Tierra Adentro
Ilustración de Maricarmen Zapatero

Al municipio de Felipe Carrillo Puerto también se le conoce como “Felipe Carrillo Muerto”. Sin ánimos de ofender, el juego de palabras le hace justicia. De niño me era difícil reconocerlo cuando íbamos de paso en familia. Hasta la fecha, mi forma de saber que por fin he llegado es cuando alcanzo a ver una estatua de Benito Juárez situada en una glorieta rodeada de zapaterías. No es, desde luego, el punto más llamativo de Carrillo, seguramente tiene otros (¿será?, no creo), y no sé por qué ese es el que se ha quedado guardado para siempre en mi memoria. Solo sé que cuando avisto la estatua que ha de ser el doble del tamaño original de Juárez tengo la certeza de que por fin he llegado. El camión se introduce por las calles estrechas y los pasajeros pueden destensar las piernas y hacer lo que sea que Carrillo Muerto les tenga prometido.

Omar y yo decidimos partir desde Chetumal para tomar un día de sol en las playas de Tulum. Como no teníamos dinero para un autobús del ADO, viajamos de combi en combi. Carrillo era un punto más en la ruta. Nos echamos a andar con prisa, para llegar a la combi que nos dejaría en Tulum. Se hacía tarde y comenzaba a nublarse. Con un poco de suerte conseguiríamos disfrutar tres horas de descanso playero.

Pasamos por la antigua iglesia colonial, por el Elektra, por el restaurante El Faisán y el Venado. En Quintana Roo la gente no es muy buena dando direcciones, al menos no como en la Ciudad de México. Aquí los chilangos te dicen: “das vuelta en U a la izquierda, tres cuadras, hasta topar con pared en la siguiente calle y llegarás”. Tal vez por eso les entiendo menos a los chilangos. En cambio, allá, tras una corta pausa, te dicen “no sé dónde queda”. El quintanarroense es muy desconfiado, más cuando vas en plan turista y no eres extranjero (pero creo que es así en todas las playas mexicanas donde he estado: el turista nacional produce desconfianza, miedo, hasta un poco de penita ajena). En Quintana Roo la gente te olfatea: “este no es de acá”. Con razón Omar me decía: tú no hables, para que no piensen que no somos de acá y nos vayan a querer cobrar más caro. 

Seguimos caminando, como mensos, sin encontrar el sitio de combis. De pronto, escuchamos que alguien gritó “¡Omar!” Era su tía, iba en dirección a su casa. La acompañamos, pero no nos metimos ni nos invitó a pasar, nomás nos quedamos en el porche. Olía a caldo de pollo y nances. Omar siempre ha sido muy bueno para sostener charlas triviales con sus familiares, incluyendo los lejanos, habilidad que yo no tengo. Mientras hablaban, yo veía a lo lejos la modesta vivienda de paredes cubiertas de fotografías de muchas épocas y muchos familiares. Me pareció curioso que él no figurara en ninguna. La tía nos dijo en dónde podíamos tomar la combi. “Y apúrense que se les hace tarde y no van a agarrar sol.”

No quiero describir a Carrillo Muerto y no lo haré. Lo que sí puedo intentar describir es el fluir del tiempo, como si todo quedara en suspenso, como si los habitantes estuvieran haciendo la siesta, como si el reloj diera siempre las cuatro y hasta las plantas y los semáforos jugaran a las estatuas de marfil. Pero tampoco quiero poetizar a Carrillo Muerto. Tal vez por eso, porque no hay nada que poetizar, nos fuimos en chinga. En cuanto subimos a la segunda combi, ya no hubo marcha atrás.

Ilustración de Melissa Gabriela

Ilustración de Melissa Gabriela

Voy a contarles un poquito de Chetumal, la ciudad de donde veníamos Omar y yo antes de llegar a Carrillo, ciudad que nos vio crecer y nos reunió para toda la vida. Casi todo el mundo piensa que es un pueblo, pero les juro que hay mucha gente, aunque últimamente ni salen de sus casas. Ha de ser el calor, o la inseguridad, o Netflix, o las tres, quién sabe. Allá es muy fácil dejarse llevar por la aburrición. Tal vez por eso decidimos hacer este viaje, para huir de Chetumal. Nuestro primer viaje juntos.

Parecía increíble que nunca hubiésemos hecho un viaje así. Podía entender los motivos: yo dejé Chetumal a los diecisiete, y para un menor de edad sobreprotegido como yo era impensable viajar solo. Omar, por otro lado, al ingresar a la universidad, se fue consiguiendo una beca tras otra y viajó por toda Europa de intercambio, visitó muchos museos, comió chingos de kebab y almacenó miles y miles de fotografías en lugares icónicos.

Todo ese tiempo que nos mantuvimos alejados, él en Chetumal y yo en el entonces Distrito Federal, Omar comenzó una relación a distancia con un holandés que conoció en un sitio web para hacer amigos por correspondencia, muy a la antigüita, muy a la ¿Tienes un e-mail? Se conocieron viajando como mochileros y consumaron el amor mientras hacían couch surfing en un apartamento en Roma. La relación continuó vía Skype. Finalmente alcanzó su punto álgido en un programa de televisión holandés. Los habían seleccionado en un reality show navideño de reencuentros, un maratón de cuatro horas que tiene muchísimo rating año con año, y cuya premisa es reunir a parejas interraciales que sobrellevan el amor a distancia en distintos puntos del globo.

Al holandés lo agarraron de madrugada. El presentador se lo llevó en una van y ni tiempo le dio de despedirse de sus papás. De ahí, se lo retacharon a una villa suiza magnífica como de Heidi o de las villitas navideñas Coca Cola, y lo mantuvieron oculto para reunirlo días después, ¡oh, sorpresa!, con Omar, quien estaba al tanto del engaño. Creo que no lo estoy explicando muy bien y quizá valdría la pena remitir al programa. La gente de la villita sale coreando villancicos, antorchas, gorritos, bufandas y toda la cosa, niños patinando, como angelitos, y esa alegre caravana de Papá Noel lleva a Omar en brazos del holandés.

A pesar de que me chocan los reality shows europeos, debo admitir que cuando vi el episodio chillé. Como dicen en mi pueblo, me dejé llevar por el pathos, a pesar de que conozco lo suficiente a mi amigo como para saber cuáles eran las partes donde actuaba por órdenes de la producción. La misma persona que estelarizó ese programa de televisión ahora estaba aquí conmigo, haciendo bromas sobre la vida de Carrillo Muerto. El cosmopolitismo de Omar, sin duda, me sorprendía cada vez más (sobre todo a mí, que a duras penas he ido a La Marquesa).

La noche antes del viaje a Tulum vimos el episodio. Me era inevitable, por puro narcisismo, compararlo conmigo. Yo estaba soltero, y no había ningún conductor que me sacara de mi casa para reunirme con nadie. Ya no digamos con un novio, ni siquiera para llevarme a punta de pistola derechito a los separos. Eso tampoco me hacía sentir mal, porque, al contrario, sentía que vivía a mis anchas. Como iba saliendo de una relación meses atrás, podía hacer lo que se me pegara la gana. Sin embargo, olvidaba cuán limitado es el margen de placeres en la playa si nada más andas con doscientos pesos en el bolsillo. Tampoco es por hacerme el beatnik, pero pensaba que se disfruta más Tulum viviendo en una especie de indigencia ecofriendly, descalzo, comiendo lo que caiga, fumando mota con desconocidos en la arena. Sí, ya sé que suena a cliché y, bueno…, perdón, les estaba contando otra cosa.

Aprovechando la ocasión del viaje, la mamá de Omar le pidió que hiciéramos una parada en el sindicato de taxistas para realizar no sé qué trámite. Mientras Omar se enfrentaba a la burocracia del Sindicato de Taxistas Tiburones del Caribe, yo esculcaba mi mochila para corroborar que trajimos lo necesario. Omar, prevenido como era, guardó el bloqueador, su traje y dos toallas, y yo asumí que en ese traqueteo matutino yo había guardado el mío, que era un Speedo, en absoluto vistoso ni sexy, sino corto, de natación, muy soso. En parte me alegraba haberlo olvidado, pero sentía el remordimiento de arruinar la emoción de nuestro primer viaje, la misma emoción que se iba al traste cada minuto que Omar pasaba atendiendo las diligencias de la placa. Total, que permanecí ahí como baboso, viendo el logotipo del sindicato: un tiburón enfurecido.

—Omar, me vas a matar. No traje mi traje.

—¿Cómo de que no lo trajiste? Eres bruta, Juan Pablo.

—Ya ni modo, ahí me compro uno de cholo en el Milano.

—¡Maldita sea, Juan Pablo! ¡Lo arruinas todo!

Si bien la última frase era cierta, Omar ignoraba mi conformismo, mi boba inclinación al amor fati que me orilla a apreciar el simple hecho de estar juntos, alejados por primera vez de Chetumal, de sus marquesitas y su clima asfixiante. Podía sacrificar el nado, podía conformarme con el bronceado, o ni siquiera eso, me conformaba con ver las olas. Conformismo de escritor, vaya: me conformaba con la pinche anécdota.

✈ ✈ ✈

Cuando finalizaron las grabaciones del programa de televisión, Omar, que había aceptado la invitación para pasar unos días más junto con el holandés en el chalet, recibió una llamada inesperada: su padre se había quitado la vida. Su reacción instintiva surgió de la estupefacción, no tanto de la incredulidad (¿cómo pudo haber pasado esto?) como de la indignación (¿cómo pudo haber hecho esto? ¿cómo pudo dejarnos solos?).

Desde entonces, su madre asumió las responsabilidades de don Manuel, y el tiempo se le iba gestionando trámites de las propiedades que dejó tras su muerte, o haciendo reparaciones a veces imperceptibles en la casa. Al principio hubo rosarios, misas conmemorativas, duelo. Después, con el paso del tiempo, el recuerdo de don Manuel se asentó en las fotos familiares donde lucía con la sonrisa ceremoniosa que siempre le caracterizó. Don Manuel fue un hombre cálido, amable, generoso, querido por las personas que le rodearon, un hombre notoriamente mayor que su esposa. Con el transcurso de los años la vejez no parecía repercutir de manera agresiva en su aspecto. Para mí siempre tuvo sesenta años, no más, no menos. Por todas esas razones, era difícil entender cuáles fueron sus motivos. ¿De qué servía averiguarlos?

Me enteré de la noticia una noche de sábado en la que estaba con mi amigo Mario en el bar leather Tom’s. Para ese entonces no tenía ningún amigo gay en la Ciudad, y le pedí a Mario, con su look medio punk, que me acompañara. Esa noche de por sí no me la estaba pasando bien. Mario y yo platicamos toda la noche en la esquina del tercer piso, en el área de fumar, y nadie nos habló sino hasta cuando ya nos estábamos dando a la fuga. En alguna parte le dije: échame aguas porque este méndigo baño tiene un hoyo en la puerta y me choca que me vean haciendo pipí. Y fue allí cuando supe de la muerte del señor Manuel. Ignoraba lo demás, incluyendo el programa de televisión. Para ese entonces la carrera en la Casa Lamm y las penurias económicas me absorbían, y me comunicaba con Omar a cuentagotas.

Ahora estábamos Omar y yo, años después, juntos, vagando sobre la avenida principal del pueblo de Tulum. Debíamos darnos prisa. Como nos había dicho la tía, la última combi de regreso a Carrillo partía a las seis, y había que tomar una decisión en torno al traje de baño olvidado. Abrí Grindr y comencé a enviar mensajes a lo menso. A los pocos minutos, un usuario me respondió. En el mareo de la canícula, ni siquiera alcancé a ver bien su rostro, pero parecía el usuario más guapo de todos los contactados. Vamos en camino a la playa, ¿vienes? Sí. ¿De casualidad tienes un traje de baño extra? Sí. ¿Corto o largo? Como sea, lleva los dos. ¿Nos vemos en veinte minutos? Sí. Asunto arreglado.

Nos trepamos a un taxi en dirección a Playa Paraíso, una sección apartada en las playas de Tulum con un restaurancito con vestidores, poseedora de una vista de ensueño, lugar idóneo para echar la hueva. En cualquier momento iba a llegar nuestro invitado. Omar me preguntó qué haríamos si llegaba otro wey que no fuera el de la foto. Le dije que podíamos cotorrear con el impostor, siempre y cuando nos trajera el traje de baño. Preguntaba con justa razón: el perfil, cuando se lo mostré, parecía falso. Uno se acostumbra a platicar con perfiles falsos en Grindr, con personajes inventados y delirantes. Grindr, donde nada es lo que parece, tiene mucho de cuento fantástico.

Alquilamos un camastro de los grandotes para cuatro personas, con sombrilla y todo. Después esperamos. La playa comenzaba a poblarse de turistas gringos que sueñan con Arkansas frente al mar del Caribe, dormitando con sus bandanas de Bon Jovi, sus chonchos ejemplares de Ken Follett y sus acentos de Bill O’Reilly. Los meseros nos trajeron el menú en friega, pero todo estaba muy caro, y nada más pedimos agua. Y otra vez me volví a preguntar si acaso no era una broma que viniera ese turista guapo en camino, si acaso no estaba soñando, porque en verdad, les juro, era de esos weyes que uno dice ¿qué pedo? ¿este wey es real?

Ilustración de Melissa Gabriela

Ilustración de Melissa Gabriela

I’m here. Corrí a la entrada con un chingo de nervios. Si resultara ser otra persona, el timo confirmaría a Omar mi habilidad para arruinarlo todo. Mis pies se arrastraban con gran esfuerzo sobre la arena hirviente, igualita a Marlene Dietrich en Morocco. Agucé la vista: no era un engaño ni una alucinación. Era el mismo extranjero de barba, cuerpo atlético y ojos castaños. Lo conduje en dirección a nuestro camastro para cuatro personas. Ganas no me faltaban de quererlo palpar, al menos para comprobar que no se trataba de un holograma. Por supuesto, vino con los trajes. Uno era un speedo de calzón, que seguramente le sentaba muy bien; el otro, un short decoroso marca Pull & Bear. Escogí el segundo y me fui a cambiar. Cuando regresé, Omar dijo:

—Te ves muy bien, Juan Pablo —después, dirigiéndose al extranjero preguntó con coquetería—: ¿tú qué piensas? ¿a poco no se ve bien?

En un español impecable respondió:

—También. Se ve muy bien.

Los dos sonreían atontados, como salidos de una caricatura.

✈ ✈ ✈

Luca dominaba el lenguaje español porque era sobrecargo, a lo cual yo pregunté, como inepto: O SEA, ¿AZAFATO? Los sobrecargos son extremadamente corteses, atentos, y cuidados de su aspecto personal: todo eso se notaba en su barba, rasurada con pulcritud, y también en sus modales, paciente sin llegar a la condescendencia. Su físico, vista desde cualquier ángulo, era hermoso. Era bajito, fornido, de piel tersa y porcelánica, cubierto de vello, cabello rizado cortado al ras, unos dientes preciosos y una sonrisa tímida de ensueño. El arquetipo, sin duda de una “nutria”, como llaman en Grindr a ese tipo de complexiones. Aquella belleza exultante nos dejaba estupefactos. Era algo muy distinto a cruzar miradas fugaces con un adonis en la playa que va en su rollo: aquí había una dicha compartida, de atracción y fisgoneo, en una misma esfera de homoerotismo. Luca había aceptado venir con nosotros a pasar la tarde. Debía aferrarme a esa alegría, disfrutarla, saciarme de cada segundo como un maravilloso regalo.

Del dicho al hecho hay un gran trecho, y Luca no hacía gran cosa para que yo pudiera poetizarle con fervor. Es más, conforme los minutos transcurrían comenzaba a verlo de hueva. Luca era suizo, y Omar aprovechó para contarle su gran número de aventuras en Europa, sus experiencias en Suiza. No habló de su estrecha relación con los Países Bajos, y entonces asumí que ese momento precioso era nuestro secreto. Omar le había sacado más palabras que yo al suizo; para ese entonces creía que quien había hecho match con Luca era mi amigo. Mi ilusión, por lo visto, suizo pedazos. Yo estaba como ido, tratando de comprender si Luca había venido por curiosidad, por morbo, por interés en mí, en los dos, o nada más porque el azar lo orilló a prestarle un traje de baño a un par de babosos en la playa mexicana.

Luca se quitó el short frente a nosotros, luego la camisa, y nos quedamos como idiotas viendo su anatomía grecorromana, igual de lujuriosos que el ruquito cachondo de La muerte en Venecia al ver a Tadzio. El sol se ponía más duro y le pedimos a un mesero que colocara una sombrilla. Así nos quedamos los tres, viendo hacia el mar, sin decir gran cosa, hasta que Luca tuvo una súbita digresión. Un mes atrás el avión en el que trabajaba tuvo un percance y por poco se hunde en el mar, pero la nave consiguió flotar, retomar el vuelo, y afortunadamente la tripulación salió ilesa con todo y flotadores. Vaya alivio.

En el paisaje que teníamos ante nosotros, por una suerte de espejismo, alcancé a ver un avión hundiéndose, explotando, como un chapuzón de pequeños cristales, que apenas y se alcanza a percibir como el Ícaro imaginado por Brueghel. Luca había sobrevivido al accidente y el destino lo llevó hacia nosotros. En mis fantasías Luca era un sobrecargo que ha naufragado en una isla desierta y encuentra a dos nativos llamados Omar y Juan Pablo y les enseña a usar el fuego y recolectar frutos. Con el tiempo construyen una linda chocita y viven en civilizada armonía.

✈ ✈ ✈

Instaurar una conversación con Luca realmente no me interesaba. Me di cuenta que carecía del material vivencial para sostenerla o parecerle fascinante. Lo que realmente me preocupaba, en el fondo, era su belleza. Comprendí que a pesar de que la belleza humana pueda esconder tras sí una personalidad compleja, es algo inherentemente frívolo, como una estatua de hielo que se derrite tan pronto acercamos a ella nuestro apestoso aliento. Y la frivolidad desalienta. La belleza no puede durar para siempre y lo supe desde el momento en que nos acostamos en aquella cama y teníamos tres horas contadas. No entendía por qué a veces prefiero la contemplación de la belleza por encima del entendimiento profundo con otro ser humano.

¿Sabes? —dijo Omar—. Eres muy guapo.

Nuestras miradas trazaron un triángulo fatal de curiosidad y deseo.

Luca sabía que lo deseábamos. En algún punto me sentí como en el cuadro de Manet, El almuerzo sobre la hierba; pude jurar que Luca era la mujer encuerada. Alejados de nuestros lugares de origen, teniendo la playa solo para nosotros, las posibilidades del placer eran infinitas. Sabiéndose dueño de ese poder sobre nosotros, se limitó a soltar una risa nerviosa, de falsa modestia. Omar, por su parte, no se cansaba de verme en plan órale vas. Invité al suizo a nadar conmigo un rato. A Omar no le quedó de otra que vigilar nuestros triques.

Nuestros pies se hundieron con suavidad en el agua salada. Luca me salpicaba graciosamente la espalda. Nos dimos un chapuzón y nadamos un buen trecho, lejos del ruido y de los turistas. Flotábamos. El suizo en el mar; yo en el ensueño. Mi lado intrépido despertó de su extenso letargo:

—Luca, una preguntota: ¿te puedo dar un beso?

—No.

—¿Por qué?

Hizo una pausa curiosa, no sé si previendo una excusa o un brote de sinceridad.

—Acabo de terminar una relación.

—¡Con más razón! ¡Yo también! Estoy disfrutando el momento. ¡AMOR FATI! Mira a tu alrededor. Estamos en medio del mar, nadie nos ve, son vacaciones. Tú te vas a regresar a Suiza y seguirás volando por los aires. Es la ocasión perfecta.

—No lo sé…

Aún si desde el comienzo no actué como la lumbrera de la cortesía y el arte de la conversación, no podía tolerar que Luca se resistiera a besarme. ¿Cómo iba a seguir nadando con el ego herido? Mas no desistiría. Rozaba mi pie con el suyo, acariciándolo, hasta que una ola terrible nos recubrió y me arrastró como vil sargazo. Luca me aferró hacia él, me abrazó, y fue ahí, en ese momento tan romántico, a punto de ahogarme, cuando nos dimos un corto beso lleno de espuma. Tan pronto recobré el aliento, Luca me soltó y me dijo que me subiera a su espalda. En la lejanía de la arena, Omar era apenas una estrella en el cielo.

La escena, más que de nutria, era de oso. Encima de su espalda, abrazado a su pecho, Luca nadaba conmigo. Sin duda yo habría otro beso en vez de la clase de natación. ¿Y si el avión se estrellara en el mar Caribe, con Luca y yo como únicos tripulantes? Curioso momento de sirena, si bien yo no me sentía espléndida como Ariel de The Little Mermaid, sino como esas sirenas repulsivas que fabricaban en Japón con huesos de pescado para asustar a los visitantes en las ferias y circos de fenómenos. Hubo un segundo beso, más abrupto e incómodo que el primero. Al poco rato salimos. Las gotas escurrían del cuerpo de Luca como preciosos cristales. Yo tiritaba como si me hubiesen rescatado del Titanic.

Ilustración de Melissa Gabriela

Ilustración de Melissa Gabriela

✈ ✈ ✈

La memoria seguramente traiciona la fidelidad del relato. Tal vez el primer beso no fue tan emocionante y tal vez la supuesta tensión entre los tres era producto de mi retorcida imaginación. Tal vez el beso no tuvo nada de especial, y solo es uno entre tantos, uno que permanece enterrado en una larga lista, en un acuario de besos. ¿Por qué me rehusado a soltar esta anécdota y la he conservado conmigo como el hábito cursi de guardar las conchitas y los caracolitos en el baño de la casa? Pero esas son cuestiones del presente que realmente no atañen a la verdad de lo ocurrido aquella tarde en la que mi mejor amigo y yo salimos de casa un día para buscar una aventura efímera por la Riviera Maya.

Después de secarnos, volví a pensar en sirenas célebres. En Ondina, espíritu acuático que se enamora de un hermoso príncipe de carne y hueso, al que acaba asesinando en un beso fatal. Pero yo, más que Ondina, era Ondeada, porque el suizo al poco rato comenzó a hacer bromitas raras. Al ver a Omar con un sombrerito de paja muy mono, le dijo que se parecía a un personaje de animé llamado Monkey. ¡Qué llevado! Luego dijo que tenía hambre y ordenó fajitas. El platillo lucía deplorable y el suizo apenas y nos convidó una papita. La conversación agonizaba tras el beso marítimo, y las manecillas del reloj otra vez nos amenazaban: era momento de tomar un taxi en dirección al centro de Pueblo de Tulum y de ahí alcanzar la última combi en dirección a Carrillo Muerto, etcétera. Luca estaba al tanto de nuestra partida y dijo que él se quedaría un rato más para ver el atardecer.

Como las Cenicientas de Playa Paraíso, había llegado el momento de regresar a la deslucida realidad de las combis y camiones que nos llevaría de vuelta al purgatorio quintanarroense llamado Chetumal. Nos despedimos del suizo y lo seguimos en Instagram. Lo único que faltaba era irme a cambiar el bañador. Sin embargo, cuando cerré la puerta del vestidor por última vez, supe que me iba de Playa Paraíso con una extraña sensación de vacío. Ya iba en camino hacia Luca, que seguía acostado en la cama que alquilamos, y que seguramente esperaba el bañador o quizá de plano lo había olvidado. Cuando alcancé a ver a Omar cerca de la entrada, lo llamé y arrojé el bañador húmedo hecho bola como una pelota de fútbol americano. Su silueta sobre la arena recortaba el cielo rosa del atardecer.

—¡Rápido! ¡Guárdalo! —grité y me eché a correr junto con él en dirección a los taxis—: ¡de prisa! ¡Corre, Omar! ¡Corre! ¡Súbete al taxi!

—¿Qué haces? ¿Estás loco? ¡Devuélvele su traje!

—¡Ni madres! ¡Lo quiero! ¡Lo quiero de recuerdo! ¡Lo quiero guardar para siempre! ¡Súbete y vámonos a Carrillo Muerto!


Autores
(CDMX, 1993) es narrador y ensayista. Maestro en Letras por la Universidad Nacional Autónoma de México. Como investigador, ha estado en instituciones como el Centro de la Imagen, Sala de Arte Público Siqueiros, Museo de Arte Carrillo Gil y la Universidad de los Andes (Bogotá). Autor de Emerson en Tijuana (ed. Máquina de aplausos, 2019) y La mítika mákina de karaoke (Fondo Editorial Tierra Adentro; Fondo de Cultura Económica, 2022). Ha colaborado en Montez Press Radio (NYC), Tierra Adentro y Nexos. Becario del FONCA 2023-2024 en el área de Ensayo Creativo.
Similar articles
KSI Photography, 2013. Imagen recuperada de Flickr. CC BY 2.0
0 219