La vida, de suyo, ya es un lugar miserable, terrible, angustiante; además de la dificultad de dotar de sentido la vida, de hacernos cargo de nosotros mismos, de sobrevivir al día a día, de salir del paso con la comida, los pagos, el trajín de nuestras necesidades más imperiosas y saber que al final lo único que nos espera es la muerte, una muerte solitaria e ineludible, además de eso, encima de eso, como si eso no fuera poco, también existen las tesis.
El gerente del supermercado debe vender la mercancía perecedera antes de que caduque; cierto ciudadano se ha propuesto terminar su libro antes de que cierre la convocatoria; el doctorante firmó un acuerdo que lo obliga a llegar a una conclusión antes de que termine la beca; el funcionario en turno se ha propuesto aguantar en su cargo el tiempo necesario como para asegurarse una posición, alcanzar a ahorrar un poco y tratar de no quedar mal con nadie; cierto editor debe publicar la novedad del año antes de que venza el contrato; el joven matrimonio se resigna al cálculo económico de una hipoteca compartida; la maestra de primaria, fatigada más por la rutina que por los niños, se da ánimos diciéndose que no falta mucho para la jubilación; el estudiante, con cínica impaciencia, finge haber entendido para no leer dos veces, pues ya sólo quiere que termine el semestre para dormir tranquilo de nuevo; están todos esos rostros desconocidos que pasan de prisa por la ciudad y que nos confirman que es posible aburrirse de vivir, que nos demuestran que el tiempo es un espectáculo anodino si no lo ameniza el afán de cambiar de domicilio, el afán de encontrar un lugar mejor, el afán de por fin bajar de peso; está el burócrata que debe mandar el informe y su atención se enfría más rápido que el café; cierto redactor, rebasado por el trabajo que aceptó a costa de su propia felicidad con tal de ganarse un quinto, se propone terminar la columna que le exigen todas las semanas y que escribe con desdén, se dice “al menos el viernes no tendré que escribir otra columna”; en el restaurante el cliente y el mesero se observan, uno ve con envidia al otro, “seguramente no tiene nada de qué preocuparse”, pero ambos tienen la cabeza en otro lugar, uno en ese paraíso de pantuflas y sin preocupaciones, el otro, el cliente, en ese paraíso en el que la esposa no lo demanda, la amante no le exige y los hijos no lo desobedecen.
Si alguien me preguntara —y realmente nadie tendría por qué hacerlo— qué poesía prefiero, tal vez le respondería que aquella en la que la vida del poeta parece tan importante como sus versos.