Cagar a pedos el sistema
Cagar a pedos es una expresión usual en la jerga argentina que extrañamente carece de sinónimos en México. Sin embargo, pese a la ausencia de un equivalente preciso (tal vez el más cercano sea hacerla de pedo), entenderla no debería resultarnos complicado, más aún cuando el uso del español en América, con sus vertientes y ríos, tiende a la intimidación, al regaño, a la reprimenda, pero también a la rápida y maquinada ofensa, al insulto elegante. Fraternidad marcada por el autoritarismo militar, hemos renunciado a quedarnos callados. De esta irreverencia está lleno nuestro idioma: albures, groserías, etcétera. En la literatura, el escritor que más practica dicho estilo bravucón y exasperante es el ensayista, cuyos argumentos –bien sazonados de un humor cínico y procaz– irritan a las buenas consciencias. Provocadora de fina insolencia, Laura Sofía Rivero (Ciudad de México, 1993) pone en jaque las costumbres más cerradas de la sociedad contemporánea en Dios tiene tripas, libro merecedor del Premio Nacional de Ensayo Joven José Luis Martínez 2020.
En los trece ensayos que componen el volumen, Rivero profundiza en la relación que mantenemos con nosotros mismos y con los otros por medio de nuestros desechos. Cada ensayo escarba dentro de la cultura de la mierda: nuestras manías y prejuicios, los eufemismos que se convirtieron, con el tiempo, en gestos inequívocos de la autocensura que ejercemos diariamente. La autora ensaya con la mierda tal como dictan los cánones del género: la toca como si fuera la primera vez, para mirarla con otros ojos, tratar de leer en ella lo que se piensa y no se dice. Así se advierte en el “Prefacio”:
Tópicos bajos, groseros, banales; pero a la vez irrefutablemente humanos. Si en la literatura persisten —en la vomitada quijotesca del bálsamo de Fierabrás, en la varita de caca de Remedios la Bella— es porque dicha humanidad, demoniaca y divina, nos repele e interesa a un mismo tiempo. Son temas subterráneos: el sitio de lo que se piensa y no se dice.
El argumento más crítico del libro se dirige a la cultura de la (auto)represión. Para desentrañar sus estructuras la autora recurre a la infancia, una etapa donde experimentamos con nuestros propios efluvios y excrecencias corporales. Los niños no conocen el pudor, semilla de la censura adulta. Su desfachatez nos asombra mientras que a ellos les divierte encontrar así su lugar en el mundo. Con todo y su inocente pestilencia, los eructos, mocos y pedos infantiles nos devuelven a ese paraíso entrañable –víscera nostálgica– vedado a la seriedad de los mayores.
El caso contrario sucede cuando un extraño se pedorrea en el elevador. La incomodidad nos azora en ese instante dado que surge como un silencio autoimpuesto. Es lo reprimido que desea emerger, lo no dicho. Con el paso del tiempo aprendemos a controlar nuestros esfínteres pues solo reprimiéndolos seremos aceptados. Laura Sofía Rivero utiliza la subversión de los desechos para criticar los eufemismos de cierta clase de progresismo que a menudo alardea de asepsia verbal y de mente. “Nuestro pudor se construye a base de represiones, de grilletes en los impulsos”. Pero, ¿qué no el eufemismo es la otra cara de ese silencio autoimpuesto? Lectora ávida y minuciosa de Montaigne (algo que la corrección política no ejerce: leer detenidamente), la autora no pretende hacer pasar sus ensayos por una defensa dócil y amable del pensamiento. Si este se compone de “excrementos de un viejo espíritu, a veces duros, a veces blandos, y siempre indigestos”, el acto de pensar, y por ende de ensayar, nunca será, pues, “palabra sinónima de investigar con pudor, de opinar con decoro”.
Defensores del eufemismo como placebo, los paladines de lo políticamente correcto no solo no saben leer, también carecen de sentido del humor. En “Corre que te alcanza”, la autora los describe a la perfección: son los “cara de estreñidos”, hombres y mujeres reprimidos que evitan la risa bajo riesgo de que se les escape algo de sí mismos que no quieren escuchar. Preocupados por lo que digan de ellos, se reprimen, limitan su lenguaje. El humor escatológico es desagradable porque insiste en presentarse como un “mecanismo crítico que desestabiliza las verdades unívocas”. Escribe la autora en “Mitos y rituales de la espuma”: “Nuestros mitos modernos —la base que sustenta al imaginario colectivo— no son construidos por fabuladores ni por rapsodas sino por los publicistas”.
Escribir sobre heces fecales y baños públicos, en una época en la que los eufemismos, y, peor aún, los eufemistas dictan reglas de civilidad –se comportan como publicistas del sentido común–, es demasiado arriesgado, temerario, y, por ende, necesario y urgente. ¿Cómo no advertir la presencia del otro si no es mediante el olor de un pedo que no nos pertenece? Hijos de la dictadura –ya sea legal o solapada–, la historia latinoamericana nos recuerda que para el autoritarismo, el otro está negado o, como diríamos hoy, cancelado. Y en efecto, no es sencillo digerir la mierda ajena. Mejor es ignorarla, ocultarla, fingir que no existe. Pero el otro está allí, caga y apesta. En última instancia, las flatulencias, los fluidos más inmundos, son nuestro lenguaje comunal. Como el amor.
En “Viviendas: estampas del drenaje compartido”, Laura Sofía Rivero trata el tópico a partir de la mierda, no solo en un sentido metafórico (problemas, conflictos, diferencias) sino también literal: el baño del hogar como un bien mancomunado. Desde el momento en que uno sale con alguien y se enamora, aprende a vivir con sus hábitos más turbios. Lejos de utilizar ese horroroso y acrítico adjetivo de uso actual para describir las relaciones amorosas, la autora acierta en dibujar los desacuerdos de una pareja joven, y si algo hay de tóxico entre ellos será tan solo eso que se desprenda de sus tripas y vaya a parar a las aguas residuales:
Límites entre ternura y asco. Gradientes de cercanía. Él y Ella jamás se los preguntaron. No podían concebir nada más cariñoso que conocerse sin filtros: los excesos y la rusticidad del otro, eran su hogar. No obstante, antes de terminar su relación de años, Él enloqueció al saber que Ella tenía por costumbre orinar en la regadera. No podía permitirlo. Le parecía un acto descontrolado e incomprensible. Las casas son fáciles de edificar; los hogares, difíciles de construir. Lo íntimo es una lucha y una interrogante.
No hay ensayista que busque quedar bien con la ideología imperante. Su oficio no es alinearse al régimen de las buenas intenciones, sino amenazar a primera vista al comensal, persuadirlo incluso, en todo caso, retar su paladar. Heredera de un gusto refinado (que no por ello gentrificado ni exquisito), entre las lecturas de Laura Sofía Rivero sobresale Michel de Montaigne, tutor de sus meditaciones, así como Jonathan Swift y los pensadores clásicos (Aristóteles, Séneca, Barthes) a los que Laura Sofía vuelve una y otra vez, empachada por las ideas de supuestos reformistas del pensamiento, más preocupados por transcribir en sus libros sus tuits más gustados que por pensar por ellos mismos.
Con Dios tiene tripas podemos hablar de una obra ensayística que empieza a consolidarse a partir de las obsesiones y manías de la autora: los gérmenes como microscópicos peligros, la prosa hiperbólica y al mismo tiempo exacta, la alevosía en los detalles. Los trece ensayos que dan forma al libro (cuyo título es, a mi gusto, lo único reprochable al igual que el epígrafe elegido, pues ambos dan cuenta de una dimensión religiosa que contrasta con la carnalidad e inmundicia manifiestas en los textos) se pueden leer por separado en cada ida al baño. El modo en que están escritos –de una prosa ácida e hilarante– hacen que duren el tiempo exacto para disfrutarlos mientras esperamos pacientemente a que nuestros intestinos hagan su trabajo.
Desde hace algunos años Laura Sofía Rivero destaca como una de las ensayistas jóvenes más interesantes, investigadora paranormal de lo cotidiano que no podría escribir desde otra realidad que no sea la suya: “La experiencia se vuelve la mejor dictaminadora de lo cierto. La razón, si acaso, su faro”. Lo hizo en Tomografía de lo ínfimo (2018); lo hace ahora en Dios tiene tripas. En ambos libros propone una conversación íntima que solo algunos lectores pueden mantener con ella, no por falta de inteligencia sino por ausencia de recato. Son los buenos lectores, que aceptan el pedo de Laura Sofía Rivero sin juzgarla pues saben que algo en su obra los convoca, quizás el olor o su atronadora impudicia.