Los orígenes del franciscanismo
La Regla franciscana como forma de vida
En la metafísica clásica, la de Aristóteles, las entidades se componen de dos principios esenciales, la materia —aquello de lo cual algo está hecho— y la forma —aquello que hace que algo sea eso mismo y no otra cosa—. Estas dos nociones fueron reelaboradas en el escolasticismo al grado de constituir la base del pensamiento occidental, lo mismo en investigaciones científicas que en doctrinas teológicas. Fueron, pues, la base sobre la cual se inteligieron el mundo y lo sobrenatural antes de su escisión moderna. Por eso no extraña, cuando redacta su Testamento (14-15), que Francisco de Asís se refiera a la Regla como una revelación del Altísimo para vivir según “la forma del santo Evangelio”.
Por su impacto en la expansión del catolicismo romano y en la profundización del mensaje evangélico, la Orden franciscana ocupa un lugar privilegiado en la historia de la iglesia. También por las repercusiones de su fundador, reconocido como santo por la mayoría de Iglesias históricas: Oscar Wilde llegó a afirmar, en ese monumental testamento espiritual llamado De profundis, que san Francisco de Asís ha sido el único cristiano después de Cristo, pues “Dios le concedió alma de poeta […], y con alma de poeta y cuerpo de mendigo no halló difícil el camino de la perfección. Entendió a Cristo y se volvió su semejante. […] La vida de san Francisco fue la auténtica imitatio Christi, fue un poema ante el cual el libro de Kempis es simplemente prosa”. (La traducción, del inigualable José Emilio Pacheco). Recordar, por tanto, con ánimo celebrativo los 700 años de la aprobación de la Regla de san Francisco es una oportunidad idónea para recuperar el sentido de “forma de vida” bajo la cual concibió su redacción y aplicación: la opción preferencial por los pobres.
Entre los textos de san Francisco que sobrevivieron encontramos tres redacciones de la Regla: la primera data de 1209, se reducía a una serie de normas tomadas del Evangelio en las que se enfatizaba la opción por la pobreza como el fundamento del seguimiento cristiano. Fue aprobada de manera oral por el papa Inocencio III, luego de una famosa audiencia con los frailes que ya para entonces habían tomado el nombre de “menores”, por indicación directa de su fundador. Uno de los frescos de Giotto, en la basílica de san Francisco de Asís, representa al papa entregando al hermano Francisco un documento, posiblemente, la aprobación de esta Regla; no obstante, tal representación es apócrifa. Los frailes menores volvieron a Asís con el visto bueno de la sede apostólica, mas no con una bula que la confirmara.
La confirmación de la Orden de Frailes Menores fue un proceso orgánico en el que se sucedieron varias bulas de Honorio III, amigo cercano de Francisco de Asís: Cum dilecti (1218), Pio dilectis (1220) y Cum secundum (1220), hasta la publicación de Solet annuere, el 29 de noviembre de 1223, en la que se aprueba oficialmente la Regla de la Orden de Frailes Menores —de ahí que también se le conozca como Regla bulada—. Se trata de un parteaguas en la historia de la Iglesia romana: Francisco de Asís consiguió, no a través del proselitismo sino de una auténtica conversión espiritual y ecológica, la ansiada reforma de la Iglesia que tanta sangre hizo correr desde la Alta Edad Media. Piénsese en las persecuciones contra los patarinos, los pauperistas y los valdenses, partidarios de la pobreza evangélica como condición necesaria para alcanzar la salvación —persecuciones a las que luego sucederán las de los husitas, las beguinas y los franciscanos espirituales, partidarios del regreso al espíritu de pobreza evangélica que predicó san Francisco—. Dicha reforma no podría concretarse si no se volvía a las fuentes: el Evangelio, lugar donde la condena contra quienes acumulaban riqueza fue uno de los tópicos constantes de la predicación del Señor. Incluso más que las alusiones a la moral sexual —de la cual apenas si se pronunció—, el mensaje evangélico es tajante cuando se trata de reivindicar la dignidad de los pobres frente a los abusos de los opulentos. San Francisco entendió el mensaje del Evangelio de la manera más pura posible: Cristo no invita a los ricos a despegarse de la riqueza, sino a renunciar a ella. Predicar lo contrario constituye una alteración herética de la doctrina cristiana, una muy extendida en la Iglesia desde hace varios siglos al grado de parecer ortodoxa para muchas comunidades religiosas.
Un vistazo a la estructura del documento arroja diferencias importantes en materia de formación intelectual y teología de la vida consagrada con respecto a otras órdenes de su tiempo. A diferencia, por ejemplo, de las órdenes monásticas inspiradas en las Reglas de san Agustín o de san Benito, Francisco se negó a aceptar el monacato como el estilo de vida de los frailes menores, a quienes exhortó a trabajar y a mendicar “en el mundo” para el mantenimiento de la comunidad. Por otra parte, se mostró reservado sobre el hecho de que los frailes estudiasen, temiendo que al hacerlo la vanagloria se sobrepusiera a los sentimientos de sencillez y pobreza, únicas aspiraciones legítimas de quienes portaban el hábito marrón. En esto se diferencia radicalmente de uno de sus contemporáneos, santo Domingo de Guzmán, quien veía en el estudio de la teología un medio para evangelizar a los infieles.
Que san Francisco haya hecho de la pobreza evangélica la columna vertebral de su orden supone, en primer lugar, que la opción preferencial por los pobres es la esencia de la vida cristiana. El asunto no era baladí: Pierre de Blois (1130-1200), teólogo, padre de familia, canciller del obispo de Canterbury, contemporáneo de san Francisco, denunció el apego al dinero del obispo de Lisieux con términos similares a los del Evangelio de san Mateo (XXV):
Te ha abierto el Señor un camino facilísimo de salvación: pues ha venido un hambre cruel que amenaza a los pobres, y es como si, en ellos, el Señor te ofreciera su reino a precio de saldo. Tanto te costará el reino, cuanto seas capaz de mostrar a los pobres de afecto y de compasión. El pobre es el vicario de Cristo (pauper Christi vicarius est). Y así como al Señor le duele ser rechazado y despreciado en el pobre, así le alegra ser acogido en él1.
No se trata de romantizar la pobreza, sino de descubrir en ella el sitio eminente desde donde ocurrió la salvación del género humano: el Hijo de Dios se encarnó en el seno de una familia pobre, y predicó un mensaje de liberación que opera necesariamente en ambos planos, el material y el espiritual, porque Él es Señor de todo lo creado (Fil. II, 11). Por eso, cuando san Francisco habla de la Regla en términos de la “forma” del santo Evangelio, la pretensión no es poca cosa: se trata de la explicitación esencial del mensaje salvífico que contiene la Revelación escrita: nadie se puede salvar si no se asemeja al Cristo pobre que se encarnó en el seno de una virgen desamparada, migrante, perseguida por el poder de Herodes.
En un acto que pretendía manifestar la autoridad del papado sobre el poder temporal, Inocencio III se arrogó el título de “vicario de Cristo”, desplazando así la referencia a los pobres de su sentido original. Con todo, la opción preferencial por los pobres, tal como fue pensada por Francisco de Asís en su Regla, continúa siendo un tópico que resuena en muchos novelistas católicos contemporáneos. Umberto Eco (1932-2016), en El nombre de la rosa (1980), reproduce un supuesto conciliábulo entre dominicos y franciscanos en torno a una polémica harto conocida en el siglo XV: ¿Era Cristo dueño de su túnica? Polémica a la que Roma no dio cabida en las discusiones teológicas de la Baja Edad Media, y que terminó por decantarse en la herejía del desapego —que no renuncia— a la riqueza. Un ejemplo más cercano en tiempo y cultura lo encontramos en La soldadesca ebria del emperador (2010), de Pablo Soler Frost (1965), un diario novelado del emperador bizantino Miguel III quien, atormentado por sus muchos crímenes, reza por que al menos un pobre hable bien de él frente al Justo Juez en el juicio final.
Empéñense todos los hermanos en seguir la humildad y pobreza de nuestro Señor Jesucristo y recuerden que nada hemos de tener de este mundo […]. Y deben gozarse cuando conviven con gente de baja condición y despreciada, con los pobre y débiles, y con los enfermos y leprosos, y con los mendigos de los caminos […] y no se avergüencen: más bien recuerden que nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios omnipotente, “puso su faz como piedra durísima” (Is L, 7) y no se avergonzó, y fue pobre y huésped y vivió de limosna (Regla, IX, 1-5).
Palabras éstas de san Francisco que viene a bien recordar de vez en cuando. Sobre todo, si se pone en perspectiva que las referencias en el Evangelio a una moral sexual son casi nulas —aunque nos quieran hacer creer lo contrario— si las comparamos con uno de los tópicos centrales de la enseñanza del Mesías: que no se puede servir a Dios y al dinero (Lc XVI, 13).