Los niños del agua de Hiram Ruvalcaba
Una crónica es un vistazo al mundo, a un momento en “la historia”, sea ésta una guerra, un acuerdo, una firma de paz, o también un encuentro entre dos escritores; o la relación entre un hombre y un estanque, sus sentimientos y la relación entre ellos a través del tiempo y el espacio. Una crónica sobre un escritor… no, alguien más, un hombre, un ser humano, desplegando un abanico de emociones, algunas convulsas y otras más sosegadas, respecto a un tema íntimo, uno que no debería tratarse a la ligera, uno del que no debería mencionarse nada, pues no debería existir.
Hiram Ruvalcaba ha escrito en Los niños del agua una crónica sobre la relación entre él, su hijo muerto, Japón, la religión budista, la compasión, el dolor, la pérdida. El lector se da cuenta de inmediato cuando al abrir el libro (también hay que decirlo: es Premio Nacional de Crónica Joven Ricardo Garibay 2021), aparece un listado de crónicas, todas independientes y al mismo tiempo unidas bajo distintos ejes, en el que se aprehende la profundidad de las relaciones y parentescos (parentescos raros, diría Donna Haraway) con la cultura japonesa, sus lugares, palabras, tradiciones, religión y habitantes (sintientes de todo tipo). “El teléfono del viento” abre la colección, y justo debajo de él, aparece en japonés el título de esta primera crónica: kaze no denwa. “Me pregunto si existe alguna forma de saber que los muertos nos perdonaron.” ¿Cómo seguir después de este arranque brutal, poderoso y al mismo tiempo tierno? La culpa cristiana: “Cuando esa llaga se cierre, ¿sentiremos de verdad el yugo de la culpa cayendo de nuestras espaldas?” Dolor y sufrimiento sobre los hombros, un “¿Cuántos años tarda el perdón de los muertos?” Y nada. Debería seguir el silencio, y sin embargo lo que encontramos es belleza.
La obra de Ruvalcaba, Los niños del agua, cuyo título se explica más adelante, retrata el largo viaje a través de años, culturas, religiones y espacios, un viaje del alma por medio de escritos que funcionan como psicopompos. Si para las grandes culturas originarias, ya sean nativo americanas, nahuas, mayas, zapotecas, incas, tunguskas o aimaras, existe un vehículo, una guía que lleva el alma al mundo de los muertos (o al chamán para que logre de manera exitosa su tránsito órfico), para Hiram Ruvalcaba, un escritor jalisciense de gran calidad, lleno de recursos y que además es propietario de una voz particular, lírica y al mismo tiempo filosa, es la crónica, el devenir de un tejido conformado por experiencias personales, por la visión de un lugar, de una vivencia, ya sea lejana (extranjera) o localizada en la academia, en un pueblo de Jalisco, lo que funciona como esta guía para transitar en el mundo de los muertos, y en lugar de traer al fenecido de vuelta, lo que hace es pedir perdón.
En la serie de Nic Pizzolatto, True Detective Temporada 1 (HBO, 2014), uno de los personajes centrales, Rust Cohle, le confiesa a su compañero, Martin Hart, que él estuvo casado y que además tuvo una hija. La muerte de ella provocó muchas cosas en la psique del personaje, desde la ruptura del matrimonio hasta la agudización de su filosofía de vida, un nihilismo recalcitrante y cínico, a la mejor manera de Cioran o Ligotti. Rust explica que se le perdonó el “pecado de ser padre”, pues su hija no vivió demasiado como para sufrir en este mundo, cosmos carnívoro que fagocita todo como una gran trituradora.
Esta idea, la del “pecado de ser padre” me ronda todo el tiempo mientras leo Los niños del agua. He de decir (porque no pienso hacer una reseña objetiva, pues a pesar de realizar estudios literarios, me parece que la mejor manera de entrar a un texto es con toda la subjetividad de la que uno es parte; la lectura no es un acto mecanicista focalizado, sino una concepción intelecto-sentimental, una construcción y reconstrucción del texto y de lo que uno es como lector de él) que me siento cercano a la actitud escritural (al menos hasta ahora) de Hiram Ruvalcaba porque comparto algunas de sus obsesiones. Algunas de ellas son la paternidad, y otra es el deseo de ser padre (aunque en mi caso no lo sea).
Leer Los niños del agua fue difícil. Era algo que había aplazado después de poner toda mi atención en Padres sin hijos (UANL, 2021), libro también ganador del Premio Nacional de Cuento José Alvarado 2020, y de llorar con él, porque la figura central de aquel libro de cuentos es el padre, pero con ello deviene la figura del hijo, de la hijitud y de la paternidad. ¿Todos somos padres, de alguna manera, todos somos hijos de esos padres? Qué pregunta tan difícil, al menos si uno la realiza desde el contexto social mexicano, donde tenemos una carga de machismo recalcitrante y brutal, y los padres, rara vez, por supuesto no todos, se comportan como seres cariñosos. ¿Qué significa ser padre?
Hiram Ruvalcaba no se tienta el corazón, pues su pregunta es mucho más dura: ¿qué significa ser el padre de un niño muerto?
En “El teléfono del viento”, el libro se abre a la posibilidad del contacto con los muertos, no con cualesquiera, sino con los seres queridos. Para ello, la visita del cronista nos lleva hasta un jardín donde “un hombre ha construido una cabina con un teléfono para hablar con los muertos”, en la costa de Iwate. Esta construcción, en apariencia tan sencilla y al mismo tiempo enigmática, funciona como el ya mencionado psicopompo, o tal vez como un atenuador para el dolor, uno que se extiende hacia el sufrimiento: decir lo que uno no pudo en vida.
Uno de los preceptos del budismo dice que el dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional. Sufrir es una decisión, es arrastrar una culpa. Precisamente ese concepto, esa palabreja que en otras culturas no significa casi nada, en Occidente tiene una peculiaridad marcada por el cristianismo: la mayoría de nuestras acciones está marcada por el pecado. Somos culpables por el sólo hecho de ser descendientes de criaturas imperfectas.
El peregrinar del autor nos lo dice también: si hubiera hecho algo mejor, quizás, sólo quizás, su hijo estaría vivo.
Lo había dicho: avanzar por este libro es tremendamente doloroso, remueve heridas y levanta costras sin que por ello se regodee en la desgracia. Me refiero a que Hiram Ruvalcaba no está jugando a la victimización ni al dolor como orden estético, sino a la construcción de una literatura hecha por las sensaciones y los sentimientos de un devenir cualquiera, y justo por ello doloroso. La experiencia vital duele, vivir duele, y en ello, a pesar de todo, hay belleza.
La prueba de que el arte puede construirse, incluso, con el dolor y su larga estela de sufrimiento, está en obras como Vida y destino, El cantar de Heike o La tumba de las luciérnagas, y, por supuesto, en Los Niños del agua.
La segunda crónica atempera un recorrido que, el lector se da cuenta, estará marcado por la profunda nostalgia, por las sensaciones más delicadas que parecieran no tener un nombre exacto, pero que aun así permanecen en el día a día, o brotan cuando alguien atiende una postal, se detiene frente a un acantilado u observa un paisaje con la calma de la contemplación, encontrando, sí, belleza, pero también horror.
Esta segunda crónica nos muestra al Ruvalcaba más periodista, con un afán que llega a lo político, donde denuncia la contaminación que se lleva a cabo en Autlán, Jalisco, donde las aguas residuales de las industrias pertenecientes al monstruoso aparato del Capitalismo Voraz, afectaron a una comunidad, específicamente a los más jóvenes, en El Mentidero, comuna rural de Autlán. El autor logra reconocer este hecho con otro denunciado por una autora japonesa del siglo XX, Ishimure Michiko, quien en una novela habla de las aguas residuales vertidas en la Bahía de Minamata.
Desde este segundo momento, Los niños del agua se convierte en algo que abarca más temas incluso, pues no será ésta la única crónica que parece “desviarse” del objeto del dolor de un padre que ha perdido a su hijo. Las relaciones culturales entre Japón y México, ya sea en su literatura, o a través de temáticas, tradiciones religiosas y culturales, estanques, animales y visitas de grandes autores (Kenzaburo Oé, o el mismo Ruvalcaba), se renueva, como lo que hiciera Tablada hace más de un siglo: establecer puentes entre una cultura en apariencia ajena, y la mexicana, del budismo zen a la poesía. En Los niños del agua esta relación es profunda y sorprendente, como ocurre en la crónica “Jizo-san”, en la que el autor nos muestra las tradiciones de una isla de Shimane y el Chichihualcuauhco, donde van los niños puros al morir.
Si acaso, entre toda la melancolía y la profundidad de las exploraciones sensitivas de Hiram Ruvalcaba, hay una que funciona como descanso para el lector, “La bella durmiente”, donde nos relata la visita de Kenzaburo Oé, narrador japonés, Nobel en 1994, especialmente al Colegio de México, donde fungió como profesor visitante, específicamente de 1976 a 1977, (quien realizó otra visita en 1996, donde se encontró con Gabriel García Márquez). A pesar de lo que podría aparentar su semblante pensativo, en ocasiones adusto, Oé era un hombre alegre, dispuesto a pasar sus noches en “tugurios” donde era querido y reconocido. Es esta personalidad al mismo tiempo bonachona y seria la que establece un contrapunto para el dolor y la delicadeza de las emociones que emanan del libro.
Lo que hace Hiram Ruvalcaba es construir puentes, aunque sea una expresión manida, sencilla, sin un significado profundo, en apariencia, entre México y Japón. Y lo sorprendente es que lo hace a través de la literatura, como en “La bella durmiente”, donde además habla del encuentro entre Kenzaburo Oé y Gabriel García Márquez y la relación de este último con Kawabata (su libro Las bellas durmientes ocasionó una gran impresión en el escritor y periodista colombiano, quien realizó un homenaje personal en Memoria de mis putas tristes); y también acercando las creencias religiosas, las tradiciones, los rezos y el lenguaje, pero especialmente a través de un trance, no se me ocurre de qué otra manera llamarlo, de tristeza e impotencia.
No soy padre, soy muy consciente de ello y, sin embargo, el deseo de afrontar la paternidad, el anhelo de ella me ha acompañado desde que tengo memoria. Como dato chusco, mi madre recuerda que, siendo un niño de kínder, yo aseguraba que tendría un grupo de rock hecho con mis hijos. Seguramente no tenía idea de qué era el rock pero, aun así, me entusiasmaba, sin saber exactamente por qué, ver una serie de repeticiones mías llamadas Gerardo 1, Gerardo 2, Gerardo 3… La soledad de ser hijo único (hasta los 18 años), y de no tener vecinos, produce pensamientos monstruosos. Este anhelo, que quizá pueda explicarse de manera psicológica: una manera de encontrarme con el niño que soy, una forma de dar todo lo que nunca tuve. No lo sé. Lo que sí es verdad, y una certeza, es todo lo que se ha revuelto en mí al leer Los niños del agua. La lectura, hay que decirlo, produce lágrimas, estruja el pecho, causa ansiedad por el sólo hecho de pensar en la paternidad. ¿Cómo lo hace alguien, Hiram, el lector? ¿Cómo sobrevivir a esos años de incertidumbre, de saberse responsable de alguien más que uno mismo? ¿Cómo afrontar un cataclismo como el descrito aquí?
Este libro está dedicado a Tristán, el hijo de este espléndido cronista y narrador, y uno siente esa caricia en cada una de sus páginas, incluso en las partes chuscas donde Oé aparece como adicto a los clubes de striptease. Aquí hay risa, hay continuidad, hay incluso ficción, un pueblo mítico, Tlayolan, un pensamiento capaz de hilar muy fino y de hacer conexiones donde uno no las imaginaría, y una voz esplendente que ilumina dentro de la oscuridad más profunda, como ese rayo capaz de abrir una roca, de provocar cuevas, grutas, sensaciones hondas que “curvan sus alas por encima de los mares y se asientan, piadosamente, en mi corazón.”
Sirva este libro como plegaria, como encuentro, como viaje y como un muestrario de lo humano, de la cultura y de la belleza, del Heike monogatari a Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura, del Kojiki a Pedro Páramo, y de la tristeza más cruel y afilada a la esperanza más luminosa. Este libro es una plegaria, una disculpa, una elegía y un glosario de sentimientos y emociones. Y yo, al menos, con todo el temor del mundo, con toda la esperanza del mundo, celebro que exista Los niños del agua.