Ritos de Semana Santa
Debemos rendir culto a los asuntos divinos y honor a los asuntos profanos. Somos una especie ceremoniosa y ritual. Ay del ingenuo que crea que es posible dejar de adorar, de creer, de mistificar, de deificar; acaso lo que se puede hacer es transmutar a otro objeto o sujeto el valor simbólico que, racional o irracionalmente, imponemos al mundo.
Dejemos aparte estas ideas de antropología que espetó cierto filósofo trasnochado para dar paso a una entretenida narración.
Un Jueves Santo de hace ocho años, mi abuela me invitó a la misa de las cinco de la tarde. A mi abuela, una mujer menudita de ojos verdes, pelo cano, faldas de lino y medias a la rodilla, broche en el pelo recogido y que hablaba con voz tiernísima, nunca le pude decir que no. «Abuela, soy un descreído», me hubiera gustado decirle, pero ella sólo quería que la acompañara a algo que ella consideraba importante. Y yo no iba a negarme a mí la curiosidad y a ella la oportunidad de mostrarle que la quería.
La misa de Jueves Santo celebra (con todo el peso de la palabra celebración) la Santa Cena, es decir, la última ocasión en que Jesús convive con sus discípulos. Además, es el inicio de la última etapa de su Pasión, es decir, el inicio de su padecimiento. La misa contempla la lectura de los Evangelios, naturalmente, donde se conmemora la institución de la eucaristía: rito en el que se funda el sacrificio y se transmutan pan y vino en cuerpo y sangre. Antaño en el judaísmo, el sacrificio implicaba la muerte de un animal para poder establecer un pacto con la divinidad a través de la sangre. Ahora, el hijo de un carpintero, que es la parte encarnada de un dios ternario, una hipostática persona, es ahora el cordero que se inmola para fundar una nueva alianza, que representa la sangre que fue derramada para nuestra salvación.
Sin embargo, la misa del Jueves Santo privilegia un rito de, quizá, mayor interés. Jesús, en un gesto de humildad, le lavó los pies a sus discípulos. Así teníamos que hacer algunos de los asistentes a la misa. A otros les tocó que les lavaran los pies. A mí, penitente involuntario, me tocó lavarle los pies a cuatro personas. Francamente, asistí al rito sin fe, más como espectador que como creyente. No podía dejar de observar los pies que lavé: el pie de un muchacho de unos catorce años, con las uñas malformadas seguramente por pisotones de vaca; un señor con callosidades probablemente por uso de zapatos que nunca habían sido de su talla; un niño al que apenas le eché agua en los pies se empezó a reír porque estaba fría; un anciano con los pies casi deformes por la artritis y un hedor sofocante.
Como Jesucristo, hay que decirlo, sólo tuvo apóstoles varones, no se le lavó los pies a ninguna mujer en aquella ceremonia. Yo estoy convencido de que me hubiera sido más fácil acompañar ese día a mi abuela si hubiera tenido que lavarle los pies a mujeres. ¡Vaya manera de conocer a alguien! También me di cuenta de que la fascinación o consternación que podía tener para mí el rito era tanto más significativo cuanto yo no estaba habituado a asistir a él. Había algo de decorativo en la presencia de algunos asistentes. El padre, por ejemplo, acostumbrado a lavar los pies, lo hacía con un desdén casi administrativo y con algo de prisa porque debía salir corriendo a celebrar esa misma misa, la tercera del día, a otro pueblo.
En la noche, se conmemoró una actividad religiosa que representaba las dudas que aquejaron a Jesús en el Huerto de Getsemaní, cuando se enfrenta a su naturaleza humana y siente miedo no sólo de la muerte, sino de una muerte violenta y terrible. Lo toman preso, Pedro le corta la oreja a un romano, Judas lo entrega con un beso, Pedro lo niega tres veces, etcétera. El drama litúrgico completo. Al día siguiente, se celebra el Vía Crucis; el Viernes Santo es la ocasión para que cualquier persona participe en la puesta en escena de las Escrituras. Si creemos en cierta escolástica temprana, Jesús representa a todos los hombres. Así que es justo que cualquier hombre pueda representarlo. Asimismo, si tomamos en cuenta el Nuevo Testamento, su sacrificio en el mundo también significaba extender y compartir a todas las personas, a todas, su realidad filial; ese rito representaba la realidad filial de Jesús encarnada en toda la humanidad y sacrificada para toda la humanidad. Creo que por eso resultaba sensato que aquel Cristo, vuelto un hombre verdaderamente flaco y nervioso, con una peluca horrenda, caminando con una sábana entre el polvo y el estiércol, pudiera ser un símbolo válido de esa nueva alianza entre Dios y los hombres.
La pasión de Cristo es una puesta en escena de una obra antiquísima: es una representación mitológica en la que muchos creen. Si sabemos leer, podemos darnos cuenta de que es como si unos niños representaran Hamlet, como si un grupo de alcohólicos o laicos, por ejemplo, de pronto actuaran rústicamente el juicio de Sócrates y al final bebieran la cicuta o una representación de la cicuta, para conmemorar la ocasión histórica de la muerte del filósofo.
Acompañé a mi abuela también al Via Crucis. Tomó su chal negro y se lo echó por encima de la cabeza, como si fuera de luto. Tomada de mi brazo, asistió al espectáculo representativo de la conmemoración de la brutal crucifixión. Cristo era representado por un joven esbelto que probablemente se parecía más a un palestino común que el Jesús que se ha solido representar desde los albores del cristianismo. Ese Jesús escuálido y nervioso, asoleado y sofocado, caminó una parte del pueblo cargando una cruz que ciertamente era una carga; detrás de él unos niños de unos ocho años fingían que lo azotaban, vestidos caricaturescamente de romanos. Llegados a una de las estaciones consabidas de la crucifixión, los niños pasaron a desvestirlo; dejándole tan sólo una sábana que le cubre las pudendas partes. En sus costillas, en su espalda, marcado con lápiz labial, el color rojo representaba los estigmas; heridas abiertas que ni los mejores cuidados podrían restañar. De pronto una borrasca de estiércol hizo que todos los asistentes nos tapáramos el rostro; a nuestro Jesucristo lo iban a crucificar simbólicamente no en un monte, sino al lado de un establo. A mí ese escenario desolador no me provocó animadversión ni desagrado, sino, por el contrario, una mejor oportunidad para imaginar aquel Jerusalén lleno de pastores, de tierras áridas y gente despreciable. El tímido Jesús de Nazaret, caracterizado ahora por un joven labrador, con una expresión adusta, enunció algunos de los mejores parlamentos de Lucas y de Mateo. Su “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” realmente sonó a reproche. Encomendó su espíritu al Padre y así daba final al Via Crucis.
Después de la misa, suele presentarse el sudario de Jesús; aquella vez era en realidad una manta de colar la leche, que se acostumbra usar en la elaboración de queso. El Sábado de Gloria o durante el mismo Viernes Santo, en algunos pueblos de México existe una tradición que es muy valiosa. Los hombres del pueblo elaboran un Judas de paja; lo caracterizan a su entender. En aquel año hicieron un Carlos Salinas de Gortari; le pusieron saco y corbata verde. Judas, como saben, es la figura emblemática del traidor. Luego en alguna parte del pueblo «piden cooperacha» para poder «acabalar» las 30 monedas de plata que el Sanedrín le dio a Judas a cambio de entregar a Jesús, al Hijo del Hombre. Luego, cuando creen que hay suficiente dinero recolectado, lo queman. Queman al Judas a la vista de todos. Celebran el desprecio a la traición. Cuando vi aquel rito por última vez ya habían pasado alrededor de trece años desde que Salinas de Gortari había dejado la presidencia. Sentí por un momento el entusiasmo de que se quedara para siempre, así inmortalizado, en los ritos mexicanos de Semana Santa.