Tierra Adentro
Foto tomada de Pixabay

Me pregunto si es ético espiar a alguien desde su ventana y con binoculares.
¿Crees que es ético aunque se demostrara que esa persona no ha cometido un crimen?
L.B. Jefferies, protagonista de La ventana indiscreta

 

Antes no entendía por qué mi abuela pasaba sus tardes mirando por la ventana. Todos los días, después del almuerzo, se sentaba en una poltrona azul que mi tío le había ayudado a poner en una esquina de la sala. Esa posición le ofrecía una vista panorámica de la avenida, la intersección del semáforo, el parque del barrio y los pocos comercios que había en la cuadra, pero también podía ver la cocina y la habitación de huéspedes (ya no vivía ahí nadie más que ella, viuda desde hace doce años). Si se sentía bien, abría la ventana, se fumaba medio Belmont a escondidas y se ovillaba en la contemplación. ¿Qué será lo que mira mi mamá?, decía mi papá mientras llegábamos en el carro para la visita de los domingos por la tarde y la veíamos asomada, mirando la carretera con ese aire nostálgico. Seguro nos estaba esperando, se respondía a sí mismo, aunque todos sabíamos que eso no era cierto. 

¿Qué hace ahí, abuelita?

Viendo pasar las horas, mijo, repetía con su voz cansina. Pero yo siempre sospeché que había algo más detrás de esa fachada de viuda triste. Porque mi abuela nunca fue una mujer dominada. No. Era ella quien tomaba las decisiones importantes de la casa. Trabajó como peluquera hasta sus treinta y ocho años, entonces tuvo la tercera y última cesárea. Fue suya la idea de comprar ese lote baldío a principios de los años sesenta y construir una casa de tres pisos en esa zona periférica de la ciudad. Mi abuelo se oponía sin mucha voluntad a sus iniciativas, pero al final solía aceptar. No solo porque eran ideas ambiciosas, sino porque estaba convencido de que “su mujer” tenía visión. Las ironías de la vida. Tres años después de jubilarse, mi abuelo se quedó ciego y “su mujer” fue el bastón que le ayudó a caminar por los días hasta que un cáncer de próstata le secó la vida. 

***

La tarde en que declararon el confinamiento hacía mucho calor. La primavera se había adelantado semanas, desorden que se repetía desde hace años por las bondades del cambio climático. La cuarentena aún no era oficial, así que tomé mi bicicleta y fui al parque a trotar por última vez. Había demasiados corredores a pesar de las medidas de prevención dictadas por la alcaldía. Niños, viejos, incluso perros. Gente arriesgada como yo, pensé. Sin embargo, ya se tomaban las distancias. Probablemente eran los rumores acerca del contagio a través del sudor, pero nadie corría igual: unos aceleraban el paso para evitar los roces, otros se frenaban y se desviaban por pequeños senderos. Los que corrían en grupos hablaban de “eso” – perdí la cuenta de las veces que escuché nombrar el virus mientras rebasaba a los demás atletas. Poco antes de completar la tercera vuelta al circuito, vi un rostro familiar: era Mariana, una vieja conocida que también vivía cerca del parque y decidió aprovechar la ocasión para echar una carrerita. Al verme, sonrió con sus dientes profusos y se detuvo. La ropa deportiva resaltaba sus caderas, se ceñía bien a su esbelta cintura y abultaba sus senos perfectos. Pese a su agitación, Mariana hacía esfuerzos notorios para evitar los bufidos y mantener la compostura. Nos saludamos con un beso tímido, más por la incomodidad del sudor y el lugar que por la “sana distancia”. Como yo, también ella aprovechaba la confusión antes del cierre definitivo del parque. Hay que vernos antes de que se acabe el mundo, me despedí. Sí, tenemos una cuenta pendiente, dijo, y me sonrió antes de alejarse por la pista atlética. 

Mientras caminaba hacia la arboleda recordé mi corto romance con Mariana. Cuando la conocí era la amante de mi ex roomie. Siempre me había desagradado, y no porque fuera el tipo de muchacha que todo el tiempo usa sus encantos para obtener favores, sino porque su actitud era torpe y evidente. Por supuesto, Mariana me gustaba. Meses después de que dejara de frecuentar mi casa, coincidimos una tarde en el cine. Entonces la invité a mi nuevo departamento de soltero. Esa noche tomamos vino tinto, hablamos de la efervescencia política en todo el mundo, nos reímos de los jóvenes que pregonan la lucha de clases pero viven del dinero de sus padres; el resto cayó solo. Había sido un episodio feliz. 

El canto de los pájaros, más fuerte de lo normal, me sacó de mi ensoñación. Terminé los ejercicios y me quedé un rato acostado en el pasto, sobre una cama de hojas secas, al cobijo de los ocotes. Observé el azul profundo del cielo y las franjas de luz solar que se mecían entre las ramas al pasar del viento.

Desatendiendo las precauciones en los medios de comunicación, concerté una cita con Mariana esa misma noche.

***

A diferencia de mi abuela, a mí siempre me pareció más interesante ver hacia adentro que hacia afuera de un inmueble por sus ventanas. Espiar la vida íntima de la gente, descubrir sus manías, sus rituales ridículos. De adolescente, vivía en un cuarto piso y mi habitación dominaba un parque rodeado de edificios. Recuerdo cuando me fijé por primera vez en una vecina. La descubrí una mañana, asomado por la ventana, mientras miraba un combate de pájaros. ¿Alguna vez han visto uno? No hay nada igual. Ni siquiera las mejores batallas aéreas de las películas de guerra están a la altura de ese vuelo furioso. Es majestuoso ver unos gorriones en bandada que embisten planeando y se taladran picotazos como espadachines. Esa vez, si mal no recuerdo, la mamá pájaro no pudo defender los huevos de su nido. Terminó acorralada por tres copetones que los devoraron a fuerza de piruetas y estocadas feroces. Cuando acabó la pelea y la madre cantaba un triste réquiem, mis ojos ávidos buscaron otro divertimento. Pronto penetraron al interior de un tercer piso, donde una señora peinaba a una muchacha. De espaldas, sentada frente a un espejo oval, la jovencita esperaba mientras la señora (que por comodidad llamaré la tía) repasaba de arriba abajo una larga cabellera rubia que le venía de maravilla a esa piel tersa y canela. 

Pocos días después me asomé por la ventana sin otra razón más que sacudir el tedio. Entonces vi a la muchacha delante de la tienda que estaba en el primer piso de su edificio. Así descubrí su nombre (Andrea), su edad aproximada (once o doce años), y comprendí por su horrible uniforme que iba a la escuela de monjas dominicas, no muy lejos del colegio militar donde cursé la secundaria y el bachillerato.

***

Mariana y yo nos encontrábamos en las noches. Venía a mi departamento entre las diez y las once. Tenía un chofer de confianza (quien, desde luego, se le había insinuado antes de volverse confiable). Era un don muy amigo de los policías del sector. Le pagábamos tres veces el precio normal del trayecto para que viniera a una hora precisa. 

En su casa Mariana decía que tenía “cansancio extremo” y se iba “a acostar” temprano lo cual era verdad a medias; no conocí a nadie con tal capacidad para dormir tantas horas de seguido. Luego entendí que esa era su excusa habitual para encontrarse con sus amantes y su mamá, que era la única persona a quien rendía cuentas, no se entrometía. Era uno de esos pactos tácitos entre madre e hija donde la hija puede romper las reglas siempre y cuando la madre no se entere. A ella solo le importa que yo esté bien

Nuestras citas seguían un protocolo habitual: antes de salir, Mariana me escribía por Telegram, la única aplicación con chats cifrados. Yo seguía su ubicación paso a paso gracias al GPS, y jugaba a adivinar la ruta que tomaría el chofer cada vez. Se detenían en un semáforo, entraban al barrio por un desvío para evitar sospechas, me divertía verlos en la pantalla del teléfono, como puntitos que se mueven poco a poco hacia su destino final. Aunque a veces también me podía la impaciencia y me asomaba por la ventana a esperarla, inquieto.

Aparte del horario, nuestros encuentros tenían dos reglas : no hablábamos del virus y nos vestíamos especialmente para cada ocasión. Normalmente habría recibido a cualquier visita en piyama, pero la presencia de Mariana era una gran motivación para sacudirme del ostracismo moroso en el cual me había sumido la cuarentena, que además prometía extenderse. Ella elegía la bebida, que yo me hacía surtir de una tienda de abarrotes a dos calles de mi departamento. Por lo general tomábamos vino tinto pero a veces me pedía ginebra o vodka. De hecho, el licor jugaba un papel decisivo en nuestros jugueteos. El vino nos conducía poco a poco a un tantrismo clásico y sensual que culminaba con un orgasmo simultáneo e intenso. En cambio, los tragos fuertes abrían el camino del exceso: mordiscos, rasguños, golpes e insultos que cada vez se acercaban al frenesí salvaje. Una especie de ritual suicida donde buscábamos la pequeña muerte consumarla por completo.

Lo mejor era que teníamos todo nuestro tiempo; desde que decretaron el confinamiento la madre de Mariana, narcoléptica como su hija, no usaba ya despertador (casi nadie lo hacía) y “la niña” podía regresar de puntitas a las diez de la mañana sin ningún problema, pues su hermano menor la mantenía al tanto de cualquier eventualidad, que en realidad nunca ocurrió. 

Una de las primeras noches estábamos tan ávidos que nos desfogamos sobre la mesa del comedor. Usé su bufanda de seda negra para amarrarle las muñecas y ahorcarla mientras se ponía de cuatro. Miraba fascinado el recorrido del hilillo de sudor que mojaba su nuca, le rodeaba los hoyitos de la espalda baja y luego se metía entre sus nalgas redondas. Al terminar, me erguí por completo estirando los brazos y me di cuenta de que había olvidado cerrar las cortinas de la sala. El departamento de enfrente seguía con la luz encendida. Estaba ocupado por una pareja de jóvenes más o menos de mi misma edad.

  • Creo que nos estaban viendo 
  • Qué rico, déjalos –respondió Mariana mientras tomaba mi mano, la llevaba a su cuello y la apretaba con fuerza. 

Más tarde en la noche estuve imaginando una espontánea llamada telefónica de Salvador, mi único amigo, o de algún excompañero del colegio, donde me preguntaban si era yo el que aparecía en cierto video de porno amateur. ¡Precisamente en esos días, que las visitas de los sitios pornográficos y el número de separaciones aumentaban exponencialmente según la prensa! Luego pensé en los pobres vecinos, aburridos del cuerpo de su respectiva pareja –que ya debían conocer de la A a la Z después de años de concubinato. Concluí conmigo mismo que nuestro exhibicionismo era una linda forma de solidaridad vecinal.

***

Todas las mañanas, religiosamente, mi abuela subía a la terraza. Regaba los geranios, las nomeolvides, extendía la ropa mojada y le daba de comer a sus tres zuros blancos. Solo un par de veces la acompañé en ese ritual, pues ella se lo reservaba como un placer solitario. Yo era un adolescente sin ningún interés en la vida más allá del fútbol, los videojuegos y la masturbación. Sin embargo recuerdo que el canto eufórico de las aves resonaba más que el volumen de la televisión cuando sentían los pasos de mi abuela trepar por las escaleras. Según mi papá, ella evitaba la compañía en la terraza porque ahí se arrumaba la ropa de mi difunto abuelo, pero yo descubrí que la realidad era otra. Lo hacía para hablar con sus pájaros. 

Ese veinticinco de diciembre toda la familia había amanecido en casa de la abuela. Esa noche ningún niño concilia el sueño pensando en estrenar sus juguetes. Envuelto en una pesadilla, caminaba por la playa de la mano de Andrea cuando, de pronto, nos arrollaba un maremoto que me hizo despertar más temprano que el resto. Me sentía sin fuerzas y me dolía la cabeza, pero salí disparado hacia el árbol de navidad. Aunque las manos me sudaban a cántaros, no tuve problemas en destrozar ansiosamente las envolturas de mis regalos, los de mi hermano y los de mis primos grandes. Solo pensaba en estrenar la nueva consola que le había pedido al niño Dios en una carta mentirosa e idiota, y entonces escuché el canto de los zuros blancos. Estaba débil pero tenía los nervios crispados y el cuerpo me temblaba de emoción. El chillido de las aves se hizo cada vez más intenso, hasta resultarme insoportable. Una mezcla de curiosidad y fastidio me sobrecogió. Dejé mis nuevos juguetes en el suelo y subí a la carrera hacia la terraza.

Lo que vi al empujar la puerta metálica ocupa un vago umbral en mi memoria: una luz deslumbrante me abofeteaba el rostro, la abuela estaba de espaldas, su voz susurraba frases de cariño a los animales y las plantas, los platos en la jaula rebosaban de gusanos que se retorcían en horribles convulsiones. Entre la reminiscencia de la pesadilla, la fatiga acumulada, y la imagen de la cual no descubrí más que una parte, di un paso en falso hacia atrás y caí rodando por las escaleras. 

***

Luego de tres semanas de citas furtivas, entendí (o creí entender) algo sobre Mariana. Deseaba forzosamente tener una mirada sobre ella. Como si necesitara percibir la fascinación de unos ojos ajenos para sentirse completa. Parecía no poder vivir de otra forma. Después de todo era actriz – sin mucho trabajo, es cierto, pero actriz al fin y al cabo. Por eso el maquillaje egipcio, por eso las faldas floridas, por eso los ligueros y esa lencería que se ajustaba perfectamente a las sinuosidades de su cuerpo exuberante. En las noticias se leía que los gobiernos de China, Japón y Corea del Sur habían empezado a monitorear la temperatura del cuerpo de la gente a través de una aplicación de smartphone que indicaba las probabilidades de que tuvieran el virus. En nuestro caso, pensé, habrían podido advertir un calor corporal con un origen más feliz.

–Hoy es viernes, hagamos algo distinto– propuso Mariana una noche que para mí no tenía nada de especial.

– ¿Algo como qué?   

– A ver –dijo mientras echaba un vistazo a mi biblioteca y se detenía en un libro consagrado a la danza de Pina Bausch. – Ya sé. Hay un juego que se trata de actuar emociones….

–Pero si soy pésimo para actuar.

–Pues no seas pésimo. Escribir es actuar con palabras. Además no solo hay que actuar, también puedes hablar la lengua de los pájaros.

  • ¿Qué?
  • Sí. Silbar, tararear o hacer ruidos expresivos para esculpir la emoción que elegiste. Así le decíamos en la escuela. 

De repente la idea de Mariana se me antojó divertida. Propuse “la desidia” y con los ojos cerrados me acerqué al sofa para echarme en él pero en un gesto elegante Mariana me tomó de los sobacos con ambas manos y me mantuvo en pie. Luego alzó los brazos formando un óvalo y se fue alejando de espaldas en un cadencioso movimiento de ballet que era a la vez sutil y bello. Las lámparas semejaban una pintura de Rembrandt con su luz tenue. Se respiraba calma, tranquilidad en el aire, o eso pensé en su momento. De pronto se giró, pronunció la palabra “impaciencia” y me hizo un gesto con la mano para darme a entender que era mi turno pero, aunque quería, no logré moverme. Traté de dejarme llevar por el ambiente ritual y performativo del momento pero estaba bloqueado. Lo único que se me ocurrió fue silbar. Lancé un silbido tenue cuya intensidad fui aumentando gradualmente y después de un respiro hondo volví a empezar con toda la fuerza de mis pulmones. Mariana se acercó rauda y comenzó a trazar movimientos bruscos y repetitivos con sus brazos y piernas. El meneo de su cuerpo tenía algo de estrambótico; se veía extraño, inhumano. El ajetreo llegó a un paroxismo que casi me provoca miedo.  

–¡Lujuria! –grité.

Entonces Mariana giró nuevamente, dio dos zancadas hacia la ventana, abrió las cortinas y dio media vuelta. Al fondo quedaron al descubierto los edificios de enfrente, los postes de luz, la luna creciente. El departamento de la pareja no solo tenía las luces encendidas sino las ventanas de par en par. Eso dejaba entrar el calor primaveral. Sonriente, Mariana se quitó el suéter de lana y los zapatos. Su blusa escotada de tirantes combinaba con el encaje de la falda violeta, que llegaba a la mitad de sus muslos torneados.

De pronto una cara se asomó por la ventana. Era la vecina, una joven delgada de cabello lacio, cara ovalada, y rasgos finos. También estaba maquillada. Recordé haberla visto antes en el restaurante que estaba al final de la calle. Me resultó curioso reconocerla apenas. Era una de las meseras. Se movía con desenvoltura de mesa en mesa y su amabilidad parecía genuina. Me hizo pensar en Pina, quien antes de convertirse en bailarina descubrió el encanto del histrionismo mientras trabajaba en el restaurante de su familia, en Solingen. Ahí comenzó a sorprender a clientes y colegas con su danza repentina, improvisaba movimientos con bandejas, platos y cubiertos que provocaban sonrisas y aplausos fuera de lugar. 

Una dulce melodía de Chet Baker se dejó oír desde el apartamento de enfrente. Enseguida, la silueta del vecino vino a acompañar a la de su pareja. La música sonaba como una invitación. Mariana tomó su copa de vino de la mesa y le dio un trago largo. Luego se acercó moviéndose al ritmo del jazz y pasó su brazo por detrás de mi cuello para quedar colgada. La frotación de su piel a la mía me crispó por completo. Recibí la copa, vacié el resto de vino en mi boca y la puse sobre la mesita de metal que estaba a mi lado. Me incliné hacia ella y nos besamos. Mientras las lenguas se encontraban de nuevo, mientras encajaban una y otra vez me rondó una idea. No podía dejar de pensar en la mirada de los vecinos, en el morbo que debían estar sintiendo. Entonces entendí (o creí entender) a tantos amigos y conocidos que presumían a sus parejas constantemente y casi con impaciencia: no los impulsaba el sadismo del niño que alardea su juguete frente a otro que no puede tener uno igual. No. Necesitan sentir los celos, la envidia o simplemente el deseo de otros para apreciar mejor a su propia pareja. Ese deseo otorga una distancia, un alejamiento que es indispensable para entender cualquier cosa. Además evoca un respeto, confiere un poder y una consideración social que divierte, excita y colma la vida humana. Sin embargo, yo carecía de esa necesidad y trataba de evitar las miradas ajenas a toda costa. No quería la admiración ni la envidia de nadie porque temía que pronto se volcara en enojo y agresión. Mi propio juicio me era suficiente, me bastaba, hacía de mí un hombre reservado y egoísta.

El sonido del teléfono nos sobresaltó y rompió el conjuro evocador del instante. Era la policía, la voz ronca y severa de un hombre en la bocina. “Los vecinos se están quejando otra vez. Si no le bajan a su desmadre vamos a tener problemas”.

  • ¿”Otra vez”? Están pendejos. –dijo Mariana.
  • La música ni siquiera es nuestra. –repliqué.
  • No hablo solo de la música. Respeten a la gente decente.

La cantinela de su última frase me quedó sonando en la mente mientras pensé de nuevo en el respeto. Colgué. Mientras tanto en el otro departamento noté que la luz ahora estaba apagada. Probablemente la pareja de enfrente estaba ahora en su propio divertimento. El juego había funcionado. Mariana cerró las cortinas y me condujo a la habitación. El saxo de Baker siguió sonando un buen rato todavía.

Al día siguiente hablé con Salvador. Me contó de un caso similar. Tenía unos vecinos que asomaban a los cuarenta años y todos los miércoles en la noche cogían en la sala con las luces encendidas y las cortinas abiertas. Salvador tenia una teoría. Según él no es que el hombre fuera impotente o la mujer una calentona; ambos necesitaban sentirse cómplices de otro para avivar su libido. Todo indicaba que el exhibicionismo era una práctica bastante común y había aumentado durante el confinamiento. “A la gente le gusta que la miren, los hace sentir importantes. Sobre todo cuando alguien está dispuesto a mirar”, concluyó.

 Sin embargo, eso no respondía quién se había quejado con la policía ni por qué. 

***

Eso le pasa por tomar tanta coca-cola. Es un veneno, me regañó mi abuela.

Ni siquiera pude responderle, pero habría querido preguntarle de qué estaba hablando con los zuros blancos. Mi papá y mi tío me cargaron a la habitación, llamaron a un médico que me puso una compresa en la cabeza, me dio unos analgésicos, una palmadita en la espalda y me ordenó dormir toda la tarde. La pesadilla que había quedado pendiente de la noche anterior reapareció fundida con ese instante en que mi abuela hablaba la lengua de las aves y del cual no recordaba casi nada. Justo antes de que el maremoto nos estallara encima Andrea me miraba y su boca empezaba a susurrar algo incomprensible para mí pero poco a poco sus murmullos se transformaban en otra cosa y de pronto estaba piando como un copetón, pidiéndome que nos volviéramos pájaros para escapar de ahí. Naturalmente, al despertar aquella noche, salté sobre mi consola nueva pero mi mamá me ordenó volver a la cama y tuve que aguantarme las ganas mientras mi hermano y mis primos se sumergían en la reconfortante alienación de los videojuegos.

Ese año me fui obsesionando con Andrea, a quien amaba desde lejos, como lo ordena el absurdo romanticismo puberto. Miraba por la ventana en las mañanas, antes de salir a la escuela, y pasaba la tarde esperando que fuera a la tienda o abriera las cortinas de su alcoba. Antes de las vacaciones, el colegio organizó una ceremonia de entrega de armas para los reclutas que cumplían su primer año de servicio militar. Después de los actos protocolarios, el sargento nos preguntó: ¿cómo van a bautizar su rifle de servicio, cadetes? El arma era una réplica de madera de un fusil G-3, de fabricación irakí, que me emocionaba y me hacía sentir como un soldadito de plomo. No es de asombrar que le pusiera “Andrea” a mi dichoso rifle.

Un domingo, mi papá me pidió que saliera por un pollo rostizado y una botella de coca cola de dos litros. Fui a la rosticería, sólo compré el pollo adrede para luego tener que pasar por la tienda. Por supuesto, nada me espantaba más que la idea de encontrarme a Andrea, pero mis actos de autosabotaje siempre han rendido frutos: ahí estaba, con un vestido florido, una balaka y sus cabellos rubios recién peinados. Mientras hacía la fila, delante de ella, me embargó un vértigo enorme y mis manos comenzaron a sudar. La bolsa plástica resbaló y el pollo rostizado con dos órdenes de papas a la francesa fue a dar a sus talones.

  • ¡Qué tarado! Discúlpame.

Andrea se giró, me ayudó a levantar las bolsas y me esgrimió la sonrisa más hermosa del planeta.

  • No sería capaz de comerme un pollo…
  • ¿Por qué?
  • Se parece demasiado a Waldo.

Mientras esperábamos en la fila, me contó que su tía (sí era su tía, como asumí en un principio) tenía un perico llamado Waldo y era como un integrante más de la familia. Aunque la comparación me pareció excesiva, aproveché para llevar la charla a un terreno más amable, le conté de los zuros de mi abuela y propuse que fuéramos un día a mirar los combates de pájaros al parque.

***

Por desgracia lo bueno dura poco y uno nunca alcanza a disfrutarlo bien. Una mañana nos despertamos más tarde de lo habitual (y hubiéramos seguido durmiendo de no haber sido por el vecino, que empezó unas clases de ukulele a todas luces destinadas al fracaso). Al comprobar la hora Mariana se espantó y salió de la cama de un salto. “¡Verga!, si no llego en diez minutos mi mamá me va a mandar a la chingada”. Llamé al chofer mientras ella se vestía a toda velocidad y me explicaba que le había prometido a su mamá ayudarle con las gestiones de una reunión familiar. Ni siquiera nos habíamos despedido cuando la vi agarrar su bolsa y salir por el umbral de la puerta. Enseguida me di cuenta de que había olvidado su cubrebocas en la mesa de noche. Lo tomé, me puse el mìo y corrí a entregárselo. Mientras cruzaba el corredor grité su nombre y llegué al momento justo para ver cómo la señora del cuarto piso, que subía las escaleras con más bolsas de mercado de las que podía cargar,  tropezaba de lleno con Mariana, se iba de espaldas y se golpeaba contra la barandilla. Me acerqué tan rápido como pude para ayudarla, pero su grito chillón me mantuvo a raya. “ ¡Conserve su distancia, pinche menso!”, gritó la mujer. Aunque Mariana le pidió disculpas cien veces al tiempo que recibía el cubrebocas y seguía su camino, presa del pánico y la prisa, el daño ya estaba hecho. Los perros de todos los vecinos empezaron a ladrar, el bebé de los del quinto piso estalló en su cantinela insoportable, e incluso el ruido de los pájaros retumbó en el edificio. Tras la algarabía, varios chismosos asomaron sus cabezas y, para completar, aquellos que miraban por sus ventanas vieron a Mariana subir al coche a toda prisa y salir del vecindario. Los insultos no se hicieron esperar: “¡pendeja irresponsable!”, “¡viniste a contagiar al barrio!” “¿y ahora cómo le hago para volverlo a dormir?” El escándalo fue total y ahora la mitad del vecindario me odiaba. No solo habían visto a Mariana conmigo y me prohibieron (¿con qué derecho, me preguntaba yo?) sus futuras visitas. Además me acusaron ante la municipalidad de alterar el orden en la vía pública y poner en riesgo la salud de la comunidad. Las tensiones sociales de la contingencia sentaron un malestar generalizado y el incidente de Mariana fue la gota que derramó la copa. La realidad estaba perdiendo la cordura.

***

Con binoculares, refrescos y chocolates, Andrea y yo tuvimos que esperar al tercer picnic bajo la arboleda para presenciar un combate en el aire. Durante ese tiempo las hormonas habían hecho su labor y los besos franceses, que antes me resultaban asquerosos, llegaron a deleitarme gracias al movimiento suave y cadencioso de su lengua. Disfrutaba el sabor a chicle de frambuesa; me esforzaba por rozar los espacios insospechados de su boca que la hacían gemir suavemente y levantaban mi apetito. Cuando nos empezábamos a emocionar más de lo aconsejado en la vía pública, vi algo extraño con el rabillo del ojo. Uno de los pinos agitaba sus ramas y el silbido de los copetones era demasiado agudo para expresar alegría. Me desprendí de Andrea e inmediatamente tomé los binoculares. Al confirmar mi intuición, se los pasé para que lo viera todo en detalle. A poca distancia de nosotros se presentaba un choque entre dos parejas de gorriones. Una estaba sobre una rama delgada del pino, mientras la otra yacía en la punta del poste eléctrico, a un metro de distancia. El duelo ocurría con una simetría que yo ya había visto otras veces: primero una pareja se batía, luego la otra, como si fuera una coreografía. Las aves, erguidas, saltaban en franca lid y se picoteaban en el aire antes de regresar a sus respectivas bases. El compás era irreal, parecía un doble combate de esgrima. De pronto, una de las parejas, exhausta por las acometidas, cayó a unos pocos metros de nosotros. Al acercarme pude notar que sus patas estaban enredadas entre sí. Había un pájaro que dominaba claramente la batalla; le propinaba una picotiza despiadada al otro, que mantenía la cabeza gacha, los ojos cerrados y solo se protegía con eventuales aletazos, como un boxeador que mantiene sus puños pegados al rostro y está demasiado cansado para contraatacar. Atónita, Andrea miraba la pelea con una mezcla de horror y fascinación. Años más tarde habría de comprender que esa escena era la perfecta imagen del amor. La ilusión de un vuelo hermoso que se frustra y se desmorona, la angustiosa caída libre, las agresiones mutuas y el dolor inevitable.

***

Esa misma tarde una patrulla apareció frente al edificio. Como el timbre de mi departamento no funciona, tuvieron que gritar mi nombre para que saliera por la ventana y me expusieron una vez más al escarnio público. Asustado, les dije que me esperaran, me puse lo primero que encontré y bajé. Eran dos policías: una mujer bajita de rostro amable y su compañero, un cincuentón con apenas más bigote que Cantinflas y varios kilos de sobrepeso. La mujer me extendió un oficio y una multa.

  • No tengo dinero conmigo. Debo ir a un cajero.
  • Entonces va a tener que acompañarnos– respondió el policía.
  • ¿En pleno confinamiento? ¿Está loco?
  • Si no quiere empeorar las cosas, le sugiero que se ponga el tapabocas que le va a entregar mi compañera y venga con nosotros. Además una vecina ha reportado varias veces que usted hace ruido en las noches y no deja dormir a la gente. Son ocho horas de detención preventiva.

Me di cuenta de que protestar no serviría para nada. Antes de subir a la patrulla, le eché un vistazo al vecindario. Era un hervidero. La gente observaba con saña, contenta de haber encontrado un chivo expiatorio. Miré hacia el edificio de enfrente, donde vivían los vecinos voyeristas. No se veía a nadie. Sin embargo, en el departamento de al lado, a través de la cortina, podía distinguir una silueta y ya me hacía a la idea de quién podía ser.

Al entrar en la pequeña estación de policía noté que contaba con pocas celdas y ningún protocolo sanitario contra la pandemia. Naturalmente, estaban en sobrecupo y cada calabozo tenía cinco personas en vez de dos. Al ingresar me hicieron llenar un formulario ridículo para saber si estaba enfermo (“¿ha presentado síntomas de neumonía en las últimas horas”?, entre otras joyas de la inteligencia médico-policial). Luego me abandonaron en una de las celdas, junto a un señor que no paraba de mirar su celular y un muchacho de unos diecinueve años que dormía plácidamente la borrachera en una esquina. 

Esa tarde fumé siete cigarrillos (que pagué al triple del precio normal), soborné a un guardia para que me dejaran usar mi propio teléfono y llamé a Salvador para que hiciera honor a su nombre y a la amistad que nos unía. Tres horas más tarde recibí una caja con comida china de parte de “un primo” mío. Junto a la galleta de la fortuna había un fajo de billetes. Era suficiente para pagar los respectivos sobornos y la multa. Luego de pasar al puesto central de la estación, firmé un “compromiso de respeto a las normas de convivencia y contingencia sanitaria”. Tardé casi dos horas en encontrar un taxi autorizado para regresar a casa. 

***

Un buen día me decidí a aceptar el desafío de Andrea, que varias veces me había retado a que le hiciera una visita nocturna. No puedo creer que un soldadito que quiere ser piloto y le gusta mirar peleas de pájaros le tenga miedo a las alturas, se burló una tarde. Eso ya era demasiado. Tenía que defender mi honor mancillado, así que accedí. Entonces me dijo que la esperara a medianoche frente a la fachada del edificio, del lado que daba hacia su sala. Contra todo pronóstico no tuve problema para salir a esa hora sin que lo notaran mis padres. Cuando Andrea se asomó pensé que me iba a decir que todo era una broma, que podía regresar a mi casa. Pero no. Lanzó un ancho cordel de sábanas blancas amarradas entre sí. Hizo un gesto de silencio con el índice y me animó a subir. “Apúrate, que alguien nos puede ver” musitó. Desde mi perspectiva, el segundo piso no parecía muy alto, pero a medida que fui apoyando los pies sobre los ladrillos y gané un poco de altura, el miedo me hizo sudar las manos, como la vez del pollo rostizado. Entonces pensé en el entrenamiento militar, en lo que dirían mis amigos del colegio si se enteraban de que me partí un brazo subiendo un par de metros. Puse todo mi empeño y tracé con fuerza mis zancadas hasta agarrar la mano de Andrea, que me dio el jalón decisivo.

La sala no tenía nada de especial aparte de un sillón de cuero muy elegante y una gran jaula de cobre en la esquina opuesta. El loro reposaba erguido, con sus garras bien aferradas al tubo y el cuello inclinado hacia un lado. Waldo es uno de los pocos loros que no habla, solo silba un poco cuando tiene hambre o mientras duerme, como si roncara, me susurró al oído Andrea. Al sentir su boca tan cerca de mi oreja tuve una erección casi involuntaria y la miré. Esa madrugada, ya de regreso en mi cama, recordaría la oscuridad, el miedo de que nos descubriera su tía, la calentura al contacto de nuestras pieles y sobre todo los chillidos de dolor y goce, la lucha, la sangre hirviendo entre sus piernas y mi pelvis. Concluiría que crecer duele y la primera penetración es tan extraña como el primer beso con lengua. 

¿Podemos quedarnos en la sala?, le pregunté. 

Claro, mi tía duerme como un lirón, me respondió Andrea, mientras se sacaba las tirantas del vestido y me mostraba su delicado cuerpo desnudo.  

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En cuanto llegué a casa sentí que algo andaba mal. “Está intenso el asunto”, dijo el taxista al ver la escena. Me puse el cubrebocas, pagué y me bajé. Un bullicio inusitado agitaba toda la calle. La gente discutía de una ventana a otra. Los pocos que se agrupaban al pie de los inmuebles gesticulaban y se gritaban entre ellos. Por encima de todas las voces se escuchaba el silbato del guardia, que en lugar de acallar a la muchedumbre encendía la mecha de su rabia. Me giré para pedirle al taxista que llamara a la policía, pero sólo oí el rechinar de las ruedas cuando arrancó. Tomé mi teléfono y me dispuse a marcar yo mismo pero me frenó la voz del vecino del ukulele, que me señalaba. “Usted tiene la culpa”, gritó. Lo esquivé rápido y caminé hacia la entrada con la única intención de subir a mi departamento y ponerme a beber hasta perder la conciencia. Al llegar a la fachada me enteré de que “la viejita del tercer piso, la mirona”, era la primera contagiada del barrio y sería cuestión de semanas antes de que el virus se propagara. Entonces dirigí mis ojos hacia el departamento de los vecinos de enfrente, que naturalmente estaban asomados, pero no solo me ignoraron sino que inmediatamente se metieron y cerraron sus ventanas. Tal vez temían que los vincularan conmigo, pensaban que me había contagiado o simplemente ya no les servía mi mirada, ahora que estaba solo. No tenía caso. Lo importante era que lo nuestro había acabado antes de empezar y lo asimilé en el acto. Entonces, con el pecho lleno de pánico esquivé a varios vecinos agolpados en la entrada mientras iba respondiendo que ya había pagado mi multa, que en la estación estuve aislado y protegido, y que Mariana no volvería nunca más. 

Esa noche, cuando el ruido cesó y el efecto del vino abrió paso a la tregua melancólica del sueño, pensé en mi abuela. Entendí por qué se quedaba contemplando el paso del tiempo en aquellas tardes eternas. 

Hoy puedo mirar por la ventana en silencio, solo como ella, y observar el combate de los pájaros. A veces trato de hablarles, pero a mí no me escuchan.