Tierra Adentro
4ta Edición publicada por Alfaguara

Doce horas que son doce días que son, finalmente, el recuento de una vida marcada por la pobreza y el hambre, la lucha intestina y la imposibilidad del amor, el tiempo circular que lo mismo acerca a la muerte que la niega, la crueldad de la carne marcescible. Tres pronombres que son uno sólo: el presente inmediato, la consciencia de la muerte y la historia de una vida. Es Artemio Cruz y la advocación de la muerte del ideal, del escepticismo ante el fracaso revolucionario y las páginas sanguinolentas que de él emergieron.

En 1939, Francisco Javier Santamaría, autor del Diccionario de mejicanismos, publicaría el libro La tragedia de Cuernavaca en 1927 y mi escapatoria célebre. En él, daría cuenta de la matanza de Huitzilac —hecho que quedara marcado con sangre en la historia mexicana y en su literatura, principalmente por La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán— y cómo, sin ser partidario del General Francisco R. Serrano, compartió la infausta suerte de su apresamiento junto a Carlos A. Vidal, Miguel y Daniel Peralta, Antonio Jáuregui, entre otros, hasta atestiguar la ejecución de los serranistas ordenada por Claudio Fox.

 

En caliente todavía, pero fuera de la patria; al calor y al abrigo de tierra extraña, frescas las sensaciones que, en una larga cinta trágica, como una visión macabra, acababan de pasar por mi espíritu, me puse a escribir impresiones y sensaciones […] que llegaron a formar un libro.1

 

Este libro, publicado a instancias del semanario Hoy, dirigida por Regino Hernández Llergo, un tanto olvidado, quizás por la carrera política de su autor o empañado por la singularidad del mencionado Diccionario de mejicanismos es parte de un corpus mayor: la novela de la Revolución. Es evidentemente azaroso, como toda generalización, el poder encauzar toda una corriente —ya sea por temperatura epocal o lineamientos ideológicos contextuales— en un solo estero. En 1960, a cincuenta años de que se iniciara el movimiento revolucionario en México, Antonio Castro Leal publicó La novela de la Revolución Mexicana, para Aguilar Ediciones. En los dos volúmenes que constituyen la antología, Castro Leal reunió veintiún textos de una docena de escritores, además de una cronología de los hechos del proceso bélico, un índice de nombres y una amplia bibliografía en un trabajo editorial puntilloso y disciplinado. En la introducción, el también editor de Las cien mejores poesías mexicanas, de 1935, consigna la que por antonomasia es la definición de este fenómeno literario:

 

Por novela de la Revolución Mexicana hay que entender el conjunto de obras narrativas, de una extensión mayor que el simple cuento largo, inspiradas en las acciones militares y populares, así como en los cambios políticos y sociales que trajeron consigo los diversos movimientos (pacíficos y violentos) de la Revolución, que principia con la rebelión maderista el 20 de noviembre de 1910, y cuya etapa militar puede considerarse que termina con la caída y la muerte de Venustiano Carranza, el 21 de mayo de 1920.2

 

Suele considerarse a Los de abajo, de Mariano Azuela, como la novela que inicia esta corriente narrativa; sin embargo, hay que considerar que se publicó, por entregas, en El paso del Norte, de Texas, en 1916, y sólo se conocería ampliamente en México casi una década después, además del hecho que el mismo Azuela habían publicado, un lustro antes, Andrés Pérez, maderista, y en el mismo año, se editaría La majestad caída o la Revolución Mexicana, de Juan A. Mateos, de esta última:

 

Treinta y cinco años de omnipotencia, de embriaguez cesárea, de incienso cortesano, de ilusiones, de popularidad, de halagos de la suerte que lo hizo temido y opulento; se abismaba en la abstracción, para no dejar visible sino al joven patriota, que sin más riqueza que su haber de soldado, sin más ambición que las caricias de la gloria, soñaba con las ilusiones de la edad, durmiendo al raso en el lecho que le ofrecían los campos de batalla. Absorto en esa vuelta hacia el pasado, volvió a caer en el sopor, y su sueño fue dulce, dilatado y profundo. Al día siguiente, pálido de emoción y con la cabeza descubierta, dirigió un adiós a la multitud que lo acompañaba hasta la orilla del Océano. Volvió la vista y contempló la bandera tricolor y lanzó un gemido; sus ojos se llenaron de lágrimas; oyó el estampido de los cañones y la marcha nacional; recordó su grandeza de ayer y casi demente se lanzó a la barca que lo llevó a bordo del “Ipiranga”, que se balanceaba en las ondas encadenadas de la bahía. Se asió de la borda del buque, porque ya no podía sostenerse, presa de la agitación nerviosa que lo subyugaba, sacudió su blanco pañuelo y dijo un adiós a la tierra mexicana. El hombre de los nervios de acero sintió penetrar en sus entrañas el más horrible de los dolores. El “Ipiranga” viró de bordo y se entró en las soledades del Océano. Sus olas, poco antes agitadas, se habían calmado; el sol asomando por encima de un grupo de pardas nubes, lanzaba su áureo rayo sobre la nave. Callaban los rumores del golfo, que al sentir sobre sus lomos el peso de aquella nave, lanzó un grito terrible que se cernió sobre el Océano y se perdió en las inmensidades del cielo.

¡Paso a la Majestad caída!3

 

José Emilio Pacheco consideró “más lograda la novela de Azuela” y manifestó que La majestad caída representa “el final de la novela de folletín”, y Andrés Pérez, maderista, de Azuela, “inaugura la novela moderna”. En ambas novelas, como en toda literatura, pueden encontrarse reminiscencias de tradiciones anteriores o de un pasado ineludible, por inmediato. En este sentido, Tomochic, de 1892, de Heriberto Frías y La bola, de 1887, de Emilio Rabasa, prefiguran la corriente narrativa de la revolución, pues ambas, con estilísticas similares, estarían separadas por tan solo cinco años en su fecha de publicación, y darían cuenta de levantamientos sociales ante una pax porfiriana que comenzaba a desdibujarse. José Luis Martínez añade como precursoras de la novela de la Revolución, además de estas dos obras, a La parcela, de José López Portillo y Rojas, de 1898, y La venganza de la gleba, de Federico Gamboa, de 1905, todas escritas antes del inicio de la Revolución.

Antonio Castro Leal estableció las características que hermanan a los textos de la novela de la revolución y las esbozó como textos de “reflejos autobiográficos”, “cuadros y costumbres episódicas”, “esencia épica” y “afirmación nacionalista”.4 El realismo y costumbrismo de la época comenzaron a llenarse de olor a pólvora y sangre y se convirtieron en un canon que, junto al nacionalismo de los años veinte y movimientos como el muralismo, dotaron de una personalidad propia al medio siglo mexicano.

Si bien el trabajo de Antonio Castro Leal es encomiable, es necesario señalar que los autores antologados nacieron entre 1875 y 1906, y el periodo de publicación de las obras abarcan casi cuatro décadas. De Los de abajo, de 1916, hasta Frontera junto al mar, de José Mancisidor, de 1953, hay una brecha generacional, política y social que es imposible señalar. Los autores antologados por Castro Leal son Mariano Azuela, Nellie Campobello, Martín Luis Guzmán, Miguel N. Lira, Gregorio López y Fuentes, Mauricio Magdaleno, José Mancisidor, Rafael F. Muñoz, José Rubén Romero, Francisco L. Urquizo, José Vasconcelos y Agustín Vera. Con solo mirar la lista pueden advertirse las diferencias abismales que existen, por ejemplo, entre el Cartucho, de Campobello, y el Ulises Criollo, de Vasconcelos.

Una de las circunstancias que pudo abonar a la proliferación del género durante tantas décadas es el decreto que expidió José Manuel Puig Casauranc desde la Secretaría de Educación Pública, a mediados de la década de los veinte, para fomentar la narrativa del triunfo de la Revolución y la institucionalización de esta.5 Sin embargo, en libros posteriores a esta circunstancia, como Canek, de Ermilo Abreu Gómez, y Los muros de agua, de José Revueltas, puede advertirse que los derroteros de la narrativa postrevolucionaria se tornaron inasibles y encontraron un camino único en donde la pesadumbre por el rigor dictatorial de un gobierno que no admite disidencias y la melancolía por el futuro que no llegó a ser, en un país en donde la modernización fue meramente discursiva y privilegio de unos pocos.

El escepticismo antes los ideales revolucionarios, el reparto eternamente prometido de las tierras a los campesinos, la lucha armada por una sociedad más justa empantanada por la corrupción, la avaricia y el encono están presentes en los ejemplos más notables de la novela de la revolución; aunque se considere en ocasiones que esta literatura se escribió “sobre las rodillas”, en realidad, lo cierto es que, como se escribió líneas arriba, abarcó muchas décadas de contemplación de la ruina y la rapiña en nombre de la modernidad. Un ejemplo claro de la línea discursiva desolada es, para citar un lugar común, Pedro Páramo y El llano en llamas, aunque Rulfo, si bien es cima del lenguaje y la narrativa, no es el único. El hacendado, el latifundista o el rebelde convertido en padre de la patria por la “justicia de la revolución” sea encarnado, quizás, por Artemio Cruz.

Sería vana tarea la de resumir la carrera y vida literarias de Carlos Fuentes. La brevedad y la contención no son las características principales de su obra y tampoco pueden serlo para alguien que cultivó el lenguaje y la vida mexicanos desde la conciencia de su pluma y posición privilegiada. El cosmopolitismo, París, el reconocimiento mundial, la mercadotecnia que todavía se cierne como injusta bruma sobre el llamado y reconocido boom latinoamericano son circunstancias que han velado la verdadera importancia del escritor nacido en Panamá en 1928. Si como niño y merced a la profesión de su padre, Rafael Fuentes, conoció Montevideo, Río de Janeiro, Santiago de Chile, Quito y Buenos Aires, capitales culturales y políticas latinoamericanas, como escritor habitó esas capitales al hacer suya esa lengua tan propia mexicana hermanada con la lengua latinoamericana. Andrés Bello tuvo la plena consciencia de que el español no pertenecía más a la península y, en su lugar, era ya la patria de sus antiguas colonias, y esto se advierte en el barroco exuberante de Alejo Carpentier, en el olor de la tierra de José María Arguedas, en la sicalíptica prosa de Cortázar o en los juegos estilísticos del primer Vargas Llosa. En palabras de Enrique López Aguilar:

 

Carlos Fuentes desarrolló una forma narrativa lúdica, variada e inteligente que demostró cómo la novela mexicana podía alcanzar esas epifanías joyceanas tan difícilmente halladas por la narrativa oficialista. Carlos Fuentes era un navegante de la lengua mexicana y escucha inteligente del medio tono, alcanza en sus textos una tesitura polifónica y encuentra en cada personaje de sus novelas una voz particular.6

 

Es de sobra conocido el episodio en el que un retrógrado funcionario federal panista —quizás él mismo advocación de toda la sevicia de Artemio Cruz— prohibió Aura, a principios del siglo veintiuno, por considerarlo impropio, y se especulaba que sería vedado, incluso, en la educación pública; o cuando un candidato presidencial —más cercano a las telenovelas que a la política— confundió en la Feria del Libro de Guadalajara a Fuentes y no logró mencionar tres libros. En ambos casos, Fuentes respondió con sobriedad; en el primero confesó estar feliz, porque la censura había centuplicado la venta de Aura; en el segundo, dijo que no le preocupaba que un posible presidente no lo conociera, sino que no leyera en absoluto.

Desde Los días enmascarados, su primer libro, de 1954, hasta La muerte de Artemio Cruz, de 1962, solo pasaron ocho años; ocho años en los que Fuentes publicó, también, La región más transparente y Las buenas conciencias, pero a diferencia de Ixca Cienfuegos y Jaime Ceballos, en donde la polifonía de la ciudad y de la sociedad son los protagonistas, en La muerte de Artemio Cruz la historia se cuenta a través de un solo personaje, todo se ve por medio de sus ojos y de su carne, las balas, la sangre, las batallas libradas y hasta la carne trémula violentada se perciben por los estertores de Cruz. Se ha repetido hasta el cansancio la influencia decisiva de John Dos Passos y su Manhattan Transfer, así como del Berlín Alexanderplatz, de Alfred Döblin, o el Ulises, de Joyce, y gran parte de la obra William Faulkner en Fuentes, pero también se percibe la fragmentación de Rulfo y la soledumbre de Tierra de nadie, de Juan Carlos Onetti, y, evidentemente, la volitiva dubitación del ciudadano Kane y el diálogo que entabla con “Los hijos de la Malinche”, de El laberinto de la soledad, de Paz:

 

Tú la pronunciarás: es tu palabra: y tu palabra es la mía; palabra de honor: palabra de hombre: palabra de rueda: palabra de molino: imprecación, propósito saludo, proyecto de vida, filiación, recuerdo, voz de los desesperados, liberación de los pobres, orden de los poderosos, invitación a la riña y al trabajo, epígrafe del amor, signo del nacimiento, amenaza y burla, verbo testigo, compañero de la fiesta y de la borrachera, espada del valor, trono de la fuerza, colmillo de la marrullería, blasón de la raza, salvavida de los límites, resumen de la historia: santo y seña de México: tu palabra:

 

—Chingue a su madre

 

—Hijo de la chingada

 

—Aquí estamos los meros chingones

 

—Déjate de chingaderas

 

—Ahoritita me lo chingo

 

—Ándale, chingaquedito

 

—No te dejes chingar

 

—Me chingué a esa vieja

 

—Chinga tú

 

—Chingue usted

 

—Chinga bien, sin ver a quién

 

—A chingar se ha dicho

 

—Le chingué mil pesos

 

—Chínguense aunque truenen

 

—Chingaderitas las mías

 

—Me chingó el jefe

 

—No me chingues el día

 

—Vamos todos a la chingada

 

—Se lo llevó la chingada

 

—Me chingo pero no me rajo

 

—Se chingaron al indio

 

—Nos chingaron los gachupines

 

—Me chingan los gringos

 

—Viva México, jijos de su rechingada:

 

tristeza, madrugada, tostada, tiznada, guayaba, el mal dormir: hijos de la palabra. Nacidos de la chingada, muertos en la chingada, vivos por pura chingadera: vientre y mortaja, escondidos en la chingada7

 

Los ríos que corren debajo de la prosa de Carlos Fuentes son, sí, advertibles, pero también únicos, puesto que están al servicio de una historia mayor que, en este caso, no es sólo el revolucionario carrancista Artemio Cruz, sino lo que él mismo representa, la derrota del ideal y la transformación en ese otro despreciable, mezquino, violento y sin escrúpulos que no es sino la historia de una política que sin miramientos pasa por encima de quien sea con tal de lograr su propósito. Y las armas que empuña Fuentes para contar la historia del medio siglo de un país son la dislocación temporal, “En tu penumbra, los ojos ven hacia adelante; no saben adivinar hacia el pasado. Sí, ayer, volarás […]”,8 y la narración a partir de tres pronombres: Yo, Tú y Él, todos intercalados disciplinadamente, excepto en el final, en donde la ausencia del Él señalará la muerte de Artemio, quien paga la búsqueda de la riqueza y el sacrificio de la muestra de la más ínfima humanidad con la imposibilidad del amor y el desprecio de quien lo rodea en sus últimas horas: su legítima mujer, a quien engañó para desposarla; su secretario, quizás el único que pareciera estar por voluntad propia, aunque la avaricia se trasluzca en él, y la hija que lo desprecia. En su memoria, tan sólo Regina, a quien violó y mantuvo a su lado durante una batalla de la revolución, hasta que los federales la colgaron, estará presente como el primero y sincero amor, aunque se avergüence de haberla forzado; Lilia le será infiel y Catalina lo despreciará por haber matado a la única posibilidad de redención: Gonzalo Bernal.

 

No les debo la vida a ustedes. Se la debo a mi orgullo, ¿me oyen?, se la debo a mi orgullo. Reté. Osé. ¿Virtudes? ¿Humildad? ¿Caridad? Ah, se puede vivir sin eso, se puede vivir. No se puede vivir sin orgullo. ¿Caridad? ¿A quién le hubiera servido? ¿Humildad? Tú, Catalina, ¿qué habrías hecho de mi humildad? Con ella me habrías vencido de desprecio, me habrías abandonado. Ya sé que te perdonas imaginando la santidad de ese sacramento. Jé. De no ser por mi riqueza, bien poco te habría importado divorciarte. Y tú, Teresa, si a pesar de que te mantengo me odias […]9

 

El Yo con el que fustiga a las mujeres que lo acompañan le recuerdan también su posición privilegiada; el Tú le da plena consciencia del cuerpo, como si la falsa segunda —que también utilizaría magistralmente en Aura— fuera la voz mítica del oráculo —por ello la dislocación entre presente y futuro— y la tercera persona, el Él, recorre la historia de un proceso que comienza con la violación de Isabel Cruz, y transcurre por la historia del México revolucionario, la lucha fratricida, la guerra cristera, el reparto inequitativo de tierras y la modernización del México de medio siglo son relatados mediante los doce días más significativos en su vida, que son también el reflejo de las doce horas que dura la agonía de Artemio Cruz.

A sesenta años de la publicación de La muerte de Artemio Cruz, que consolidaría a Carlos Fuentes como una de las voces más originales de la narrativa latinoamericana, hay que recordar que con ella se cierra —por su importancia— un ciclo que comenzó en la última década del México porfirista y siguió por el medio siglo que ve en ella su corolario. En vez de dar por sentadas las verdades escritas a propósito de la novela de la Revolución, hay que leerla sin la piedad del contexto y saber que sus caminos se multiplicaron para dar vida a autores ya mencionados como Rulfo, Arredondo, Revueltas y, por supuesto, Carlos Fuentes. A partir de él, la novela —y la literatura en general— no será la misma. En esa mañana de 1962, en que junto a Fuentes cruzamos el río a caballo por primera vez, supimos que: “Artemio Cruz está enfermo: no vive: no, vive. Artemio Cruz vivió. Vivió durante algunos años […] Ayer Artemio Cruz, el que solo vivió algunos días antes de morir, ayer Artemio Cruz… que soy yo… y es otro… ayer…”10

  1. Francisco, Javier Santamaría, La tragedia de Cuernavaca en 1927 y mi escapatoria célebre, México: 1939, p. 7.
  2. Antonio Castro Leal, “Introducción”, en La novela de la Revolución Mexicana, México: Aguilar, 1991, t. I, p. 17.
  3. Juan A. Mateos, La majestad caída o la Revolución Mexicana, México: Maucci Hermanos y Cia, 1911, pp. 220 y 221.
  4. Antonio Castro Leal, op. cit., pp. 23 y 24.
  5. Cf. Diana del Ángel, “Motivos de la novela de la Revolución”, en “Se llevaron el cañón para Bachimba”, Enciclopedia de la Literatura en México, http://www.elem.mx/obra/datos/3815 [consultado el 6 de abril de 2022].
  6. Enrique López Aguilar, “Carlos Fuentes y la ruptura con una tradición en la década de los cincuenta”, Carlos Fuentes : 40 años de escritor, coord. José Francisco Conde Ortega. México : UAM, 1993, p. 39.
  7. Carlos Fuentes, La muerte de Artemio Cruz, México: 1962, Fondo de Cultura Economica, p. 144.
  8. Ibid., p. 13.
  9. Ibid., p. 156
  10. Ibid., p. 12

Autores
Estudió la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de Narrativa en las generaciones 2009 - 2010 y 2010 - 2011, y dos veces becario del programa Jóvenes Creadores del Fonca en los periodos 2014 - 2015 y 2017 - 2018, ambos en la especialidad de cuento. Ha publicado cuento, ensayo, reseña y crítica literaria en Laberinto, Confabulario, Este país, Molino de letras, Siembra y Tinta Seca, entre otros. Aparece en las antologías Cofradía de coyotes (La Coyotera Ediciones, 2007); Fantasiofrenia II. Antología del cuento dañado (Ediciones Libera, 2007); Ardiente coyotera (La Coyotera Ediciones, 2008) y Bragas de la noche (Colectivo Entrópico, 2008). Es autor del libro de cuentos Campanario de luz, (UAM, 2013), y de La espantosa y maravillosa vida de Roberto el Diablo (UAM, 2019). Es editor de la revista Casa del Tiempo de la UAM.