Tierra Adentro
Ilustración por Herenia González

Hace un par de años, al escritor Josías López Gómez, le dijeron que su literatura no era genuina dado que él no la había escrito originalmente. Más o menos expresado en estas palabras, fue lo que el escritor y Premio de Literaturas Indígenas de América había escuchado.

¿A qué se refería realmente la acusación? ¿Qué, por ser indígena, no tendría valor todo lo que escribiera frente a la literatura oficial del país? ¿O, literalmente, alguien más escribió la obra de López Gómez? Lo cierto es que la crítica venía de un propio compañero del autor, laboraban en un mismo colectivo, uno en donde promovían el desarrollo cultural y artístico en lenguas mayas de Chiapas.

La acusación, sin embargo, alude a la intervención activa de José Antonio Reyes Matamoros, uno de los grandes maestros que dedicó hasta el último año de su vida a profesionalizar escritores de todas las lenguas en Chiapas, como editor de la obra de López Gómez.

Reyes Matamoros era un maestro querido y respetado por sus alumnos que pasaron por la Escuela de Escritores de San Cristóbal de Las Casas, Chiapas. La escuela duró cerca de dos décadas, hasta la muerte de su fundador debido al cáncer. Uno de esos alumnos era Josías López Gómez, quien se convirtió en un gran escritor de cuentos. Y es a Reyes Matamoros a quien se le atribuye la autoría de sus textos, escritos con un español limpio, con frases cortas y un ritmo bien cuidado, conflictos y tramas que logran mostrar las contradicciones y pasiones humanas, como puede leerse en Spisil k’atbuj / Todo cambió (2006), su mejor libro publicado después de Sakubel k’inal jachwinik / La aurora lacandona (2005). Este aspecto formal y estético de la obra, por un lado, ha despertado dudas y envidias en algunos lectores, afirmando que López Gómez no pudo haber sido capaz de escribir y concebir relatos de ficción de gran calidad.

La crítica apunta, por otro lado, a que los cuentos de López Gómez fueron escritos originalmente en español y no en tseltal como se ha difundido en el escenario de la literatura en lenguas indígenas. Lo cual, en cierto modo, es verdad. Pero hablamos también de las consecuencias que cualquier escritor enfrenta si quiere romper tabúes, creencias y cierta morbosidad de amigos que no son tan amigos ni mucho menos profesionales en la crítica literaria.

 

Mi bisabuelo materno murió a los 115 años. Medio año antes de que falleciera fui a visitarlo. Era una mañana soleada, lo encontré sentado en el patio de su casa. Me reconoció de inmediato, aunque su vista ya no le ayudaba mucho presumía de lucidez. Yo sabía, mediante las narraciones de mi madre, que mi bisabuelo había nacido con un don. “El día en que nació lo vio, olió y oyó todo”, aseguraba mi madre, “con los cinco sentidos cargados de memoria”. Él se había dedicado toda su vida a la curación mediante rezos, usando el lenguaje sagrado para suplicar a los dioses su intervención ante la enfermedad de una persona, para quien toda enfermedad era espiritual.

—¿Es cierto que usted nació sabiendo que tenía un don para curar o lo descubrió en algún momento de su vida? —le pregunté. Una sonrisa se dibujó en su rostro. Su respuesta fue tajante:

—El don no se descubre, se nace con él.

Para él, el don era una habilidad, algo que haces con y por placer, pasión, responsabilidad, al grado de entregar la vida por él.

—¿Qué es lo que te sorprende con respecto del don? —me devolvió la pregunta. Él estaba sentado sobre una silla apolillada, pero resistente por el humo que había penetrado la madera.

—No sé cómo identificar si yo tengo un don, o si mi nahual es fuerte como el de usted —le respondí con timidez. Mi bisabuelo era un hombre alto, sonriente, pero generalmente irónico, quien además no se dejaba engañar fácilmente.

—Ambos tenemos un don —me respondió de golpe—, nacimos destinados al uso del lenguaje para sobrevivir. Yo curo con el lenguaje, con él peleo con otros nahuales; tú también lo haces, usas el lenguaje escrito para algo y alguien te lee para curarse de una herida, de una enfermedad. Es cierto que no a todos les va a servir, no todos nos curamos con la misma medicina, con las mismas hierbas. Otras personas se enojarán contigo, sentirán rabia al grado de querer desaparecerte de la dimensión de la tierra. Como ves, ambos vivimos del lenguaje, nuestra lengua es nuestro nahual. Si él se muriera en el olvido nosotros también lo haríamos. Así funcionan los nahuales. Somos un mismo ser.

La respuesta de mi bisabuelo era inesperada por mí. Sabía por medio de mis padres y abuelos que un nahual era un animal con el que compartimos la vida y la muerte, pero nunca hubiera pensado en el idioma como nahual. Ciertamente mi bisabuelo sabía que yo me dedicaba a la literatura, no necesariamente con ese nombre, en tsotsil no existe una equivalencia del concepto, mucho menos el de creación literaria. Más de una vez me preguntó a qué me dedicaba, qué estudiaba. Yo le respondía que escribía cuentos, historias en español y en nuestro idioma.

—Hace tiempo —agregó después de un largo silencio—, los hombres y las mujeres al nacer sabían a lo que se dedicarían. Entonces teníamos un calendario de veinte días en la memoria, cada día representaba un dios o diosa con una habilidad distinta. El don de un niño se descubría en el día de su nacimiento. Los padres esperaban conocer en qué dios nacía su hijo: el día de un astrónomo, de un curandero, de un arquitecto, de una partera, de un escritor, un escultor o de una tejedora, nomás por decir algunos. Tú y yo, por ejemplo, nacimos en el día de Itzamná, el dios del lenguaje. Tú lees libros, escribes historias; yo leo el fuego, el viento, el agua, la tierra y canto, peleo con palabras. Pero hemos perdido nuestro calendario de dioses, lo hemos olvidado. Un nuevo calendario marca el rumbo de nuestros días, sin propósitos personales. Ahora todos los niños nacen sin saber cuál es su don. Algunos lo descubren con el tiempo, si tienen suerte. Pareciera que ahora pagamos algún castigo de nuestros dioses buscando algo qué hacer durante nuestra vida. Nada nos satisface, vivimos llenos de vacíos. Los padres de ahora no saben con qué habilidad nacen sus hijos, sus hijas. Se aferran a creer que deben seguir lo que hacen ellos, que el niño será como el padre, que la niña será como la madre. Eso es lo más absurdo. Eso es vacío, es nada. No saben en qué educar a sus hijos, no el de ir a la escuela, si no el de desarrollar su habilidad conforme crecen. Antes, sí. Una vez que el hijo nacía bajo el día de cierto dios, los padres comenzaban a preocuparse por su futuro, luego lo llevaban con los sabios para desarrollar su don, perfeccionarlo y, desde ese primer día, lo trataban como tal. Un don no se puede renunciar. Vives con él o sufrirás toda tu vida.

La voz de mi bisabuelo quedó resonando en mí como un eco que me sigue a todos lados. Mis padres nunca pensaron que yo tuviera un don para usar el lenguaje, ni yo lo sabía. Descubrí mi pasión por las letras durante la carrera universitaria. Siempre me pregunto cómo es que nunca me arrepentí de haber escogido la carrera que estudié, que nunca me decepcioné como a otros les sucedía. En la universidad descubrí la escritura, la creación literaria. La carrera para mí siempre fue descubrimiento, asombro, pese a mi poco dominio del español.

La teoría de mi bisabuelo no era exactamente la de una predestinación. Si bien nacemos con una habilidad, el día de nuestro nacimiento define una posibilidad de futuro, a lo que nos podríamos dedicar con cierta seguridad. ¿Y si no coincidía la habilidad innata con el dios del nacimiento? No dudo que también hubieran podido generarse frustraciones, conflictos con su dios, con su don.

Pero vaya que, aun aceptando la teoría de mi bisabuelo, los maestros de la primaria muchas veces no creían en un don ni en su propia habilidad para enseñar. Aprendimos a leer y a escribir en español, en ese idioma nos evaluaban, nos reprobaban o nos decían que éramos buenos en tal materia cuando sacábamos una buena calificación, pero sin la claridad de qué o para qué. Desde pequeños nos enseñaban a “pensar” en español porque era el idioma del “conocimiento”.

Dábamos por entendido que un mestizo, dueño de su idioma, todo lo que escribía no necesitaba corregirse. Pensábamos que los niños mestizos, por el hecho de serlo, eran mejores en la escuela y que siempre sacaban dieces porque la educación se daba en su idioma. Cuán equivocados crecimos con ese pensamiento.

 

El caso de López Gómez es solamente la punta del iceberg. La acusación que recibió sobre su obra se debe también a que no pareciera creíble que un señor que no habla con propiedad el español lo pudiera escribir correctamente. Es decir, si hablas mal es imposible que escribas bien. Cuando tu escritura no coincide con tu forma de hablar y de pensar entonces hay una incoherencia.

La acusación pareciera dar a entender también que quienes publican literatura bilingüe están determinados a escribir en su idioma y a traducirlo al español, pero jamás viceversa. Quienes hacen lo último, escribir originalmente en español y luego traducirlo a su idioma materno, se considera antiestético y, sobre todo, políticamente incorrecto. Por esta razón el poeta Balam Rodrigo no incluyó a ningún poeta en lenguas indígenas en la revista Punto de Partida (2008), en su antología Trece poetas de Chiapas, debido a que la versión en lengua indígena como traducción y no la original le parecía una estrategia artificial. “Así, en la medida en que los hablantes de lenguas originarias de Chiapas escriban poesía directamente en su lengua materna”, argumenta el autor, “y de ésta hagan las versiones al castellano, integrando el total de su cosmovisión a las tradiciones poéticas indígena y occidental en el oficio de su escritura, hasta entonces podremos ver el gran potencial que tiene su literatura: el verdadero paso de la oralidad a la literariedad y un mayor anhelo de universalidad”.

Se piensa entonces que, si un autor escribió originalmente en español y la versión de su idioma no es más que una traducción, es políticamente incorrecto. No nos hemos preguntado, sin embargo, cuál fue el método de lectura de Balam Rodrigo para confirmar su sospecha o afirmar dicha hipótesis. ¿Leyó todos los libros publicados a la fecha en cada lengua mayense o los propios autores se lo confesaron o hubo algún delator de su confianza que habló por todos los escritores? Porque ni siquiera hizo mención del libro Snich tsantselav (2007) de Raymundo Díaz Gómez, publicado únicamente en tsotsil.

Otra visión radical sobre la poesía en lenguas indígenas, aun si fueron escritos en español originalmente, es la afirmación sobre su pésima calidad, tal como lo anotó en su momento el también poeta Julián Herbert en Antología sobre poesía mexicana reciente (2008), curiosamente en la misma fecha que Balam Rodrigo hizo lo suyo a nivel estatal. Herbert apuntaba que “La literatura mexicana en lenguas indígenas afronta una dificultad básica: son escasos los autores que la practican verdaderamente. Lo más común es que se escriban versos en español y posteriormente éstos sean traducidos por el propio autor a su lengua originaria. Lo cual descoyunta la unidad poética entre concepto, grafía y sonido. (…) pero rara vez su rango estético rivaliza con el de la expresión poética en lengua española. (…) la poesía en lenguas indígenas que se practica en nuestro país resulta dolorosamente pedestre”. Nótese que Julián Herbert habla de “lenguas indígenas” refiriéndose a la versión castellana.

Lo cierto es que tanto Rodrigo como Herbert no hablan ni leen ninguna lengua originaria del país. Por tanto, hay una contradicción en ambos autores. Si bien los dos no consideraron posible la inclusión de obras en lenguas indígenas en sus selecciones por estar escritas originalmente en español, de afirmarse lo contrario ¿no hubiera sido la misma barrera para su inclusión ya que los antologadores y críticos se excusarían por su falta de dominio en tales idiomas? Amén de que aprendan uno o varios de esos idiomas para emitir un valor estético en la composición y en la temática de las obras leídas, ambos poetas no citan en sus comentarios a ningún autor, ningún libro, para tener una idea de quiénes hablan, cuáles obras tomaron como ejemplo. Herbert lo hace mencionando a un poeta mapuche chileno que, por cierto, no escribe en mapuche. Se trata de Jaime Luis Huenún, aquel poeta de una “mestizada obra” que, a consideración de Herbert, sí rivaliza con la poesía en lengua española. ¿Después de una década para acá, ambos antologadores habrían cambiado de opinión?

Actualmente, la visión despectiva entre la versión original y la traducida ha sido superada por otros autores, quienes ponen por delante otros juicios de valor como el estético desde el español, dejando de lado la idea de lo políticamente incorrecto. Es el caso de Alejandro Aldana Sellschopp quien hizo la antología El cuento en Chiapas (1913-2015) (2017) e incluyó a cuatro autores pertenecientes a la lengua tseltal y tsotsil, de Fernando Trejo y Claudia Morales con Trece narradores de Chiapas de la revista Punto de partida (2016), quienes seleccionaron un cuento en tsotsil, y de Socorro Trejo Sirvent en Universo poético de Chiapas. Itinerario del siglo XX (2017). Las primeras dos antologías incorporan ambas versiones de los textos escogidos, no así en la última que únicamente publica en español y con un criterio menos rígido que de las dos primeras, borrando así la presencia de las lenguas indígenas en una antología de poesía en Chiapas.

Atravesamos, por lo visto, una doble descalificación para muchos autores: una por actuar políticamente incorrecto y otra por hacer lo políticamente correcto, por la forma en que una literatura se identifica o se nombra. Lo mismo ha apuntado el escritor Alberto Chimal al respecto cuando dice que “Así, ‘literatura femenina’, ‘artes indígenas’ y otros similares son casos de subgéneros que conciben como pretextos para la marginación”.

Si bien esta visión de la traducción y la versión original ya ha sido superada por algunos escritores, no es así para la academia, en particular, la norteamericana. La mayoría de quienes hacen crítica literaria o investigan sobre esta literatura dan por hecho que todo debe estar escrito en la lengua indígena que dice pertenecer, que el español será una versión traducida. No consideran que el español, como segundo idioma, es en realidad nuestro idioma de comunicación escrita, incluso dentro de los propios parajes.

Hasta cierto punto, el que algunos escritores acepten que su libro está escrito originalmente en español y la traducción está hecha a su lengua materna, es la ruptura de un orden cultural de lo políticamente correcto. Por el momento, quien lo ha hecho explícitamente como estrategia de escritura es el tsotsil Alberto Gómez Pérez. En su libro K’unk’un lajel / Muerte lenta (2012) la versión original está en español y quien hizo la traducción al tsotsil fue Enrique Pérez López, autor de varias traducciones del español al tsotsil y viceversa.

Muchos escritores buscamos o aparentamos hacer lo políticamente correcto, aunque de entrada decir que escribimos directo en nuestra lengua materna sea una auto traición. Lo mismo sucede con los académicos e investigadores que lamentan no poder leer la versión original de una obra y se excusan de trabajar con una versión traducida, cuando en realidad muchos de esos textos están escritos en castellano.

 

Mucha razón tendría mi bisabuelo al decir que con nuestro nahual peleamos y sufrimos ataques de otros que se dedican a lo mismo que nosotros. Considerando que algunos escritores encontramos el camino que nos apasiona, en donde hallamos críticas de todo tipo, desprestigios generalizados en vez de una preocupación por leer y analizar el trabajo en el idioma que se domine, aún no se ha discutido el valor y los alcances estéticos y creativos de una literatura que camina en dos idiomas. No se ha comprendido que si se publica en dos lenguas es porque se está ofreciendo una doble entrada de lectura, el anverso y el reverso de una misma obra literaria, para que el lector elija la versión que más se le facilite sin ninguna predisposición como cuando leemos a autores en inglés, francés, chino, japonés, italiano, alemán o polaco en español.

Algunos escritores nos enfrentamos con un doble propósito antes que preocuparnos por lo políticamente correcto: el de acercarnos, por un lado, a una posible forma de escritura de nuestro idioma imitando lo aprendido y leído en español. Se trata entonces de un regreso a nuestra lengua, a nuestra forma de ver y decir el mundo, no de una salida. Lo que escribimos en nuestro idioma materno o lo que traducimos del español, por otro lado, lo hacemos también para generar materiales de lectura, que los niños y adolescentes tengan un libro qué leer en su idioma. Recodemos que no tenemos una tradición literaria escrita. Falta aún el momento en que escribamos con libertad, no por obligación, en nuestros idiomas y que nadie nos pida que hagamos una traducción.

Muchos escribimos en español porque hemos hecho nuestro el idioma, como a un hermano que hemos adoptado. Es más fácil, además, encontrar correctores de estilo, editores y editoriales que valoren nuestro trabajo en español. Además, nuestra formación literaria la hemos hecho en este idioma, en donde desarrollamos y perfeccionamos nuestras habilidades. Actualmente algunos escritores y escritoras implementamos talleres de creación literaria en nuestras lenguas y seleccionamos lecturas en el mismo idioma como material de trabajo. Vaya que quienes no nacieron para esto o desaparecen después de publicar un solo texto, o salen huyendo de un taller después de recibir una crítica a su texto como si fuera personal.

Sabemos del valioso trabajo de un corrector de estilo y, sobre todo, de un editor que acompaña al escritor o interviene en la composición de una obra. En lenguas indígenas aún no existen tales oficios. Hoy podemos hablar de un corrector de estilo previo a la publicación de una obra o, en el mejor de los casos, antes de enviar un trabajo a una dictaminación, que más de las veces es otro escritor o lingüista que conoce el mismo idioma. Lo cierto es que no existe un corrector de estilo profesional como tampoco existen traductores profesionales para subsanar el dilema de la traducción y la versión original de un texto. La búsqueda de un lector o corrector cada vez se vuelve una práctica de precaución profesional, al menos para que el autor no cometa la desfachatez de creerse dueño de su idioma materno y creer que como escribe debe publicar sus textos.

Mientras que en español, como en muchos idiomas, es común el trabajo de un editor, aunque caminara como una sombra del autor, en tsotsil no existe hoy en día alguien que se considere editor, alguien que defina y perfile a un escritor en el mundo literario,  no como otro autor sino como un asesor que, por su conocimiento y experiencia, le va mostrando al autor las posibilidades de composición de una obra para alcanzar la coherencia, la unidad de sentido, que le permita considerar el camino que va tomando la narración, el crecimiento o la caída de un personaje, la estructura temporal y espacial.

Al final y después de eso entra el corrector de estilo para limpiar los errores gramaticales o sintácticos que a cualquiera se le escapa, un corrector armado de los mejores diccionarios de la lengua en que corrige. Basta ver, por ejemplo, la película Pasión por las letras de Michael Grandage en donde se muestra la estrecha relación entre autor y editor de libros mediante la lectura de manuscritos, historia del editor neoyorkino Maxwell Perkins y del escritor Thomas Wolf, editor también de Ernest Hemingway.

En la creación literaria muy pocas veces se puede creer en alguien que diga que no acostumbra a releer o corregir su obra antes de enviarla a una dictaminación. O como diría una frase atribuida a William Hazlitt, “Aquellos impecables autores son los que nunca escribieron”. Los escritores Bartlebys preferirían no hacerlo para no darle gusto a los críticos modernos que o alaban una obra o la destruyen.

Ya que a la mayoría nos ha tocado descubrir nuestra vocación a la creación literaria, algunos más tarde que temprano, usualmente nos acercamos a personas que tienen conocimiento y experiencia en la composición para obtener de ellos la asesoría necesaria y convencernos que, con el tiempo, hemos hallado un estilo o una voz.

Si bien nacimos con una habilidad, en lugar de un don, necesitamos de alguien que nos acompañe para desarrollarla y perfeccionarla antes de caer en la condena del egocentrismo, de la falsa ilusión de originalidad. Algún día ya no sólo buscaremos ayuda con los mestizos sino también con los propios compañeros que hayan aprendido lo suficiente para orientar a un escritor en formación, que valore la calidad de una obra en esa lengua, una persona que lleve de la mano a quien busca convencerse de su don, porque entonces nunca será tarde para retirarse y seguir buscando el camino correcto.

No importa en qué idioma se escribe primero, o se sabe escribir o no. Tampoco existe una lengua más poética que otra, o menos literaria. Como sabemos, no basta dominar una técnica para escribir bien, o tienes la habilidad, el don, el genio, el demonio, o esta no es la opción. Si escribes por placer o por enfermedad, pero sin poder visualizar tu vida sin ella, sabrás que ese es un posible camino, sin importar que te llevará a la tumba sin reconocimiento. La literatura es así, a veces, lo único a lo que te prepara es a morir solo.