Dos formas de lo político en la poesía reciente
¿Te has fijado que ya todos los poetas mexicanos
tienen su poemita sobre la violencia?
Luis Felipe Fabre
La poesía es un modo de estar en el mundo; la literatura, quiero decir, es una forma de conocer y dialogar con lo que somos en el mundo. Está cruzada siempre —a pesar de que lo veamos o no— por ideología, historia, deseo y relaciones; la poesía es también una forma de conocimiento y, en tanto lenguaje, es parte de una red de relaciones entre individuos, comunidades y masas. El lenguaje es una forma de entrar a la realidad o de moldearla, de cuestionar las estructuras de dominación o de confirmarlas.
El lenguaje, como toda experiencia humana, tiene múltiples posibilidades de existencia, ya sea política, económica, estética. Aunque habrá momentos en los que una experiencia se pueda discernir desde un flanco más que desde otro, los otros permanecen siempre a la espera de ser vistos, de volverse relevantes. Estos flancos, además, son relacionales, es decir, no suceden de un modo único sino que entre sí se tensan y se comunican.
La doctrina neoliberal le ha dado una forma tal a la vida humana que generalmente sucede mediante experiencias estéticas que ocultan el sustrato político y el económico, los naturalizan para hacerlos pasar por irreprochables o inamovibles. El estado natural de las cosas sucede en nuestros días mediante la vía de la percepción y el gozo codificados por los productores de signos (cineastas, escritores, publicistas, programadores); al mismo tiempo, una posible vía de desnaturalizar las percepciones sobre la realidad que se articulan entre estética, política y economía es el cuestionamiento de esos códigos por sus productores.
El lenguaje es un campo de tensiones, la disputa por la representación se entabla desde la experiencia estética pero con la política y la economía como horizontes permanentes. Nadie escribe fuera de la órbita de las relaciones de poder, si acaso, las muestra para pretender construir un espacio renovado.
En la poesía mexicana de los últimos años, la violencia, como una articulación de las desigualdades políticas (de acción) y económicas (de posesión), ha sido tema y motivo recurrente, está presente como un fragmento de lo exterior al poema que lo concentra. La violencia está en el corazón de un retorno de lo político y lo social como adjetivo de la poesía, no porque sea el único tema, sino porque fue el factor externo que agitó las tensiones entre estética y política; esto no significa que la poesía política hubiera sido desterrada de la práctica poética, sino que se encontraba al margen de las valoraciones generales.[1] Este retorno a lo político ha sucedido en dos momentos, no necesariamente definidos temporalmente ni mucho menos sucesivos, pero sí relativamente identificables.
El primer momento corresponde a la relación metarreferencial entre la violencia y la poesía: se nombra la violencia, sus contextos y sus consecuencias al mismo tiempo que se pone en duda el modo de representarla o la función del lenguaje frente a ella. Uno de los primeros libros que se sitúa dentro de este momento es Morir mejor (Mantarraya–Aldus, 2010) de Feli Dávalos. Con una prosodia de herencia deniciana, los poemas de Dávalos destacaban en una diana de ignominia las políticas de la transición política mediante un lenguaje lúdico y fluido en su sintaxis:
Lastima el ritmo, sencillamente, la inercia de este
tumor de arterias moradas en monografía juarista
porque tampoco puede el ejército de cargos públicos
fugarse del hoyo negro tan cómodo y bellaco –ni querrían–
desde el cual se automedican una educación sonámbula
sin cuatro estaciones que religuen a lo de antes,
con nuestra verdad de cheque en blanco o rebotado,
nuestro terror de frailes desaforados pederastas;
que no se seca el río de sangre humana y coreográfica,
remedo a cuentagotas de esta geografía de traumas
con la justicia de héroe épico caduca –Pepe el Toro
es nuestro Ulises y aún se retuerce
en el Panteón Jardín, que denunciar no sirve.
Uno de los poemas que históricamente ha resultado más relevante dentro de este momento es “Los muertos” de María Rivera; el poema fue leído por su autora en una de la marchas convocadas por Javier Sicilia tras el asesinato de su hijo, el poema tuvo entonces no sólo un valor político sino que éste sirvió para un ejercicio de reconocimiento social colectivo, al menos para ciertas élites de la Ciudad de México.
Allá vienen
los que duermen en edificios
de tumbas clandestinas:
vienen con los ojos vendados,
atadas las manos,
baleados entre las sienes.
Allí vienen los que se perdieron por Tamaulipas,
cuñados, yernos, vecinos,
la mujer que violaron entre todos antes de matarla,
el hombre que intentó evitarlo y recibió un balazo,
la que también violaron, escapó y lo contó viene
caminando por Broadway,
se consuela con el llanto de las ambulancias,
las puertas de los hospitales,
la luz brillando en el agua del Hudson.
Ambos poemas, aunque con tonos notablemente distintos, reinsertan lo político como una posibilidad de la experiencia estética en lo que Jacques Rancière ha llamado la “distribución de lo sensible”. Desde entonces, una gran cantidad de poemas se han escrito con respecto a la violencia contemporánea; no todos, sin embargo, han podido mantener la tensión entre experiencia estética y política; las más veces, de hecho resultan ser poemas que tematizan la violencia con un tono melodramático o personalista. Un problema notable con respecto a esta forma de la poesía comprometida —por usar un término de uso corriente— es que debido a la configuración del campo literario mexicano se vio prontamente asimilada a la economía de prestigio literario: en 2012 Jorge Humberto Chávez ganó el premio Aguascalientes de poesía con Te diría que fuéramos al río Bravo a llorar pero debes saber que ya no hay río ni llanto, cuya primera parte consiste en una serie bien lograda de poemas sobre el contexto de violencia en la frontera norte, acompañada de otros poemas más esteticistas y metaliterarios.[2]
El segundo momento del retorno de lo político a las estéticas hegemónicas de la poesía mexicana tiene un carácter igualmente reflexivo y metaliterario, pero su referente es otro; este segundo momento surge como una crítica explícita al primero, por lo que no habla de la violencia sino de sus usos en los contextos de sociabilidad literaria. Un ejemplo de este momento, además del epígrafe de Fabre usado en este ensayo, es el poema “(Tres tristes tigres etcétera)” de Hernán Bravo Varela, una dura crítica al comportamiento de dos figuras de la poesía mexicana, a saber, Efraín Bartolomé y Javier Sicilia; dice el fragmento dedicado al segundo:
Un hombre al que, por fin, ya le han hecho justicia
—cuando menos en fotos.
Un cruzado
que besa en la mejilla a sus traidores
para cobrar sus treinta páginas de revista
y el retrato a color
en la portada.
Un hombre
que pierde piso pero gana adeptos,
que gana el cielo y pierde sus favores.
Ese hombre incansable
es figura del año en este número
que acaba de salir esta semana.
Hay que comprarlo antes de que se agote.
La crítica, aunque precisa, no pasa por el filtro de lo personal en el poema, lo que se pone en tela de juicio es una ética de la personalidad mediante los recursos del poema y el ethos contenido en éstos. La tercera parte de ese poema (el tercer triste tigre, se entiende) es el juicio del autor sobre sí mismo, con ello logra hacer a un lado el privilegio del yo lírico en la tradición de la poesía mexicana.
Otro ejemplo de este segundo momento del retorno de lo político es la serie “Notas desde un festival de poesía para mi amigo del perro cojo” de Tedi López Mills, incluida en su libro Amigo del perro cojo; este poema tiene como blanco a la generalidad del campo poético, sus lugares comunes y su comodidad en las certezas. Sin embargo, quiero señalar el que creo que es el momento más claro del segundo momento de repolitización de la enunciación poética, “El poema de mi amiga” de Luis Felipe Fabre, incluido en su libro Poemas de terror y de misterio es la duda sobre la legitimidad de la enunciación poética no en su forma heterogénea sino en el ethos que la sostiene; la dura pero sutil ironía del poema permite poner en boca de la poeta reclamante, la amiga, un espacio de privilegio que no se asume como tal y que por lo tanto se vuelve en contra de la propia denuncia:
Me pregunta: ¿Qué a ti
no te importa lo que pasa en este país? ¿No
te duelen los muertos?,
¿los miles de muertos? ¿Las mujeres
violadas? ¿Los migrantes
masacrados? ¿Los secuestrados? ¿Los desaparecidos,
los acallados, los silenciados por la violencia,
por los criminales, por el gobierno, por los militares,
por los medios? Todos
a los que yo doy voz
en mi poema, ¿no te importan?, me pregunta,
me cuestiona, me recrimina, me reclama.
La disputa por los espacios de la representación en el primer momento es sustituido por la disputa por los usos de ese espacio; el campo de batalla, por así llamarlo, es el poema en el que se ponen en crisis los modos y usos de la representación. Ambos momentos son parte del mismo retorno a lo político porque ninguno de los dos pretende retornar al esteticismo autotélico, pero tampoco pretende instaurar un régimen de significación exclusivo.
En un sentido amplio, el retorno de lo político a la poesía mexicana implica una doble crisis, por un lado de los modelos de representación tradicionales: no basta con nombrar la violencia y la injusticia, hace falta crear otros espacios posibles de existencia con el lenguaje; por otro lado, de la sociabilidad y el ethos del poeta como trabajador de signos: no basta con cambiar el modo de producción de sensibilidad, hay que cuestionar el espacio de enunciación del autor contemporáneo.
Entre ambos, hay una cantidad estimable de propuestas y perspectivas sobre los usos referenciales y reflexivos de lo poético, entre ambos, también, se abren caminos hacia una construcción de un espacio de sensibilidad distinto. En el caso de los poemas que cité, la subjetivación permanece enfocada en el individuo o los individuos, en la siguiente entrega de esta columna, exploraré otras posibilidades de subjetivación de la poesía reciente.