Un departamento propio: Susan Sontag y el ensayo contemporáneo
La actual es una de esas épocas donde la interpretación es en gran parte reaccionaria, asfixiante.
Susan Sontag, Contra la interpretación
Irónicamente todo empieza por la imagen, la mayoría de nuestros recuerdos son representados por instantáneas; las cosas que hemos vivido, los secretos de familia, nuestros momentos de felicidad y los días que estuvimos contra las cuerdas, ese cúmulo de vivencias conforman un montaje, una serie que habitamos en el momento donde ni siquiera el deseo asiste, pero ahí están, una y otra vez para recordarnos lo que fuimos.
Sin embargo, en el caso de la fotografía, la imagen, más que revelar de manera tácita, no hace sino cuestionar quiénes somos. Las respuestas se encuentran justo en el punto de quiebre: la manera en que el instante fue capturado se transforma en un muestreo sobre el tiempo y espacio. Tomar fotografías nos permite comprender un contexto particular, pero en ocasiones igualmente crear fantasías. De esta mezcla surge el montaje de la “verdad” sobre nuestra civilización.
Lo que denominamos como civilización nos ha enseñado una fantasía maniquea que nos marca desde la infancia. Sin embargo, la sensibilidad permite que se intuya que más allá de esa ilusión, de las metáforas sobre el bien y el mal, existe algo que en la vida adulta reconocemos como ético y como siniestro. Susan Sontag, cuyo nombre de niña era Susan Rosenblatt, comprendió la diferencia gracias a la fotografía —de nuevo, la imagen y su verdad— que visibilizaba los horrores de la condición humana. Con tan solo doce años, pudo observar un libro cuyo tema e imágenes visibilizaba lo acontecido en el holocausto1. Casi treinta años después, diría: “¿Qué es la humanidad? Es la cualidad que las cosas tienen en común cuando se las ve como fotografías”.2
El responder —o por lo menos intentar hacer algo— ante la crueldad y el sufrimiento de la humanidad condicionaron de manera definitiva la carrera literaria de la mente más prolífica y brillante del siglo XX, la única capaz de reflexionar respecto a cómo sobrellevar las innumerables dolencias sociales, así como las personales, en general los instantes border que revelan la realidad.
Desde el 2006 no la hemos visto más, su pensamiento es lo que nos permite tener un asidero ante la continua falta de ética en las formas de mandato, al mismo tiempo que nos sitúa ante los intersticios de la vida social, aquellas fisuras donde una serie de imágenes dan cuerpo a la vida, a las prácticas, a las diversas formas de sentir dolor, a las cuerpas con sus sexualidades e incluso a sentir el instante estético como la única llama capaz de cauterizar —por lo menos unos instantes— la corrosión de la enfermedad y sus metáforas, de la metástasis que han ocasionado el capitalismo salvaje, el miedo al otro y la supremacía dentro del cuerpo social.
Metáforas precoces
A quien hoy reconocemos con el nombre de Susan Sontag, el arte en su totalidad la hizo renacer más allá de lo que pudo vislumbrar en su infancia. Nació un 16 de enero de 1933 en un suntuoso edificio en el oeste de Manhattan, sus padres Jack Rossenblat y Mildred Jacobsen, eran judíos nacidos en Estados Unidos, —en realidad de una rama de emigración más antigua que la mayoría de los intelectuales judíos estadounidenses— de clase media alta, ya que Jack se dedicaba al comercio de pieles en China, motivo por el cual la pareja vivió algún tiempo en China. Entre viajes de Nueva York a China, en 1935 nació Judith. Susan y su pequeña hermana quedaban al resguardo de la familia de Jack.
De acuerdo a Benjamin Moser —biógrafo de Sontag— Mildred era realmente hermosa, Susan le veía parecido con Joan Crawford; sin embargo, en los relatos de ambas hermanas se encuentra la idea de que era una madre ausente. En uno de los viajes, cuando la autora de EL benefactor (1963), contaba únicamente con cinco años, su padre perdió la vida a causa de una tuberculosis que lo aquejaba tiempo atrás de su boda con la despampanante Mildred; sin embargo, ninguna de las dos lo sabrían hasta meses después3.
De entre las cosas que podemos decir sobre la trayectoria literaria de Sontag, una resulta sobresaliente y es el hecho de que llevó la no ficción —el ensayo sin más— a terrenos donde su lucidez intelectual se mezclaba con el deseo, con los terrores nocturnos o el miedo a quemarlo todo, pulsiones adquiridas desde la infancia.
Para quienes hemos perdido a nuestro padre, o a ambas figuras, sabemos los innumerables tropiezos que esto constituye en nuestra propia escritura. Si bien se elige la negación, en el momento menos propicio, una esquirla saldrá de entre la piel, su propia tragedia eclipsará para siempre lo que pudo ser un ensayo personal publicable. Si acaso la vanidad es incontenible y da lugar a describir desde la primera persona, y no desde el personaje, la profundidad de la herida, de manera simplista, definitivamente estaremos ante el peor error y lo pagaremos con horas sin sentido de autoconmiseración.
Sontag, más que ser una escritora contenida, sabía perfectamente contemplar su dolor, enfrentarlo, incluso contraponerlo frente al arte, de manera que la experiencia quedara mezclada con la propia, acción que le permitía observarse de cuerpo entero y asumir dentro de su reflexión la realidad infranqueable. Sin duda, la pérdida de su padre, así como sus múltiples conflictos provocados por la relación inestable de su madre, fue una de sus tantas perturbaciones, pero esperó el momento oportuno para decantarla incluso una vez que ella misma pasó por el momento límite de saberse enferma.
En una época donde la cuerpa comenzó a edificar su reino, Sontag condensó el dolor —propio y de millones de personas— en una serie de ensayos donde desmitificó el sentido social de la enfermedad, que no es sino una zanja profunda llena de terrores, injusticias, así como de estigmas que invisibilizan lo verdaderamente importante y humano, el dolor de los enfermos.
En el momento en el que habla de cómo socialmente nos encontramos divididos entre enfermos y sanos, sostiene el hecho de que se producen una serie de fantasías y relatos contra las enfermedades más atemorizantes de finales del siglo XIX y después el XX, es decir, la tuberculosis, el cáncer y después el Sida, como lo expone en La enfermedad y sus metáforas (1978):
Mi tema no es la enfermedad física en sí, sino el uso que de ella se hace como figura o metáfora […] Dos enfermedades conllevan, por igual y con la misma aparatosidad, el peso agobiador de la metáfora: la tubercolusis y el cáncer[…] Aunque la mitificación de la enfermedad siempre tiene lugar en un marco de esperanzas renovadas, la enfermedad en sí (ayer la tuberculosis, hoy el cáncer) infunde un terror totalmente pasado de moda. Basta ver una enfermedad cualquiera como un misterio, y temerla intensamente, para que se vuelva moralmente, si no literalmente, contagiosa.4
Como lo argumenta el ensayista neoyorquino Phillip Lopate “Lo importante cuando escribimos sobre la infancia, es trasladar nuestro punto de vista psicológico de cuando éramos niños, no el limitado registro verbal que teníamos entonces”5, Susan estaba hablando del dolor de su padre, a quién ya casi no recordaba y cuya tumba le costó mucho trabajo encontrar al mismo tiempo que reflexionaba sobre el sentirse en esa ciudadanía de segunda que constituía la enfermedad. Pero, ¿cómo es posible hablar de las grandes pérdidas sin un pixel de nuestro autorretrato? ¿Qué clase de escritora pasa por sus propias experiencias y sin lágrimas, sino por el contrario con un denso escrutinio hacia la sociedad?
Uno de los primeros ejercicios que le ayudó a condensar las dolencias y pulsiones fue el ser una incansable escritora de diarios. El primer cuaderno que utilizó fue comprado en Tucson, en la esquina de Speedway y Country Club, su madre había decidido instalarse un tiempo ahí para aliviar los ataques de asma que Sontag sufría desde muy pequeña.
En ese lugar desértico, no solo comenzaría a explorar su prolífica escritura íntima, sino que conocería a quien sería su padrastro y de quien adoptaría su apellido —de acuerdo con Moser, la decisión la tomó con el fin de no ser reconocida abiertamente como judía y con eso parar el acoso escolar—, Nat Sontag, un excombatiente con quién su madre se casaría el 10 de noviembre de 1945. Quizá sin pensarlo, Susan comenzó a ensayar su voz sus pensamientos y a verter cada una de las partículas que iban conformando los cimientos de esta magna edificación intelectual.
Con tan solo diecisiete años, Susan estaba segura de que su lugar no se encontraba al lado de su madre, el dolor que sentía ante su propio contexto la sacaba una y otra vez de la definición de una adolescente de clase media normal, como puede observarse en la siguiente entrada de su diario:
25/12/48
Estoy casi al borde de la locura. A veces —creo— (con cuanto cuidado escribo estas palabras) —hay momentos fugaces (que vuelan tan rápido) cuando sé con la certeza de que hoy es Navidad que estoy tambaleante al borde de un precipicio sin fondo— ¿Qué me pregunto, me conduce al desorden? ¿Cómo puedo diagnosticarme a mí misma? Todo lo que siento, del modo más inmediato, es la más angustiosa necesidad de amor físico y compañía mental —soy muy joven, y quizá supere el aspecto preocupante de mis ambiciones sexuales— francamente no me importa […] Mi necesidad es tan abrumadora y el tiempo, en mi obsesión, tan breve.6
Esas obsesiones eran lo que contrastaba al mismo tiempo con la “alta cultura” a la que desde muy temprana edad tuvo acceso. Por supuesto que quién escribe ese fragmento —impulsivo, incluso naïf como toda escritura adolescente— es una joven que todavía no reconocía la sensación de saberse deseada, de ser leída en decenas de idiomas, incluso de ser referente en diversos productos de la industria cultural estadounidense como Critters, también en la cultura mexicana, como fue el caso de Fantomás, la amenaza elegante (1975) —de entre cuyos guionistas se encontraba Gonzalo Martré—, era en definitiva una joven escritora en ciernes con una sed absoluta de libertad y pensamiento crítico.
En el recorrido, la siguiente metáfora precoz sería la experiencia del matrimonio, con el sociólogo Philip Rieff y posteriormente la de ser madre. De acuerdo al testimonio de su propio hijo, David Rieff e incluso de su hermana en el documental Regarding Susan Sontag (2014), ambas experiencias llegaron de manera intempestiva y siendo muy joven, con tan solo dieciocho años, simplemente estaba dentro de una habitación que no le correspondía. En sus diarios incluso existe una pausa de casi dos años y no es hasta su estancia en París en la Sorbona, que vuelve a emerger, no solo con una mayor agudeza, sino que denota una mayor ansiedad de probar, leer y escucharlo todo.
Más allá de la habitación
Ocho años después se divorció. Fue entonces cuando las proyecciones de su escritura en ciernes dieron paso a una carrera prolífica. Desde luego que junto con la crianza, esa carrera resultaba agotadora y muchas veces frustrante. De la habitación, logró mudarse a un departamento para ella misma, un espacioso lugar para habitarse. En muchos sentidos, David produjo otras formas de habitación, incluso en las formas en que ella misma comprendía la imaginación infantil y el deseo de tener un compañero, como lo sugiere la siguiente entrada de su diario:
14/1/57
David anunció ayer, cuando lo estaban disponiendo a dormir,<<¿Sabes lo que veo cuando cierro los ojos? Siempre que cierro los ojos veo a Jesús en la cruz>>. Es hora de Homero, creo. La mejor manera de desviar estas mórbidas fantasías religiosas individualizadas es abrumarlas con el impersonal baño de sangre homérico.7
Regresar entonces a las imágenes primarias para condensar el sufrimiento de la civilización occidental, de alguna forma esa fue la fórmula que Susan utilizó para casi cualquier mal del mundo, una forma incluso más sofisticada en cuanto a tratamiento que la de la propia Hannah Arendt; puesto que todo comienza por las imágenes, hay que regresar al origen para percibir la falla o comprender la discontinuidad.
Luego de la publicación de El benefactor (1964), misma en la que tardó casi cuatro años de escritura con David en sus piernas, como lo argumenta Michelle Dean en Agudas, mujeres que hicieron de la opinión un arte (2019)8, su vida se tornó absolutamente prolífica y hay que decirlo, glamorosa. Harper´s, The New York Times, cenas en Manhattan y toda clase de aventuras con las mujeres y hombres de la cultura pop de la década de los sesenta y setenta la llevaron a otro piso.
Siempre he pensado que en el fondo era algo no solo que disfrutaba, sino que era absolutamente liberador, una manera de tener control y equilibrio sobre su historia, así como sus propias ideas y capacidad intelectual. Para alguien que no nació en un círculo intelectual o artístico y que tuvo que forjarse a sí misma su derecho de piso, el contar con un sinfín de referencias, gustos e incluso un absoluto poder de decisión, definitivamente tenía que significarlo todo. Incluso en su célebre ensayo Notas sobre lo camp (1964), podemos perfilar el hecho de que Susan comprendía perfectamente a Tomas Mann, a Gide, a Adorno, al mismo tiempo que comprendía —y disfrutaba— de la estética gay, la moda, el consumo masivo, las piezas de casi mal gusto, de manera que podía incluso crear un diálogo entre ambas condiciones, sin tener que renunciar a ninguna.
Sería en su segundo libro, el ya canónico Contra la interpretación, de 1966, donde la ensayista nos propone dejarnos guiar por nuestros propios sentidos, tirar por completo las interpretaciones que nos alejan de la verdadera experiencia estética —al final la que vale es la personal— y dejar que la obra nos hable, tal y como la fotografía presenta, incluso en su propia reducción, una de las tantas verdades sobre nuestra cultura. Los cruces que logra entre la cultura popular y el arte recrean la cartografía no solo de su mirada, sino de su gusto, una estructura incluso más cercana a la de Roland Barthes y por supuesto a la Pierre Bourdieu.
Pero los hallazgos y los deseos siguen: la aventura entre su vida amorosa, su ir y venir de París a Nueva York, y su lucha por no dejarse vencer ante nada, como en esa célebre ocasión cuando puso a Norman Mailer en su lugar, pidiéndole que simplemente le dijera escritora y no “dama que escribe”, como se observa en el documental Recordando a Susan Sontag (2014). Junto con sus libros de ficción, incluso En América (1999), mismo que le valió el National Book Award en el 2000, Susan Sontag nunca dejó de ponernos al límite de la situación, principalmente de ponerse discursiva y corporalmente al mismo nivel.
Cuando se dice que una obra de arte “es su contenido”, me parece que en estos momentos no hemos salido de esa imagen, aquella donde yo me paro de cara a la obra y espero a que me diga algo, que me cuestione, incluso me haga sentir incómoda. Pero la crítica no siempre llega a ese momento, no siempre ofrece argumentos certeros acerca de lo que esa obra le dijo a quién escribe, sino que en un instinto heteropatriarcal ostenta lo que desea que las espectadoras veamos, lo cual no es del todo malo si esa pluma cuenta con suficiente estilo —el estilo, como los detalles son decisivos, ya lo vemos con Susan y sus textos en publicaciones incluso de moda— pero si la situación es desafortunada, no estaremos sino frente a un edificio cuya fachada se está derrumbando y no permite que entremos, por lo que somos testigos de su final.
Las metáforas persisten
En medio de todavía la exaltación por el 11 de septiembre de 2001 y con muchas cosas todavía por decir, Susan Sontag no pudo vencer su tercera lucha contra el cáncer y tras un trasplante de médula fallido, finalmente muere en el frío invierno de 2004 en la otra parte de su corazón geográfico, Nueva York.
Desde su partida hemos sido testigos de una obra que no envejeció mal, por el contrario, sus preguntas, su honestidad y la serie de listas sobre sus intereses, todavía nos atraviesan de la misma forma en que su mirada atravesó las cámaras más deseadas del siglo XX, incluyendo la de Annie Leibovitz, su última pareja. Sus pulsiones son tan importantes que no podríamos reconocer plenamente su tren de pensamiento sin la lectura de sus diarios, pero existe una certeza de que no podría desvanecer las metáforas sin su lucidez.
Este 28 de diciembre, a un año más de la muerte de Sontag, mientras una enfermedad cumple al mismo tiempo un año de haberse expandido por el mundo, no haré sino tirarme a contemplar el techo mientras visualizo las metáforas que se construyen diariamente afuera de mi departamento.
- Moser, Benjamin, Sontag, Vida y Obra, Anagrama, Barcelona, 2020, p. 10
- Sontag, Susan, Sobre la fotografía, Alfaguara, Buenos Aires, 2006, p. 159.
- Moser, Benjamin, Op. Cit. pp. 36-38.
- Sontag, Susan, La enfermedad y sus metáforas, Taurus, Buenos Aires, 2005, p. 13.
- Lopate, Philip, Mostrar y decir. El arte de escribir no ficción, Alba, Barcelona, 2017, p. 50.
- Sontag, Susan, Renacida, Diarios tempranos, 1947-1964, Mondadori, Barcelona, p. 8.
- Sontag, Susan, Op. Cit. P. 99.
- Dean, Michelle, Agudas, mujeres que hicieron de la opinión un arte, Turner, Madrid, 2019, pp.235-237.