, pues conecta este barrio con el Trastévere—. Otro significado, seguramente posterior, relaciona a los pontífices con quienes construyen puentes entre lo humano y lo divino. El papa heredó el título de sus antecesores en el orden sacerdotal de la antigua Roma: sumo o romano pontífice.

No es necesario ser especialista en política vaticana para descubrir, desde los primeros meses del pontificado de Francisco, diferencias de forma y de fondo respecto del de Benedicto XVI. La “primavera Francisco” mandó el mensaje implícito de que la Iglesia católica había atravesado dos largos pontificados otoñales y era necesario un cambio que el colegio cardenalicio bien intuyó. Una nueva manera de construir puentes. Entre las razones por las que se habló en los medios de comunicación, en marzo de 2013, de un nuevo periodo vernal encontramos una manera un poco distinta de referirse —que no de abordar— los temas polémicos en los que Benedicto XVI basó buena parte de su periodo como papa: la despenalización del aborto, la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo y los movimientos feministas a nivel internacional.

Estos últimos han hecho mella en el seno de la Iglesia romana, en la que se distinguen dos líneas de respuesta a sus planteamientos: la de quienes cierran la puerta a cualquier tipo de concesión y la de quienes abrazan, desde su espiritualidad, la causa feminista como la del Evangelio. Hay en medio una postura timorata de quienes conceden cambios a nivel disciplinario (por ejemplo, que haya mujeres en los órganos de toma de decisiones) pero no a nivel sacramental (por ejemplo, que se permita el acceso de las mujeres al sacramento del Orden). Sobre este punto, varias teólogas feministas han pedido una revisión de las razones por las que se les impide la ordenación.

Ya Pablo VI sostuvo frente a los cuestionamientos de la Iglesia anglicana que la Iglesia romana no admitía mujeres en el sacramento del Orden por razones históricas, bíblicas y sacramentales. Su Declaración sobre la cuestión de la admisión de las mujeres al sacerdocio ministerial, publicada en 1976, advertía que la postura de la Iglesia estaba inspirada en la tradición milenaria de no aceptar mujeres para la ordenación, si bien se cuidó de aclarar que buena parte de los argumentos de la Iglesia primitiva obedecía a prejuicios que flaco favor hacían si se tomaban como argumentos de peso para evaluar el tema. Por eso tuvo que virar hacia los aspectos bíblicos y sacramentales, de los que destaca, por una parte, que Cristo no escogió a mujeres para formar parte de los doce apóstoles, y que esto no significó un prejuicio por su parte, pues en distintos momentos de su vida reivindicó la importancia de las mujeres en un contexto marcadamente patriarcal como el de la antigua Jerusalén. La justificación sacramental es algo más complicada. “No se trata de ofrecer una argumentación demostrativa, sino de esclarecer esta doctrina por la analogía de la fe”, y añade:

[…] no se puede pasar por alto el hecho de que Cristo es un hombre. Y por tanto, a menos de desconocer la importancia de este simbolismo para la economía de la Revelación, hay que admitir que, en las acciones que exigen el carácter de la ordenación y donde se representa a Cristo mismo, autor de la Alianza, esposo y jefe de la Iglesia, ejerciendo su ministerio de salvación —lo  cual sucede en la forma más alta en la Eucaristía— su papel lo debe realizar (este es el sentido obvio de la palabra personaun hombre: lo cual no revela en él ninguna superioridad personal en el orden de los valores, sino solamente una diversidad de hecho en el plano de las funciones y del servicio.

Las mismas razones refrendó Juan Pablo II en 1994 en Ordinatio sacerdotalis, carta apostólica en la que, para zanjar la cuestión, declaró “que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia”. Ha sido objeto de discusión si tal declaración de Juan Pablo II entra o no como doctrina ex cathedra. Una respuesta conservadora es que no: no fue formulada como tal de manera explícita. Por lo tanto, siguiendo la línea católica tradicional, cabe el disenso en este tenor.

Lo problemático de las posturas de Pablo VI y Juan Pablo II es que, al mismo tiempo que reconocen prejuicios socioculturales en los textos sagrados y en la práctica de la Iglesia primitiva, exponen la razón más poderosa de su oposición a la ordenación de mujeres: el sexo en el cual el Salvador se encarnó. Sin embargo, en la doctrina de la Encarnación de Jesucristo, formulada al menos en su proposición más común, la que aparece en el Credo: “se encarnó y se hizo hombre”, puede identificarse fácilmente una falacia conocida como anfibología. Se trata de un error en el razonamiento por el cual un mismo término significa algo en una premisa mientras que significa otro en otra premisa o en la conclusión. En pocas palabras: el término hombre puede entenderse como referido al género masculino, a una genitalidad específica o a toda la especie humana.

Estas tres acepciones conllevan conclusiones teológicas harto distintas. En el primer caso, se implica que Cristo asumió el género masculino y, siguiendo la declaración de Pablo VI, cualquier persona con tal identidad puede hacer las veces de sacerdote. En el segundo caso, que es la norma de la Iglesia romana, la Encarnación se reduce a la genitalidad del Cristo, por lo que, en sentido estricto, cualquier hombre o mujer con genitales “masculinos” es sujeto de una ordenación válida (déjese de lado el problema de su licitud). En el tercer caso, que es la manera como suele entenderse la encarnación en otros contextos teológicos, que Cristo se hiciera hombre supone que adoptó una forma humana, una de homo sapiens sapiens; por tanto, hablar de la encarnación de Cristo significa que se encarnó en toda la especie humana. (Hay, incluso, otra interpretación de la encarnación, la del teólogo y paleontólogo jesuita Teilhard de Chardin, quien habla de una encarnación en términos cósmicos, pero ésa es otra discusión).

Puesto que la tercera acepción del término “hombre” es la más extendida en términos soteriológicos —a saber, que Cristo se asumió en el género humano para redimirlo—, la argumentación más importante de la que se vale la Iglesia romana para oponerse a la ordenación de las mujeres parece inválida. No pretendo con esto ofrecer un argumento concluyente al respecto, sino señalar una posible vía argumentativa que otras teólogas feministas (y no pocos clérigos) han sugerido.

En el pontificado de Francisco se ha dado a conocer la noticia de la conformación de comités de investigación sobre el diaconado de las mujeres en la Iglesia antigua. El gesto, aunque tímido, puede interpretarse como un primer paso hacia una comprensión más profunda, incluso más compleja del ministerio ordenado. La Iglesia admite la existencia de tres órdenes en el ministerio: el diaconado, el presbiterado y el episcopado, y el hecho de que el sacerdocio ministerial sea propio de presbíteros y obispos (los diáconos no son sacerdotes porque no ofrecen el sacrificio de la misa), deja abierta, incluso con la doctrina actual, la posibilidad de que una mujer acceda al primer grado del sacramento del Orden.

Pero el papa es consciente de que en la Iglesia hay élites, y que su presión en las finanzas y en los medios de comunicación católicos no es poca. Ésa puede ser la razón de fondo por la que el mismo Francisco ha sido enfático al afirmar la imposibilidad de la ordenación de mujeres. En una entrevista de 2016 afirmó que, “sobre la ordenación de mujeres en la Iglesia Católica, la última palabra clara fue pronunciada por san Juan Pablo II, y esta permanece”. Su postura, sin embargo, tiene otros matices si la comparamos con las de sus predecesores. En la exhortación Querida Amazonia (2020), el papa reconoce la necesidad de dar a la mujer una mayor participación en la toma de decisiones, pero sin que ello signifique darle acceso al sacramento del Orden:

En la Amazonia hay comunidades que se han sostenido y han transmitido la fe durante mucho tiempo sin que algún sacerdote pasara por allí, aun durante décadas. Esto ocurrió gracias a la presencia de mujeres fuertes y generosas: bautizadoras, catequistas, rezadoras, misioneras, ciertamente llamadas e impulsadas por el Espíritu Santo. Durante siglos las mujeres mantuvieron a la Iglesia en pie en esos lugares con admirable entrega y ardiente fe. Ellas mismas, en el Sínodo, nos conmovieron a todos con su testimonio (§99). Esto nos invita a expandir la mirada para evitar reducir nuestra comprensión de la Iglesia a estructuras funcionales. Ese reduccionismo nos llevaría a pensar que se otorgaría a las mujeres un status y una participación mayor en la Iglesia sólo si se les diera acceso al Orden sagrado. Pero esta mirada en realidad limitaría las perspectivas, nos orientaría a clericalizar a las mujeres, disminuiría el gran valor de lo que ellas ya han dado y provocaría sutilmente un empobrecimiento de su aporte indispensable (§100).

Francisco señala un riesgo plausible de incorporar a las mujeres en la estructura jerárquica de la Iglesia: el de clericalizarlas. Su postura se asemeja, con sus distancias, a la de algunas personas homosexuales que, a propósito de la legalización del matrimonio igualitario, se preguntaban si de veras querían formar parte de una institución conservadora como ésa. La tentación de la clericalización es, sin embargo, una a la que se enfrenta cualquier hombre que forme parte de la estructura jerárquica de la Iglesia. De modo que excluir a las mujeres del Orden bajo el argumento de que se subsumirían en una estructura fácilmente corrompible —porque ésa es la primera característica del clericalismo— no debe poner en alerta la inclusión de las mujeres en él, sino la reforma disciplinar del sacerdocio ministerial.

Ha habido avances en materia de equidad de género en el papado de Francisco, la aceptación de que las mujeres reciban los ministerios laicales de acolitado y lectorado fue uno de ellos. Respecto de la inclusión de mujeres en puestos de toma de decisiones, resaltan los nombramientos de algunas mujeres en la curia romana: la religiosa Alessandra Smerilli, FMA, ocupa desde 2021 el cargo de secretaria del Dicasterio para el Desarrollo Humano Integral; la teóloga argentina Emilce Cuda es actualmente secretaria de la Pontificia Comisión para América Latina; una subsecretaria de la Secretaría de Estado es la abogada italiana Francesca Di Giovanni; la biblista española Nuria Calduch-Benages es secretaria de la Pontificia Comisión Bíblica. Mención aparte, porque no forma parte de la estructura curial, corresponde a la religiosa Nathalie Becquart, XMCJ, primera mujer en ser subsecretaria del Sínodo de Obispos, por lo que será la primera que vota en uno de ellos (el próximo a realizarse, en octubre de 2023).

A 10 años del inicio del pontificado de Francisco, la cuota de género no es suficiente, pero ha comenzado a relucir en los últimos años en la Iglesia católica. El debate de las teólogas se trata, sobre todo, de una deuda histórica y teológica con quienes, huelga decirlo, son quienes más apoyan las labores de la Iglesia, acuden a las ceremonias litúrgicas y mantienen viva, en buena medida, la fe de muchos creyentes. La Iglesia sostiene que el Espíritu Santo inspira su voluntad a través de la historia: la función profética de las bautizadas ha despertado. Llegó la hora de construir otros puentes.