Máquinas y herramientas
Tuve la desgracia de haber asistido a una secundaria técnica (pública también, aunque eso no es una desgracia, es sólo fatalismo). La palabra desgracia ha de entenderla el lector como un favor que no fue concedido por el destino, como un acontecimiento en nuestras vidas que significa más por el hubiera que por el fue. Cuando se tiene la edad en que la curiosidad aflora y se espera que algo florezca de ella, justo entonces, la sociedad dispone el fertilizante para que verdeen nuestros jardines: desde ese punto de vista, mi educación básica estuvo llena de estiércol.
Mis compañeros de aquel tiempo y yo, veníamos de los barrios de clase media baja de Durango, que en general estaban poblados con primeros profesionistas que se habían mudado recientemente del vasto campo y sierra durangueños a la ciudad (llamémosla así). Es decir, éramos la clase media baja de un estado pobre de un país del Tercer Mundo. Casi todos los hombres usábamos gel para peinarnos y las mujeres se ponían aceite para bebé en el cabello. El ceño de mi generación estaba marcado por un futuro incierto y por una disposición prematura al endeudamiento, que heredamos de nuestros padres.
En las secundarias técnicas, una buena parte del tiempo se destina a los talleres. En mi época, por allá del año 2000, el programa nos obligaba a cumplir 10 horas del taller a la semana. ¡10 horas! Por un afán de masculinidad —ante la amenaza de caer en el taller de ofimática, es decir, el taller de «secretariado»—opté por entrar al taller de «máquinas y herramientas». Las máquinas y herramientas que daban nombre al taller, no eran precisamente las que uno acostumbra ver en las representaciones socialistas del progreso: eran unos tornos pintados de verde pistache; una fresadora que no servía y que era más digna de un museo que de nosotros; un cuarto con martillos, gibones y muchos clavos; un par de taladros; un esmeril. Toda la maquinaria era setentera.
Por aquellos años fue que se corrió el rumor de que sabía portugués. Yo formaba parte del heroico grupo «D» y nos sentábamos atrás para gritar obscenidades. Como no había tornos ni maquinaria suficientes para todos, debíamos turnarnos. De las 10 horas de taller a la semana, sólo cinco personas podían hacer uso de los tornos al mismo tiempo; entonces nos tocaban a cada uno sólo dos horas a la semana: el resto del tiempo lo teníamos libre. Las horas muertas, que eran la mayoría, las dedicábamos a aventarnos mochilas, hablar hasta el hartazgo, practicar caligrafías ridículas; otras veces leíamos relatos pornográficos de revistas en voz alta, o practicábamos una versión casera de lucha grecorromana.
En fin, no sé por qué, pero los tornos estaban en portugués. Naturalmente, era muy fácil leer el portugués elemental que se necesita para emplear un torno. Sólo era cuestión de saber cómo prenderlo y apagarlo; sólo había que saber cómo girar las manillas, cómo sujetar el buril y dirigir los cortes. Alguna vez leí una de las instrucciones en voz alta, hablando como hablaría cualquier idiota imitando a alguien que habla otra lengua. Días después escucharía a alguien decir: «El Merlín sabe portugués». No lo desmentí. Nunca desmentí a nadie y de pronto me convertí en la persona que mejor sabía usar el torno en el taller, y sólo porque supuestamente podía leer portugués.
No hace falta decir que mis competencias con el portugués eran y son ridículamente escasas. Sin embargo, era el que mejor sabía usar el torno sólo porque alguna vez fui capaz de descifrar por sentido común lo que hipotéticamente indicaban las instrucciones de la máquina. Ahora bien, siempre me he preguntado, ¿qué hubiera pasado si esas 10 horas a la semana, de tres años de secundaria, las hubiéramos empleado en aprender otra cosa y no «máquinas y herramientas»? Es el tiempo estándar que se requiere para hablar funcionalmente una lengua; tiempo de sobra para aprender a leer correctamente unas instrucciones.
La mayoría de los padres de mis amigos, incluido el mío, o eran ingenieros o eran ganaderos o comerciantes o eran obreros. ¿Por qué debíamos dedicar 10 horas a la semana para aprender a usar un martillo y una máquina? Si íbamos a ser obreros, ¿qué no tendría que enseñarnos a ser obreros la propia industria que nos fuera a contratar? Tal parecía que la educación pública quería llevarnos de la mano a escoger nuestros overoles. Para nuestra clase social resultaba desafortunado pasar la educación básica aprendiendo un oficio que ya traíamos de origen; era semejante a lo que pasaba con mis amigos del rancho: sabían ordeñar vacas desde los 6 años y seguramente ellos mismos pensaban dedicarse a cultivar las tierras de su familia, y ¡encima iban a una secundaria agropecuaria donde pasaban 10 horas haciendo lo que harían el resto de sus vidas!
La educación pública, no sabemos en qué momento, se inclinó por la técnica. Entendemos que la distribución de la riqueza en México es tan injusta y dispar como la tecnificación del trabajo y como la marginalidad de la mayor parte de los campesinos y obreros. Ya es una prerrogativa conquistada que se logre educar a buena parte de la población de manera gratuita; ¿por qué hacerlos estudiar entonces máquinas y herramientas 10 horas, el doble o casi el triple del tiempo que se destina a estudiar matemáticas, español o inglés?
Recuerdo en especial uno de los exámenes de aquella infame materia. Alguna vez nos hicieron el examen de Técnicas de recubrimiento. Lo que volvía más insolente la evaluación era su carácter teórico, no práctico. Los «reactivos» del examen iban desde un «¿Qué técnica de recubrimiento emplearía en estos casos?» hasta un «¿Cuáles son los diferentes tipos de compases industriales que existen?» o un «¿Cuáles son los diferentes tipos de machuelos?» Me fue bien en la prueba: conocía los machuelos pero nunca aprendí a usar uno. ¿Por qué? Porque nuestra secundaria no tenía. Es decir, incluso proponiéndose ser utilitaria, técnica y positivista la educación pública mexicana volvía a ser obsoleta, hipotética y nada práctica. Me enseñaron a usar tornos que ya no existen para un trabajo que nunca haría; todo lo contrario de lo que se proponían.
El último verso de las escuelas secundarias técnicas sentencia: «Escuelas secundarias técnicas por la superación de México, México, México». Sí, parece una máxima de superación personal. ¿Acaso México tiene miedo de que sus obreros no lleguen a serlo?