Tierra Adentro

Pensar México en fotografías como un ejercicio de reflexión, nos lleva a evocar imágenes en las que aparecen paisajes que tienen como fondo el volcán Popocatépetl, como si se tratara de una reproducción impresa en una tarjeta postal. Al mismo tiempo llegan a la mente imágenes del México precolombino que vio emerger la raíz indígena; se hacen presentes las figuras de mujeres de cabello trenzado y escenas en blanco y negro de diversos grupos étnicos. Si tuviéramos que describir nuestro país en fotografías lo más seguro es que lo haríamos con aquellas que evocan lo prehispánico, lo indígena, el paisaje, el folclor, aquellas imágenes que hacen referencia a la multiculturalidad de la que formamos parte. En otras palabras, haríamos referencia a imágenes costumbristas del México tradicional que constantemente rechazamos al interior del país, pero que ensalzamos cada vez que estamos fuera de casa. México aparece en nuestro propio imaginario como la tierra de las pirámides, del maguey, del tequila, de la china poblana y del día de muertos.

El año pasado Tierra Adentro publicó un texto de la traductora francesa Monique Fong, que lleva por título “Entre Octavio Paz y Marcel Duchamp”, en el que la escritora narra su acercamiento al autor de Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, ya que se conocieron en 1949 en París por medio de Benjamin Péret y de André Breton. Monique Fong comenta su primer encuentro con Paz y la forma en la que ella lo descifró desde su concepción de lo mexicano. “Había descubierto México en el cine de Eisentein y me había arrobado con ese país de encantamientos mostrado de manera sorprendente. Todo, las calaveras de azúcar, los volcanes negros bajo un cielo también de azúcar, los conmovedores rostros de los peones, una impresión de sagrado, los magueyes, la arquitectura, la muerte siempre presente. Más tarde […] había leído The ancient Maya, y descubierto después una lengua mágica, tan alejada de la nuestra […], imágenes cargadas, infinitamente reversibles. Había escrito dos o tres poemas sobre ese México imaginario.”[1] Sin duda, las imágenes de México que muestra Eisenstein en la película ¡Que viva México! (1932) exhiben la forma en la que el extranjero define al país y lo mexicano, así como la manera exótica en la que desde el siglo XIX el europeo concibió al americano, o como lo diría José Antonio Rodríguez, la manera en la que una cultura miró a otra.[2]

La construcción de arquetipos nacionales aparece, generalmente, desde la mirada del extranjero (desde los tipos populares de Francois Aubert, hasta las imágenes de Hugo Brehme, Tina Modotti y Edward Weston, por mencionar algunos). Eisenstein no es la excepción, y con ayuda de los fotógrafos Eduard Tissé y Gabriel Figueroa, realizó esta película en la que muestra un México exótico, naturalizado e indigenista, imágenes con las cuales se construye el ideario de lo mexicano. En el prólogo de la película se evoca el México prehispánico a través de las pirámides, al mismo tiempo que se deja ver a algunos hombres que posan junto a la arquitectura prehispánica que nos acerca a un tiempo pasado. Una voz enuncia en italiano una máxima de cómo ha de ser entendido México. “Piedra, divinidad, hombres. Los habitantes del país de las pirámides enormes […] todavía conservan el carácter y el aspecto de sus antepasados. Las figuras de piedra son las imágenes de los antepasados de los mexicanos.”

Sin embargo, es hasta las décadas posteriores a la Revolución mexicana que se da inicio al proyecto de construcción nacional. Ello se ve explícitamente en la política educativa de Vasconcelos a partir de 1920, en la que brinda un fomento cultural e histórico de la nueva nación a través de la pintura de los muralistas Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y Clemente Orozco. Fue el círculo intelectual y artístico de la época el encargado de explorar y redefinir México. En este contexto la fotografía cobra un nuevo sentido para la redefinición de la identidad cultural de nuestro país. Ocurre un traslapo de corrientes fotográficas en esta misma década. Por un lado el fotógrafo alemán Hugo Brehme se caracterizó por hacer fotografía de tipo costumbrista que ofreció a un público extranjero a través de tarjetas postales. Se trata de fotografías que se inscriben dentro de la corriente pictorialista, que recurría a paisaje, a la escena bucólica,[3] en la que el pintoresquismo brindaba posibilidades para definir al “otro” a través de la naturaleza. Por otra parte, aparece una nueva corriente moderna que busca  ser mucho más activa que el pictorialismo, en el que los encuadres abstraen cada vez más las escenas de lo mexicano y los ángulos dramáticos muestran al indígena y al campesino como nuevo actor social producto de la Revolución mexicana. Tina Modotti y Edward Weston aparecen en la escena y redefinen lo mexicano sin dejar de lado el elemento humano, al indígena, al campesino, inmersos todos ellos en un México moderno. Se trata ya de una fotografía con compromiso social que igualmente sigue dotando de identidad al mexicano del siglo XX.

Durante el siglo XX, la fotografía artística continuará explorando México como territorio y al mexicano como actor social nacido después de la Revolución. Vemos entonces cómo nace un Álvarez Bravo de la corriente Westoniana, para luego dar paso a la fotografía de Mariana Yampolsky y de Graciela Iturbide, que nos permitirán construir y reconstruir la identidad del mexicano.

Hablando del trabajo de Eisenstein, Carlos Monsiváis mencionó que el objetivo principal del cineasta está en “[…]vindicar a un pueblo oprimido, recordándoles sus enormes atributos, la belleza incomparable de sus rostros, cuerpos, vestidos, tradiciones […]”.[4] No es extraño que la imagen que tenemos de nosotros como mexicanos y de nuestra nación esté constantemente vinculada a nuestro pasado prehispánico, a la visión costumbrista de un México de hermosos paisajes y a la evocación de la sangre indígena que corre por nuestras venas, y de la que comúnmente renegamos. Las tradiciones, la riqueza natural de un país tan vasto como México, la cultura de un pasado azteca, los elementos prehispánicos y lo indígena forman parte del imaginario colectivo del mexicano contemporáneo. En este contexto no es raro que siga existiendo una visión exótica y un tanto pintoresquista en el trabajo de algunos fotógrafos extranjeros. Y como ejemplo actual de ello está la serie Vecinos mexicanos del londinense Russell Monk. Será cuestión de observar cómo se ha ido reconstruyendo la identidad mexicana, cómo se hace uso de la fotografía como medio de resignificación de lo cultural y de lo nacional en nuestros tiempos, y preguntarnos si lo que seguimos mirando en la fotografía de tinte nacionalista es aquello que Monique Fong aprendió de México a través de las películas de Eisenstein o aquello que los fotógrafos del pasado capturaron desde hace dos siglos.



[1] Monique Fong, “Entre Octavio Paz y Marcel Duchamp”, Tierra Adentro núm., 189-190, pág. 71.

[2] José Antonio Rodríguez, “Hugo Brehme, la construcción de una imaginario nacionalista”, pág. 30.

[3] Ibid., pág. 40.

[4] Carlos Monsivais, Maravillas que son sombras que fueron. La fotografía en México, pág. 24.