Tierra Adentro
Retrato de Jorge Luis Borges, de Annemarie Heinrich, 1967. Dominio público.

El arte debe ser como ese espejo

Que nos refleja nuestra propia cara

J.L.B.

 

En un futuro la sociedad entera estará regida por un sofisticado computador que si bien no será más grande que un refrigerador de dos por uno, sí tendrá una inteligencia sin límites: conocerá a los individuos mejor que ellos mismos desde su nacimiento (sus gustos, sus miedos, sus zonas de confort); sabrá por anticipado las incontables posibilidades de los acontecimientos que habitan el universo (lo que es, lo que será, lo que fue, lo que pudo ser); de los movimientos del insecto más diminuto hasta las decisiones de los gobernantes más poderosos, que en realidad no serán más que engranajes de su gigantesco juego de marionetas, pequeñas series en su colección infinita de sucesos.

A través de un impulso energético regido por el principio del mesmerismo, esta máquina aturdirá a los seres humanos para que se conduzcan con sumisión en un mundo sin pasado ni futuro por fuera de ella; la gente vivirá en un presente inmediato, carente del más sutil atisbo de consciencia, como animales desmemoriados. El único medidor del Tiempo lo tendrá la máquina, a la cual estarán conectados los seres, despojados de cualquier tipo de libertad. Si alguien pudiera penetrar en su fuero interno, escucharía este vertiginoso devaneo metafísico, una y otra vez, en un bucle incesante e hipnótico:

El tiempo es la sustancia de que estoy hecho.

El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río;

es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre;

es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego.

El mundo, desgraciadamente, es real;

yo, desgraciadamente, soy la Máquina.1

 

***

Con frecuencia oímos que la literatura de Jorge Luis Borges (1899-1986) es una construcción monumental erigida a base de digresiones, falacias geniales y notas al pie de página. Que leer uno de sus libros equivale a conocer toda su obra, pues sus intereses son alegóricos y se repiten con pocos cambios significativos. Nos dicen también que en el vórtice de aquellos castillos de arena, textos que rara vez superan las diez páginas, abundan los espejos, los laberintos y los falsos indicios.

A menudo se olvida que detrás de toda la parafernalia y la truculenta erudición, sus poemas, cuentos y ensayos trazan el retrato de un hombre que llora en silencio: un ciego triste pero bien vestido, sentado en una poltrona o en el banquito de un frondoso parque público, con un macizo bastón en la mano, un rostro que desde joven parecía idóneo para las arrugas sabias, un párpado caído que le da un inquietante dejo de monstruosidad2 pero que se diluye en su gran sonrisa de niño tonto.

Solo un genio precoz que leía y escribía a los cuatro años, memorizaba sonetos a los ocho y traducía El príncipe Feliz de Oscar Wilde a los diez, solo un obsesivo bibliotecario que osciló entre la neurosis y el autismo literario habría podido concebir tan sublime esperpento de letras, digno del místico y arcano minotauro, uno de sus símbolos definitivos. “Casi no importa una ‘vida’ de Borges por fuera de las historias de encuentros con los libros”3, opinaría Beatriz Sarlo.

Quizás la admiración que despierta su figura, así como sus acciones más reprochables (aquella  oscura simpatía por Augusto Pinochet, consumada en su encuentro de 1976 para recibir el doctorado Honoris Causa en Chile, que probablemente lo excluyó del premio Nobel), residen en un reconocimiento político4. Borges fue el primer argentino/latinoamericano visto a los ojos del establishment literario como un autor universal y el creador de un nuevo tipo de ficción, acaso pariente del realismo mágico.

Además de una referencia obligada para cualquier aprendiz de escritor, su obra inspiró a artistas y pensadores canónicos como Michel Foucault (en el prólogo de Las Palabras y las cosas [1966] confiesa cómo lo inspiró El idioma analítico de John Wilkins [1952] para concebir su crítica del humanismo y del conocimiento antropológico), Umberto Eco (en un reconocido homenaje, el villano de El nombre de la rosa [1980] es un excéntrico bibliotecario ciego de nombre Jorge Burgos) o Jean-Luc Godard (en el clímax de Alphaville [1965] se leen fragmentos de Nueva Refutación del tiempo, falseadas en el exordio de este texto).

 

Más allá de la literatura fantástica

A muchos escritores irrelevantes les han endilgado el atributo de ser la encarnación de Latinoamérica a lo largo y ancho del planeta. ¿Qué tiene, pues, Borges de especial? Pocos como él han inventado y constituido una nueva forma de escribir, un género que siga vigente desde los años cuarenta.

Las nomenclaturas suelen ser engañosas, pero es difícil sustraerse a su poder a la hora de explicar algo. Especialmente hablando de una escritura que se complacía en inventar falsas taxonomías para poner en tela de juicio el lenguaje y desmantelar su condición de clasificación arbitraria en una realidad heterogénea. Mal llamada “fantástica”, la obra borgeana rebasa la imaginería de fantasmas, vampiros, seres míticos o personajes de ciencia ficción que recorriera los libros populares del siglo XIX, parte del XX y que eran sus favoritos —Huysmans, Kipling, Stevenson, Chesterton, Poe, etc. De hecho, en general sus escritos carecen de elementos sobrenaturales o mágicos. Si hubiera que catalogarla, lo más pertinente sería hablar de “ficción especulativa o literatura conceptual”, términos que acuña Ricardo Piglia5 con mucho tino.

Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar. El espejo inquietaba el fondo de un corredor en una quinta de la calle Gaona, en Ramos Mejía;  la enciclopedia falazmente se llama The Anglo-American Cyclopaedía (New York, 1917) y es una reimpresión literal, pero también morosa, de la Encyclopaedia Britannica de 1902.6

Al releer el comienzo de Tlön, Uqbar, Tertius, ficción publicada en 1940 en Sur uno también se pregunta qué habrá pensado un desprevenido lector de la época al abrir las páginas de la revista y encontrarse con semejante galimatías. Habría faltado uno muy avezado para anticipar que allí se anteponen ya las obsesiones de Borges, que son, en resumen, las condiciones de posibilidad del texto. ¿Quién lo escribió? ¿Bajo qué circunstancias históricas? ¿Basado en qué obras? ¿Qué impacto quería y qué impacto alcanzó? ¿Cómo la urdimbre ficticia puede golpear nuestra realidad? Más que el contenido, los protagonistas de sus ficciones son los hechos periféricos, sucedáneos que acompañan, conforman la silueta y derivan del texto. Quizás debido a eso sus obras deben ser, casi por obligación, cortas y concisas, microscópicas pero de una densidad incuestionable. De otra forma el lector no podría soportar el uso desmesurado de las derivas, las elucubraciones engañosas y el culteranismo de las citas reales e imaginarias.

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El viejo tenía sus cosas; le gustaba mentir, no para engañar, sino para divertir a la gente. Ahora que no tenemos nada que hacer, le voy a contar lo que de veras ocurrió aquella noche, dice Rosendo Juárez, uno de sus personajes emblemáticos. No es de extrañar que los narradores en Borges sean poco fiables, erráticos o decididamente mentirosos; menos que contar hechos reales les interesa explorar los límites de la fe y la verosimilitud. Tampoco sorprende que sus historias remitan a remotos o inexistentes manuscritos que meten al lector en el centro de una maraña de ficción-sobre-ficción, como sucede en el exordio de “Acercamiento a Almotásim”: Philip Guedalla escribe que la novela The approach to Al-Mu’tasim del abogado Mir Bahadur Alí, de Bombay, «es una combinación algo incómoda (a rather uncomfortable combination) de esos poemas alegóricos del Islam que raras veces dejan de interesar a su traductor y de aquellas novelas policiales que inevitablemente superan a John H. Watson y perfeccionan el horror de la vida humana en las pensiones más irreprochables de Brighton».

Pero esos laberintos de palabras anticipan algo más importante: inmersa en la abigarrada imaginería de los símbolos, la consciencia humana puede revelarse incapaz de distinguir entre realidad y ficción. Dicho de otra forma, lo simbólico puede ser más real que lo real, hecho que podemos corroborar en una era de realidades virtuales y de fake news, especialmente cuando una serie de rumores digitales tienen el poder de determinar el destino político de un país, la quiebra financiera de una sólida compañía, o el envenenamiento de una comunidad que creyó en las propiedades curativas de un menjurje a base de desinfectante.

Sin embargo no era sólo esto lo que le importaba a Borges, sino los umbrales mentales que abre el fenómeno literario: el sueño como una realidad más real que la vigilia, la ficción simbólica como una fuente de certezas más relevante que el informe científico o el periodismo, la memoria fidedigna del pasado como imposibilidad de vivir el presente, lo marginal como un factor más determinante de la historia que cualquier versión oficial, el plagio como atributo indispensable de la creación. Esas fisuras, ese cronotopo del umbral —limbo donde se funden la vida y la muerte— son el fundamento de su arte poética. Entre lo falseable y lo posible, su literatura echa mano de sucesos históricos que no se pueden comprobar, que rebasan las categorías de verdad y falsedad, pues le interesa menos la certidumbre que la contingencia.

 

Las siluetas del arte textual

En Palimsestos (1982) Gérard Genette explora cinco puntos neurálgicos de lo textual: la hipertextualidad (un texto que claramente es la fuente de otro, como la Odisea y la Eneida), la intertextualidad (el influjo, por pequeño que sea, de cualquier texto en otro, que en casos como la citación o el plagio es evidente), la metatextualidad (la relación de comentario cuyo ejemplo más claro es la crítica literaria, que comenta en lenguaje tipográfico, o sea con letras, a la literatura), la paratextualidad (todo aquello que enmarca, da formato y permite el acceso a la obra, como las notas al pie, el prólogo o el epígrafe) y la architextualidad (el vínculo entre géneros literarios y obras que los encarnan). Años antes de que aparecieran en la teoría crítica, estas nociones habían sido puestas en escena en la obra borgeana. Resulta casi imposible leer siquiera una de sus páginas sin encontrarse con una reflexión de alguna vertiente.

El caso paradigmático lo constituye sin duda Pierre Menard, autor del Quijote (1941), donde se narra con asombro cómo un sujeto “decimonónico del siglo XX” reescribió palabra por palabra el Quijote de Cervantes tres siglos más tarde, aumentando exponencialmente su valor por el contexto de la crítica y recepción literaria. El escritor uruguayo Ángel Rama se refiere contundentemente a la prerrogativa borgeana: “crea su obra en las márgenes de libros ajenos y en su necesidad de un texto que comentar llega a inventar autores y libros para poder divulgar sus observaciones”7.

El germen de esta pasión por los accesorios del texto trasluce desde su temprana colaboración con Bioy Casares. Por más patafísico que parezca el hecho, su primer texto alalimón fue un folleto publicitario que elogiaba las maravillas nutricionales del yogur. Hacia 1936 le ofrecieron una generosa suma por escribir algunas páginas y le dieron una bibliografía que hoy consideraríamos ciencia ficción y que ellos se encargaron de agrandar, exagerar y encauzar hacia lo literario: “Me facilitaron una bibliografía donde se aseguraba que esa cuajada respondía a la tradición búlgara y que su consumo prolongaba la vida de la gente. Así, se citaban casos de búlgaros que por comer yogur habían vivido más de 150 años”, aseguraba Bioy Casares.8

Y es que Borges, a diferencia de muchos autores de su época, fue un prolífico escritor de colaboraciones. Sus amigos fueron un receptáculo adecuado para exponer sus gustos más eclécticos. Con María Esther Vásquez publicó Literaturas germánicas medievales (1951), un fascinante recorrido por la tradición del Beowulf y las Eddas de Islandia; con Alicia Jurado escribió Qué es el budismo (1975), un ensayo de largo aliento sobre la historia de Buda y los conceptos esenciales de la religión (Karma, Nirvana, transmigración, dogma, etc.); con Adolfo Bioy Casares colaboró, entre otros, en Crónicas (1967) y Nuevos cuentos de Bustos Domecq (1977) , con Sábato tuvo unas fascinantes conversaciones recogidas en Diálogos Borges-Sábato (1977).

El porteño tuvo desde siempre una noción colaborativa, grupal de la cultura como una labor conjunta, cercana a la etimología de la palabra: en latín Colere se refiere a cultivar y a los cultivos, interconectados entre sí, arraigados a una tierra donde se esconden las antiguas raíces de las ideas e imágenes que entendemos como saber humano. “Que otros se jacten de los libros que han escrito, yo me jacto de los que he leído”, declaró alguna vez.

Sin embargo, además de su noción constructivista de lo literario, Borges tenía también una afición especial por los autores y las obras marginales, poco conocidas, revestidas de un hálito de sombra (quizás porque las sabía el caldo de cultivo perfecto para la ficción, la desfiguración y la fragmentación).

 

Borges en las orillas

En Borges, un escritor en las orillas (1993) Beatriz Sarlo explica cómo pese a su universalidad, no se puede desconocer la relación borgeana con lo argentino (con el Martin Fierro, con la lírica del tango, con Sarmiento, Lugones o Macedonio Fernández) sin limitar terriblemente su obra. Aunque pasó varios años de su adolescencia en Europa y estuvo fascinado por la Cábala y Las mil y una noches, Borges escribió desde Buenos Aires, con los recursos bibliográficos, materiales y las limitaciones de ese universo urbano.

Borges escribió en un encuentro de caminos. Su obra no es tersa ni se instala del todo en ninguna parte: ni en el criollismo vanguardista de sus primeros libros, ni en la erudición heteróclita de sus cuentos, falsos cuentos, ensayos y falsos ensayos, a partir de los años cuarenta. (…) Borges desestabiliza las grandes tradiciones occidentales y las que conoció de Oriente, cruzándolas (en el sentido en que se cruzan los caminos, pero también en el sentido en que se mezclan las razas) en el espacio rioplatense.9

La zona incierta donde Borges sitúa su literatura adquiere muchos nombres pero siempre es ambigua; su paisaje es difuso y endeble como la pampa y el río de la Plata. Dicho de otra forma, es un espacio que se niega cada tanto, que sin cesar intenta deslindarse de la solidez de lo espacial. En consecuencia sus héroes son dudosos (los primeros en la historia literaria en esgrimir la cobardía casi con orgullo), rasgo que encuentra su semilla y su hipérbole en La Historia universal de la infamia (1954), una antología que reúne infames de talla dictatorial como Billy, the kid, a quien luego encontraremos replicado en versiones deformadas como Benjamín Otálora o Juan Dalhmann —en los cuentos El Muerto y El sur, respectivamente.

De todos los defectos de sus personajes, sin duda el preferido del argentino es la usurpación, que consiste en arrogarse la propiedad, la posición o la labor de otro como si fueran propios. Al analizar de cerca las traducciones borgeanas del inglés, francés, alemán e incluso del japonés, Norman Thomas di Guiovanny desmantela en Las lecciones del maestro la tendencia del escritor a falsear, exagerar o incluso fabular cualquier detalle en las obras que traduce. “Creía que la traducción no debe sonar como una traducción sino que debe leerse como algo escrito directamente en la lengua a la cual se traduce”10, por tanto sus traducciones son otros libros, son nuevos textos, distintos del que se pretendía traducir en primer lugar. De hecho podrían incluso formar parte de sus obras completas, sobre todo si tenemos en cuenta que añadió enumeraciones caóticas y detalles abigarrados, inexistentes en la versión original.

La geografía de lo indefinido está dada en Borges desde su genealogía, que él arropa con cierto romanticismo: la familia de sus padres tiene un origen extranjero (Español, Portugués, Inglés) con una doble tradición, militar y literaria —tiene abuelos y bisabuelos que fueron caudillos de segunda importancia, poetas y cuentistas con una o dos publicaciones a lo sumo— y que él afirma decisivos en la formación de su criterio político y literario.

 

Las cosas y su sentido: la parábola del símbolo

Según su etimología la palabra símbolo viene de symbolon, que en griego significa “signo y contraseña” pero también alude al discóbolo, el disco que arrojaban los atletas en la antigüedad para distinguirse en competencia, como lo muestra la escultura de Mirón, fechada aproximadamente en 450 A.C. En La actualidad de lo bello (1977), Hans-Georg Gadamer recuerda una vieja historia en que el símbolo aparece como un disco y una suerte de “salvoconducto” que otorga a su portador un atributo especial:

El anfitrión le regalaba a su huésped la llamada tessera hospitalis, rompía una tablilla circular en dos, conservando una mitad para sí y regalándole la otra al huésped para que, si al cabo de treinta o cincuenta años volvía a la casa un descendiente de ese huésped, pudieran reconocerse mutuamente juntando los dos pedazos. Una especie de pasaporte en la época antigua; tal es el sentido técnico originario de símbolo. Algo con lo cual se reconoce a un antiguo conocido.11

No sorprende entonces el verso de Borges, escrito dos años antes, en El libro de arena: “Las palabras son símbolos que postulan una memoria compartida”. En consecuencia lo que codifica un símbolo y lo establece en el acervo colectivo de las sociedades consiste en imbuir un objeto o un ser con recuerdos, ideas o tiempo. Así lo manifiesta en uno de sus sonetos favoritos, donde la luna aparece como portadora del pesar humano transmitido de generación en generación, y le da más peso a su conjuro poético:

La luna de las noches no es la luna

que vio el primer Adán. Los largos siglos

de la vigilia humana la han colmado

de antiguo llanto. Mírala. Es tu espejo.12

Su ceguera, a los cincuenta y cinco años, parece una ironía mordaz —que Beethoven se quede sordo y Borges pierda la vista son acaso las simetrías más trágicas del arte en los últimos tiempos— pero este penoso incidente, con frecuencia romantizado, estuvo lejos de traer sapiencia o calidad a su escritura. “El Borges del que hablamos o al que leemos es, sobre todo, aquél que publicó entre 1935 y 1950” insiste Piglia.

De cualquier forma, es inevitable pensar que Borges logró lo que quería: se fundió con el culto de su veneración; a fuerza de cuentos, versos y ficciones esculpió en palabras un símbolo en torno a su persona, se volvió un castillo de arena, efímero y a la vez omnipresente.

  1. Borges, Jorge Luis, Nueva refutación del tiempo en Otras inquisiciones, Buenos Aires, 1952. Disponible en línea en: https://elcinesigno.files.wordpress.com/2011/07/nueva-refutacion-del-tiempo.pdf
  2. La fotografía que le hiciera en 1975 el fotógrafo estadounidense Richard Avedon pone en escena esa visión de la monstruosidad disfrazada en la figura del hombre de letras.
  3. SARLO, Beatriz, Un escritor en las orillas, Borges: un escritor en las orillas, Ariel, Buenos Aires, 1995, p. 5. Disponible en línea en: http://lproweb.procempa.com.br/pmpa/prefpoa/festinverno/usu_doc/6761331-sarlo-beatriz-borges-un-escritor-en-las-orillas.pdf
  4. Así despacha el poeta Juan Gelman la faceta política de Borges: “Es conocido el despiste y aun horror de las opiniones políticas de Borges. Elogió a Videla después de memorable almuerzo, se dejó condecorar por Pinochet, opinó en la España posfranquista que todo era mejor con Franco, decidió que a James Carter había que propinarle un golpe de Estado”. En Lafforgue, Martín, compilador, AntiBorges, Buenos Aires, Ediciones B, 1999, pp. 383.
  5. Una magnífica serie de conferencias de Piglia alrededor de la obra borgeana difundida por TV Pública digital de Argentina. Puede visualizarse en línea en: https://www.youtube.com/watch?v=8GgSyKTQ_2k&t=3812s
  6. BORGES, Jorge Luis, Tlon, Uqbar, Orbis, Tertius editado en Ficciones, 1944, Buenos Aires. Disponible en línea en: http://www.tlon.unal.edu.co/files/tlon_texto.pdf
  7. Íbid, El antiborges, p. 81.
  8. Bioy Casares habla de un amigo https://www.casadeletras.ar/2014/06/12/bioy-casares-habla-de-un-amigo/
  9. SARLO, Beatriz, Ibíd.
  10. https://www.rionegro.com.ar/la-leccion-del-maestro-historia-de-una-amistad-DSHRN020630330702/
  11. GADAMER, Hans-Georg. La actualidad de lo bello, Ediciones Paidós, 1998, Buenos Aires, 2003.
  12. BORGES, Jorge Luis, Poesía reunida, disponible en línea en: https://www.poeticous.com/borges/la-luna?locale=es