Tierra Adentro
Cantona. Imagen recuperada de https://lugares.inah.gob.mx/
Cantona. Imagen recuperada de https://lugares.inah.gob.mx/

La antigua ciudad de Cantona fue construida sobre un flujo de oleadas de lava que emanaron hace cerca de sesenta mil años del volcán Caldera de los Humeros, en lo que hoy es el estado de Puebla, cerca del límite con Veracruz. Se estima que los primeros habitantes llegaron alrededor del 600 a.n.e. y eligieron este territorio debido a la abundancia de recursos naturales. A unos 9 km de distancia, se encontraba un generoso yacimiento de obsidiana que pudieron explotar, tanto para su uso interno como para el intercambio de otros bienes.

De manera tradicional se ha dicho, creo haberlo escuchado en algún programa de radio en más de una ocasión, que la palabra Cantona quiere decir “lugar donde hay muchas casas”, pero al parecer no hay un fundamento que afirme o niegue este significado. El nombre ha trascendido en razón del uso, tanto en mapas antiguos como en los reportes y crónicas que recogieron algunos viajeros que visitaron el sitio en el siglo XIX. Lo cierto es que la zona arqueológica de Cantona tiene como característica esencial la abundancia de casas, patios, calles, templos, pirámides y juegos de pelota, elementos que se entrelazan para dar vida doméstica a una población.

Supe de la existencia del sitio desde hace mucho, cuando viajaba con mi tía y mi abuela rumbo a Veracruz, sumida en el asiento trasero en medio de mi hermano y mi primo, intentando descifrar el camino por la ventana. Es verdad que alcanzaba a ver muy poco, pero recuerdo en especial un momento en el trayecto que inauguraba el resto de mis ensoñaciones, el agua brillante de la laguna de Alchichica. Decíamos: “Es un cráter que se llenó de agua” o “Las sirenas no existen… Aquí llegan ovnis…” y “Los ovnis tampoco existen”. Y escuchábamos las voces adultas, determinantes: “No, no vamos a ir” y “No, no pueden nadar allá”.

Después aparecía el letrero con fondo azul, muy distinto a los que habitualmente veía tanto en la carretera como en mi ciudad, ese que señalaba la desviación hacia Cantona; sólo ponía esa palabra en mayúsculas “CANTONA” y el ícono que identifica a las zonas arqueológicas. Mostraba una flecha hacia una carretera un poco más rústica:

“Cuidado, no vaya a chocar con la pirámide”

“¿Cuál pirámide?”

“¿Qué hay allá?”

No había respuesta, pero las señales eran suficientes. Más adelante veíamos el cofre de Perote, la Sierra Negra y finalmente el Citlaltépetl         

“Todos son volcanes”

“Y si están conectados, ¿pueden hacer erupción todos juntos?”

“Sí, pero, no están activos…

¿Verdad?”

Aunque el sitio de Cantona se mantuvo como un misterio para mí, las historias que me sugerían estas imágenes eran suficientes para acompañarme el resto del viaje y lo han sido por años. La representación de una pirámide reducida a sus elementos más básicos en la señalética, en medio de un paisaje de lagunas y volcanes, se convirtió en un presagio persistente en mi memoria. Siempre a punto de ser descubierto pero postergado por algún pretexto, porque mantenerse a la víspera de lo incierto también tiene su propia emoción.

Tiempo después, leí que la antigua ciudad de Cantona permaneció oculta en el contorno y la transformación del paisaje desde que fue abandonada —tal vez en el 1050 d.n.e.— hasta su descubrimiento oficial, cuando el explorador Henri de Saussure la describió a mediados del siglo XIX. Posteriormente, hubo investigadores que dieron más detalle acerca de las dimensiones y temporalidad del sitio, pero fue a partir de 1992 cuando el proyecto tomó mayor relevancia con una investigación sistemática a largo plazo dirigida por el arqueólogo Ángel García Cook. Fueron sus publicaciones, artículos, documentales y entrevistas lo que avivó más mi interés por visitar Cantona, sobre todo fue por el afecto con el que narraba su experiencia en el sitio.

No hay un autobús que llegue de manera directa hasta allá, así que lo más práctico era tomar el camino que ya conocía desde aquellos recorridos, pero esta vez, al volante. Aunque tengo muchas razones por las que prefiero no hacerlo (empezando porque no tengo auto propio, porque para mí ritmo de vida no es necesario y hasta porque me produce pereza), conducir en carretera tiene algo de placentero. Bien o mal, me he acostumbrado a sobrellevar la ansiedad, pero cuando conduzco me siento consistente, segura, fiel al compromiso de mantenerme atenta tan sólo a lo que sucede en el presente, en el trayecto.

La distancia para llegar a Cantona desde el lugar donde vivo es relativamente corta, aunque, tal vez por haber contenido un largo tiempo la ilusión de mi visita, tuve la sensación de que el viaje había durado más tiempo, o al menos así es como ahora elijo conservar el recuerdo en mi memoria. Al llegar, noté que los visitantes éramos apenas unos cuantos, no más de cinco, o seis, a pesar de ser domingo. Después, en el registro, el guardia encargado de la taquilla me indicó dónde comenzaba el sendero para recorrer el circuito y me advirtió que la zona es muy extensa, con varios retornos señalados en la ruta por si quisiera regresar antes. Para entonces, ya sabía que la antigua ciudad había alcanzado aproximadamente hasta 1, 450 hectáreas durante su existencia, que abarcó varios siglos.

Uno de los rasgos distintivos de Cantona, que no es muy común, es el entramado de vías de comunicación interna, calles delimitadas formando ejes a partir de los que se disponen otros elementos constructivos, como patios y terrazas. Se dice que esto constituye una prueba de que fue una ciudad planeada rigurosamente. García Cook señala que, si bien algunas de estas vías pudieron tener un carácter ritual, no deberíamos pasar por alto su función básica, vale la pena destacar su uso en las actividades sociales y comerciales de sus pobladores. Mientras caminaba, quise imaginar cómo habría sido el ir y venir habitual de la ciudad, cómo eran sus habitantes, qué lenguas hablaban y qué tipo de diálogos intercambiaban en el camino. De qué trataban sus propios relatos antiguos.

Otra característica importante es que las unidades residenciales y patios comunes de Cantona estaban encerradas por muros periféricos que a su vez conectaban con las áreas cívicas y religiosas. Se ha calculado que entre los años 600 y 900 d.n.e., la ciudad contaba con unas 7,000 unidades habitacionales. Según la información que he leído, estas casas habitación estaban construidas con material perecedero. En su interior, sobre el piso natural y emparejado del terreno, las familias que las habitaban, ya fueran nucleares o extensas, compartían su vida cotidiana y su descanso. Al pensar en este aspecto de casa y de familia que tanto destaca en la arquitectura de Cantona, inevitablemente me surge la curiosidad de preguntarme cómo se habrán escuchado las risas de sus habitantes en los patios, cómo eran sus saludos, su convivencia, sus animales domésticos, de qué gozaban o padecían quienes caminaron esta misma senda. Ahora, el silencio grave, como una sentencia, bien puede aliviar todas mis dudas sobre lo incierto.

Un elemento más que distingue el paisaje urbano de Cantona es la asimetría, la cual se observa claramente tanto en la planta de las estructuras como en sus fachadas, en sus muros y en el trazado de sus calles. Se trata de una marca distintiva. Los investigadores del proyecto sugieren que sus habitantes aprovecharon la topografía del terreno, es decir, se adaptaron al suelo irregular de las distintas coladas de lava sobre las que construyeron la ciudad, y crearon así su entorno asimétrico. De este modo, negaban también el estilo común en la arquitectura contemporánea e imponían una característica propia.

Para García Cook, el uso constante de una ruta, aun cuando presente algunas transformaciones, deja huella en el paisaje natural y de esta forma es posible identificar dónde hubo un camino, incluso a través del tiempo. El suelo transformado y emparejado de las calles hechas con pedazos de lava, rotas y ensambladas, se mantiene en Cantona desde que transitaron sus habitantes y de hecho constituye uno de los principales elementos culturales que la definen. Es verdad que no tuve oportunidad de nadar en la laguna cráter, como lo señalaron mi abuela y mi tía durante nuestros viajes, pero por estas calzadas y veredas pavimentadas con trozos de lava desgastada, puedo caminar bastante bien.

Los muros de la ciudad fueron construidos sin la necesidad de cemento o argamasa. Tampoco se usó ningún recubrimiento o enlucido hecho con lodo o estuco. En lugar de ello, sus pobladores aprovecharon los colores propios de las distintas piedras basálticas como elemento decorativo, usaron tezontle para los taludes de las estructuras principales, cantera volcánica para las escalinatas y caliza blanca para los elementos rituales.

Caminé frente a un muro observando, piedra tras piedra, me alejé para contemplarlo y volví a acercarme, como el personaje de una entrañable novela, seguí con la palma de la mano la línea ondulante, imprevisible, de ese muro que parecía vivo. Ardía en la punta de mis dedos la superficie de sus piedras.

A medida que los exploradores han descubierto las ruinas, se han revelado características específicas que hacen al sitio aún más valioso. Es notable el hallazgo de un número considerable de canchas de juego de pelota, destaca que sean 27 las identificadas hasta el momento. De este modo, Cantona es la ciudad prehispánica que posee el mayor número de estos espacios, distribuidos en un solo sitio, hasta ahora conocido. Presentes tanto en plazas cívicas, religiosas y otras estructuras arquitectónicas destinadas propiamente para el juego, así como en centros secundarios establecidos dentro de los barrios, dan cuenta de la importancia que tenía la ciudad, pero también de las inciertas ceremonias, ya fueran bélicas o rituales, para que las que se construyeron. Esta característica es tan importante que, cada conjunto de juego de pelota, alineado a alguna pirámide con una o dos plazas, forma parte de un escenario que en especial se ha nombrado “Juegos tipo Cantona”.

Por otro lado, en la disposición de algunas canchas sobresale la relación de quienes eran espectadores, pues permitía que el juego se pudiera observar desde la pirámide, o desde las plazas, cabezales y laterales. Al considerar que las canchas son diferentes tanto en su armonía como en su temporalidad, y que incluso el número de siglos que perduró viva la ciudad es amplio, fue inevitable que me perdiera, imaginando, intentando comprender cómo habrían cambiado las reglas y dinámicas, incluso los fines, del juego. Me quedé un rato sentada en la hierba que crece, escasa, por encima del suelo, suspendida entre la duda y las posibles interpretaciones.

Si supieras escuchar… escribe Susana Villalba en el monólogo de una piedra que aparece en uno de sus poemas.

si supieras escuchar
adentro mío el universo
crepitar

no soy muda
quedé atónita

Lo entendí. Me levanté y caminé por el empedrado de regreso, con la intuición de haberme quedado muda también, al menos por un tiempo. El tiempo necesario para asimilar ¿De qué trataba, en esencia, el juego?, y regresar al sitio de Cantona nuevamente, después, en otro momento.

Referencias

García Cook, Á. (Presentador). (2012). Un paseo en Cantona con el arqueólogo Ángel García Cook [Video]. Arqueología. Puebla. Cantona. Cápsulas informativas. Instituto Nacional de Antropología e Historia. Ciudad de México. https://www.youtube.com/embed/quKhpJeHeGU

Coordinación Nacional de Arqueología. (2019). Cantona: Exploraciones recientes. Revista de la Coordinación Nacional de Arqueología, 57 (Número Especial), Abril. Recuperado de https://mediateca.inah.gob.mx/repositorio/islandora/object/issue%3A2731

Villalba, S. (2018). La bestia de ser. Hilos Editora.