Ecos, la función de los fantasmas

Titulo: Ecos
Autor: Atenea Cruz
Editorial: Secretaría de Cultura / Fondo Editorial Tierra Adentro
Lugar y Año: México, 2017
I. El merolico anuncia las funciones por las calles
En la mitología griega Eco fue una ninfa educada por las musas de cuya voz sólo salían palabras hermosas. Hera, la gran madre celosa, cuando bajaba del Monte Olimpo para buscar a su esposo que se divertía con las ninfas era entretenida por Eco con su hermosa voz por solicitud de Zeus. Cuando descubrió el engaño, castigó a la ninfa: sólo podría repetir las últimas palabras que le dijesen. El resto de su historia es más conocida: el encuentro y rechazo de Narciso, él se enamora de su imagen reflejada en el agua y ella al repetir sus palabras sólo hace aumentar el amor, la muerte de ambos.
El eco es lo único que permaneció de la ninfa, su fantasma. Y, a fin de cuentas, ¿qué es el eco sino el fantasma del sonido?
Comienzo señalando la conocida historia de la ninfa Eco porque lo que las palabras revelan es de gran importancia para Atenea Cruz y nos lo demuestra en la escritura de su novela Ecos.
Las palabras llaman sobre sí una serie de significados, de ecos, que pueden llevarnos más allá del significado más común que le damos, como poeta que es, esto no pasa inadvertido para Atenea quien en la escritura de su novela lo utiliza y construye, en el espectáculo fantasmagórico que es Ecos. Así, en la elección del título se nos evoca a la ninfa, su tragedia y la tragedia en la que cayó también el cazador Narciso, la muerte que su maldición constituyó. Atenea nunca los menciona, pero el castigo que arrastra a la muerte no sólo de quien lo padece sino de quien está a su alrededor es uno de los ejes argumentales de la novela.
II. El espectáculo
Atenea Cruz introduce al lector a un espectáculo macabro, no porque se trate de la faramalla de un circo de los horrores, sino porque arranca la novela presentándonos a Celia, su protagonista, como un fantasma que noche con noche vuelve a asesinar a su hijo. Como buena prestidigitadora sabe que, a la inversa del circo, en la literatura tienes que arrancar con lo mejor de tu acto, para que la gente se quede hasta el final, mejor dicho, hasta el principio, porque arrancamos en el capítulo 50 y conforme se avanza en la lectura se llega hasta el capítulo 1. Y advierte al lector: “Al igual que se entra a un circo o a un teatro, el público asistente es parte medular de la obra. Una vez que se ha presenciado un drama sobrenatural se está condenado a ser partícipe del mismo hasta su término”.
Atenea Cruz como novelista hace las veces de quien presenta y dirige las funciones del circo, y lo mismo funge como merolico indicando quién y cómo aparecerá en la pista, deja que sus personajes se presenten a sí mismos, presenten su papel.
Lo que vemos es el recuento de lo sucedido, el único capítulo en tiempo presente es el 50, el primero, los demás ya ocurrieron. Como la función de un circo, cuando asistimos a ella, sólo estamos presenciando una repetición de algo que los malabaristas y payasos han realizado cientos, miles de veces, así presenciamos los ecos de lo que ocurrió, la fantasmagoría de la historia de Celia:
“Celia creció en un circo, es cierto. De mucha más relevancia fue su tránsito y posterior instalación en el universo de los espectros”.
Aunque ella es su protagonista, el resto del repertorio no carece de importancia, Raúl, su esposo; Bruno, su hijo; su madre Epifania/Celia; su abuela; su abuelo y Luis, el enano, son partícipes de ese tránsito, de la instalación de ella en ese universo.
Raúl es al primero que conocemos y después de la misma Celia el personaje más presente a lo largo de la novela. Antes de conocer a Celia, lo conocemos a él escuchando el fantasma de su esposa. Aunque nuestra novelista no se plantea presentar víctimas y victimarios, Raúl es quizá el personaje más cercano a fungir el papel de víctima. “Entonces lo único que sabía era que ella le gustaba. Y luego, para su infortunio, la amó profundamente”. Porque él la ama, pero ella es, fue, incapaz de amarlo. Resignado a ser el espectador de las apariciones de quien fuera su esposa, ella mantiene su condición espectral por el odio que sintió al final de su vida y que terminó por proyectar sobre su esposo.
“Raúl no se conformó con convertir mis pesadillas en un tedio de muerte. Me embarazó para que mi cuerpo ignorara mi voluntad y se rindiera a un hambre tan violenta que me controlaba”, dice Celia para justificar el rencor que el incauto hombre que la hizo su esposa le despierta. “Es mi venganza. O, mejor dicho, mi propia versión de lo que mi madre me enseñó a lo largo de los días que pasamos juntas”.
Y aquí entra el más complejo de los personajes de la novela de Cruz, la madre de Celia, Epifania, quien en sus últimos años asumió el nombre de su hija. “Mi madre se llamaba igual que yo: Celia Santana. Ella fue la que me robó el nombre”.
Mujer que escapó de casa de sus padres en un pueblo del norte para seguir a un circo. Pero su fuga fue también un escape y una revancha, Epifania —y aquí otra vez Atenea Cruz nos recuerda la importancia de las palabras, porque ese eco de revelación que tiene el nombre será el motor de este personaje— descubre, antes de partir con el circo, que se llama igual que su hermana muerta, por lo que fue también en busca de un nuevo nombre: “Creyó que una palabra la haría libre, no sabía que sólo se mudaba de una tumba a otra”.
Epifenia/Celia atosigó a su hija, ni siquiera del nombre le permitió ser dueña. Para la muchacha la única libertad posible fue el caballo, sus acrobacias sobre el animal y los sueños donde se encontraba con ellos. “Mamá nunca supo que soñaba con caballos casi todas las noches”. Y agrega: “Yo no quise contarle de los caballos que apisonaban mis sesos cada noche”.
No es casual que cuando Celia descubre que su madre la persigue en forma de fantasma sea a través de los espejos. Este personaje detona el juego de espejos que realizan la hija, la madre y la abuela. Si Celia se casó con Raúl para escapar de su madre, lo que terminó por matarla, ella huye del circo para escapar de su madre que ve en ella a su primera hija muerta.
La abuela, que Atenea Cruz logra construir tan bien a través de su buen oído, se lamenta de la inutilidad de su condición de espectro puesto que no logró evitar la desgracia de su familia, pero ella también es en parte responsable y, como sus descendientes, carece de cordura. En el juego de espejos entre estos personajes, la nieta y ella comparten la maternidad truncada por la muerte, pero mientras en Celia es intencional en ella es accidental, mientras en la nieta es producto de su ira, de su locura, en la abuela es el detonante.
Pero, en una tragedia, ¿cuál es el verdadero detonante? Si los griegos nos enseñaron algo es que hagas lo que hagas tu hado te ha de alcanzar y en el caso de Celia, ese hado, el que la pone en el camino a convertirse en fantasma, es Luis, el enano. Atenea Cruz, de nuevo, como buena prestidigitadora, hace de este personaje un bufón y un buen amante. El hombre al que amó y por el que nunca volverá a amar Celia.
III. El circo se vacía
Ecos es una novela que nos va presentando las apariciones de fantasmas que nos narran cómo terminaron siéndolo: “Porque una cosa sí es cierta: de que hay quienes no pueden descansar en paz, pues los hay”, nos dice la abuela, quien también más adelante agrega: “[…] porque acá en la tierra nomás hay vivos y muertos. Y los muertos no perdonan”.
La condena de seguir existiendo y seguir repasando lo acaecido es el sino de los protagonistas de Ecos —que con excelente tino, para ofrecer la sensación de asistir a la repetición de hechos, Atenea Cruz nos narra de atrás hacia adelante—. El eco de la tragedia de los personajes, el eco de los abismos, del que tratan de escapar cada vez que huyen, pero que vuelven a encontrar, aunque pretendan ignorarlo, como dice Celia: “Entonces yo no podría pretender que el eco de los abismos estaba demasiado distante como para escucharlo”.