Tierra Adentro

Si alguien me preguntara —y realmente nadie tendría por qué hacerlo— qué poesía prefiero, tal vez le respondería que aquella en la que la vida del poeta parece tan importante como sus versos. Para la historia literaria, de la cual siempre nos es dado conocer una parte ridículamente escasa y fragmentaria, no siempre fue colectiva la experiencia personal del poeta. Al menos en cuanto a la tradición francesa, por hablar de la que mejor conozco, la individualidad de la experiencia del poeta no se hizo notar abiertamente hasta la poesía de Villon.

 Después de la Guerra de los Cien Años, que comenzó a raíz de que Felipe VI invadiera el ducado de Aquitania, la sociedad francesa del tiempo de Villon no era la misma, especialmente en la clase social a la que perteneció, la misma que cultivaba las bellas artes en las cortes durante los siglos anteriores.

François Villon nació en 1431, el año de la muerte de Juana de Arco, cuando París contaba con unos trescientos mil habitantes (la población actual aproximada de Los Mochis, Sinaloa); la Guerra había cumplido cerca de noventa años, marcados por la escasez y las consecuencias de una peste.

Carlos VII trajo, hacia 1436, la vuelta de los franceses al poder y la reapertura o revitalización de algunos de los centros culturales que, si bien nunca se extinguieron, perdieron notoriedad durante ese episodio dramático de la historia de Francia. Por azar, Villon tuvo una educación académica. También acudió al nacimiento del París urbano, lleno de tabernas, talleres y prostíbulos.

En su tiempo, justo a un costado de la Iglesia de Saint-Martin se encontraba montado el cadalso de Mountfaucon, donde se practicaba la desagradable costumbre de no desatar a los colgados y dejarlos suspendidos hasta podrirse. Ésta era, digamos, una imagen común. No sería de extrañar que el propio Villon hubiera asistido, quizá llevado de la mano, a algunas ejecuciones públicas.

Los géneros poéticos habían cambiado desde el tiempo de Rutebeuf. François Villon no escribió para que sus poemas se cantaran, pero se sirvió de algunas formas poéticas musicales, como la “cansó” o la balada. La retórica del pensamiento y de la música debería sustituir a la compañía de los instrumentos.

Es curioso. Carlos de Orleans escribió cientos de poemas sobre su melancolía, pero poco puede encontrarse en ellos de experiencias personales que los caractericen. En Villon su vida es fundamental. Su nombre verdadero era François de Montcorbier y perdió a su padre por la peste; su madre se vio obligada a entregarlo en adopción a un hombre de hábito, Guillaume Villon que, por ser la educación ministerio de religiosos, lo educó. El niño adoptado, años más tarde, le dedicaría un poema y hablaría abiertamente de su relación con él. Villon haría poesía de la experiencia.

Guillaume Villon le enseñó historia, latín, derecho, teología; convirtió a su pupilo en un savant, que por propia inclinación se volvería rebelde: se inscribió en la Universidad de París en la escuela de artes; leyó, se sabe, a Jean de Meung, Rutebeuf, Colin de Muset, Alain Chartier y probablemente a Eustache Deschamps (probablemente el más “vanguardista” de todos los anteriores). Su formación como poeta es particularmente prototípica: parece el perfil natural de un joven literato. A la par de su educación intelectual, Villon, huérfano y dado a la adopción, de una familia de un estrato del pueblo llano, recibe una educación sentimental contrastante. La universidad, para él, se extiende a los lugares de mala muerte. Adopta la costumbre de conversar con las prostitutas; luego, en más de un verso, evocará estas conversaciones y las atmósferas de tugurio.

Llegó a ser Bachiller, con título en artes, y entonces se cambió de nombre, para ser François Villon. Se sabe que en 1453 conoció a la musa de su vida, de nombre Catherine de Vaucelles. A pesar de su éxito social repentino —tenía una licentiam docenti, por ser maestro en artes— el 5 de junio de 1455 el destino aciago le preparaba su ruina: se peleó con el sacerdote Philippe Sermoise y lo hirió de muerte; Villon también fue herido, en los labios. Se vio obligado a darse a la fuga y escribió aquel verso que conmemora la primera huida: “bienvenida, vida de fugas”. Sin embargo, una vez prófugo, hace frente a su nueva condición de forajido uniéndose a “La Coquille”, una fraternidad de ladrones.

Hay cierta estirpe de poetas de la que conviene escapar. Si somos sensatos, con ciertos poetas no habría que robar un banco: algo hay en ellos que, pese a que todo se haya hecho bien, provoca que todo salga mal en el atraco. En 1456 François Villon, ese flaco parisino narizón, volvió a París no para esconderse sino para preparar junto a unos amigos el robo del Collège de Navarre. El 24 de diciembre se vio beneficiado por hurto: robó 500 escudos junto a su camarilla, 120 para él. Sólo por prevenir, pues no es de Dios arriesgar demasiado, decidió huir a Angers. Durante algún tiempo se dedicó a despilfarrar el dinero —no hay ladrón que ahorre—, hasta que se enteró de que uno de sus cómplices lo había delatado y un día, por accidente, la justicia francesa dio con él y fue encarcelado en Meun. Fue torturado; poco tiempo después, porque buena suerte hasta los poetas tienen, Luis XI, de paso por la ciudad, con un gesto altruista, le revocó la sentencia.

Volvió a París, una vez más a casa de su tutor, Guillaume Villon, cual hijo pródigo; una vez más fue acusado de robo, pero, a diferencia de la sentencia de Meun, esta vez sí lo hicieron responsable del robo del Collège de Navarre y lo sentenciaron a pagar 120 escudos. Una vez libre, un buen día con sus amigos de farra, provocó una pelea; golpeó a un sujeto de apellido Ferubac, notario de prestigio; débil, como todos los notarios, murió de los golpes. La ley es dura, pero más para los reincidentes. Jacques de Villiers, con ayuda de la providencia, lo condenó a la horca. En 1463, una vez más, su sentencia fue revocada. La conmutación de la pena lo llevó al destierro; nunca más se volvería a saber de él. Era mejor desaparecer que volver a ser sentenciado. Mejor la desaparición que el indulto.

La experiencia cotidiana del poeta se convierte en una mitología común, elaborada en la retórica y la lírica. Villon habló del hurto, el juego, de las condenas a muerte, de las “mujeres de antaño”; pero también de su tristeza, su desesperanza y su miedo. Reflexiona y condena desde un yo tan enfático que todo lo que acabo de narrar es esencial para comprender su poesía. Se cree que escribió El legado, el 24 de diciembre de 1456, unos días antes o después del robo del Collège. Y se cree que escribió El Testamento cuando recién salió de la cárcel de Meun.

Los registros de Villon son los de la academia y la ciudad; escribe con la tradición y con el argot; escribe con la crápula y con la nostalgia cultural que aprendió en la Universidad; utiliza la expresión “mon cul” al mismo tiempo que pide el indulto de la “Madre de Dios”. Mezcla los escenarios, la canción, la jerga y el lirismo cortés de los trovadores. Escribe con el motivo heredado pero con la constelación de aventuras que sólo le ocurrieron a él.

La primera edición de sus textos no fue muy tardía, es de 1489, en manos de Pierre Levet; Clément Marot publica la primera edición completa de sus poemas en 1533; Clément Marot, poeta él mismo, se apropia de la influencia que Villon tendría ya en el siglo XVI. Así se inaugura una tradición, digamos, “primesautière”, como dice Paul Zumthor; es decir, la tradición viva, espontánea, de la poesía, en la que el motivo poético es más inmediato y depende en mayor medida de las experiencias, no fijadas previamente, de la vida del autor. ¿Por qué conocemos la vida infortunada de un ladrón francés que casualmente escribía versos? Curiosamente, dejó un testamento: “Aquí termina el Testamento del pobre Villon”: la posibilidad poética de enunciar la individualidad de la experiencia. “Hermanos humanos, no sean severos con nosotros, los ahorcados”.[1]

 


[1]Todos los datos salieron de estos libros: François Villon, Poésies, prefacio de Tristan Tzara, París, Gallimard, 1973; Jean Favier, François Villon, París, Fayard, 1982; Marcel Schwob, “François Villon” en Œuvres, París, Les Belles Lettres, 2002 ; Paul Valèry, « Villon et Verlaine », en Œuvres, París, La Pléiade, 1987.