Mea culpa
Debo confesar que la retórica siempre ha sido una herramienta que he usado para maquillar, con cierto éxito, mi ignorancia. La retórica suele ser una habilidad para mentir, o para disimular. Estoy en contra de la costumbre de mentir que se ha leído un libro.
De un tiempo para acá, creo que he tenido la fuerza suficiente para ser honesto y aceptar que no he leído algo, que no estoy enterado de tal cosa y que no sé nada al respecto. Pero no siempre fue así. Recuerdo muy bien, y me arrepiento, de muchas conversaciones en que, por una presión intelectual autoinfligida, dije haber leído algo que nunca había leído, afirmé estar enterado de cualesquier detalles de una obra e incluso opiné sobre un tema que sospechaba de oídas. Lo peor fue que no sólo no fui desmentido, sino que además, al parecer, nadie se dio cuenta. Que me hubieran desmentido le habría venido muy bien a mi humildad. Pero no fue así.
Dicho arrepentimiento ha ido creciendo tanto que, a manera de expiación, me propongo aquí enlistar a manera de mea culpa las veces en que mentí haber leído algo que ni había leído.
1. Cuando estudiaba la licenciatura en letras, me dio la impresión de que un profesor tenía la costumbre de simular que lo sabía todo (algo improbable) y de decir que conocía cualquier obra a la que un estudiante aludía. Así que, inmaduramente, me dio por citar una novela de Chateaubriand, Le Dernier Abencérage.
2. Una vez, uno que más tarde se convirtió en uno de mis amigos más íntimos me dijo que fuéramos por un café para platicar, dada la afortunada casualidad de haber coincidido y tener una pasión semejante por la literatura. Ya por inseguridad, ya por timidez, creí que debía saberlo todo a mis estúpidos dieciocho años. Me dijo, cosa que sí era cierta, que conocía bien En busca del tiempo perdido. Yo le dije: «Claro, Prú». Con una erre afectada, cuando la pronunciación era incorrecta. Y que confirmaba que no había leído ninguna obra de Proust.
3. De nuevo en la universidad, donde siempre solapé mis malos hábitos, tenía que escribir un ensayo sobre Germinal de Émile Zola. Por razones imperiosas (tenía que cambiarme de departamento) me atrasé en la lectura de la novela. Terminé redactando el ensayo en un tiempo récord de tres horas, y sin haber terminado la obra y buscando citas específicas para llenar la bibliografía que provenían de las primeras 20 páginas de los libros citados. Me fue muy bien en el ensayo. Desesperado, regresé a la biblioteca, luego de entregar mi trabajo, a terminar la obra. Me carcomía la culpa de haber disfrazado tan bien mi fechoría.
4. A una novia de mis veintidós años, le regalé Auto de fe de Elias Canetti, argumentándole que era una obra maestra. La leí al mismo tiempo que ella, para que no se diera cuenta de que no la había leído.
5. Alguna vez di clases sustituyendo a un profesor en una preparatoria. Cuando ya me iba se acercó un estudiante a preguntarme si conocía El juego de los abalorios de Hermann Hesse. En vez de responderle simplemente que no, recordé que un amigo me había hablado de ella y espeté un sinvergüenza «debe ser la mejor novela de Hesse».
Para abreviar, debo decir simplemente que, a la deshonestidad de recomendar libros que no me habían gustado, auné la majadería de recomendar libros que no había leído. Creo que es momento de aceptar descaradamente que no he leído Memorias de Adriano de Yourcenar; que fingí leer, porque no entendí nada y no lo acepté, el Ulises de Joyce; que nunca leí los últimos dos tomos de En busca del tiempo perdido porque pasé a otra cosa; que Carlos Fuentes, aunque sí lo leí, no me interesa; que leí un par de obras completas de autores barrocos de las cuales hoy sólo recuerdo una o dos frases; que quise escribir sobre poesía francesa del XVIII y sólo hojee durante un año dos antologías; que no tengo idea de qué tratan muchas novelas famosas; que no he leído El Capital de Marx; que mi ignorancia en literatura inglesa es perfectamente supina; que estudié cuatro años latín y ahora necesito tres horas y dos diccionarios para descifrar, a ciegas, una frase; que ahora prefiero leer lentamente y entender bien, que leer como si tuviera prisa; que hay libros que compré hace ocho años y no los he abierto; y un largo etcétera.
No quiero hacer alarde de mi ignorancia ni tampoco quiero decir que soy ignorante; sucede que los libros son muchos y nosotros finitos, por eso debemos tomar partido por unas obras antes que por otras, las que nos gustan o apasionan. No por lo anterior hemos de caer en la tentación de fingir algo que no tenemos por qué haber leído. Toda verdadera erudición es ignorancia de algo y la estulticia, ignorancia de que se ignora.
Quizás al lector no le importen estas confesiones; quizás el lector ya había notado lo anterior desde hacía mucho tiempo pero no se atrevía a decírmelo; quizá no disfrazo tan bien como creo mi ignorancia con retórica; quizá no sea grave y, como siempre, estoy exagerando; sin embargo, creo que es bueno aceptar que una cosa es saber algo, y otra muy distinta, sentir algo como sabido.