Bolaño y las juventudes perdidas
¿Qué pensaría Bolaño si viviera?
Quizás así deben comenzar todos los ensayos para escritores que ya no están. Quizás no todos los ensayos, pero sí los que se escriben en memoria de quienes vivían con un fuego en la lengua y cuyas palabras todavía resuenan. Y entonces acudimos a la relectura exhaustiva, esa en la que los enunciados de un libro abandonan la trama para volverse las profecías que usamos para responder nuestras propias preguntas. Es peligroso re-leer a Bolaño estos días. O no: quizás no es peligroso, solo es ocioso y hasta cierto punto incorrecto porque nos remite a la lectura primera, a esos libros que nos permitían olvidarnos del mundo real cuando estábamos a pocos y torpes pasos de los pañales y que engullíamos como el más tierno pan antes del sueño.
Lo cierto es que resulta al menos extraño cerrar el libro y ver en el picaporte de la puerta la colección de cubrecbocas, señal inequívoca de cómo ha cambiado todo. ¿Qué excusa había para quedarse en casa antes? Casi ninguna buena, casi todo se trataba de salir e ir tras el rastro de tal o cuál sombra, búsquedas por lo demás infructuosas, pero que constituían un modelo de vida mucho más similar al de los nómades que al de los multihabitacionales cubiertos de gel antibacterial y en ello estaba su mérito.
Ahora ya es otro tiempo y digo que es peligroso leer a Roberto, o a Arturito o a Archimboldi o a B, porque en cuanto se rompe el hechizo de la narración, en cuanto se cierra el libro por respeto a los ojos, cansados de transitar la avenida Guerrero a pie, en cuanto cerramos las páginas de esas amistades inventadas que toman el lugar de nuestros propios amigos ausentes, aislados, separados y distantes, cae sobre nuestros corazones marcados a tinta por la lectura y a sangre y sudor por la vida la realización de que ese mundo dista ya mucho del presente, atravesado por un abismo que no se sabe muy bien cómo cruzamos pero que no ofrece vuelta atrás.
Sería pura fantasía pensar que Bolaño escribía para nosotros. Es decir, sus novelas las podía (y puede) comprar (o robar) y leer cualquiera que tenga el recurso (o la valentía y destreza), y sus libros, inmiscuidos en un mundo del arte y literatura que no ha cambiado tanto en 30 años, parecen hablar sobre lo que conocemos y nos apasiona y nos mantiene despiertos en la noche. Pero, como apunta él mismo en el inolvidable Discurso de Caracas, sus novelas no son más que cartas de amor a su propia generación, su generación de muertos nacidos en los cincuenta y que quizás sabían de antemano que una sombra los seguía por las calles vacías del Centro y por eso decían o pensaban en vivir y siempre vivir y lanzárse nuevamente al camino y, una vez más, abandonarlo todo.
Por otra parte, cualquiera que se interese tardará poco en descubrir que Bolaño no era optimista sobre el rumbo de la literatura latinoamericana. Y cómo serlo, si en sus últimos días de hígado cansado estaba rodeado de una élite intelectual muy similar a la que él mismo interrumpía y ofendía en su juventud, si bien volcada hacia el mercado. Como lo pone Francisco Carrillo, “Para Bolaño, la literatura es un imperativo ético en torno al que gira una narrativa que obsesivamente se pregunta por las exigencias de su legítimo ejercicio, es decir, quién es el verdadero poeta, en qué consiste una escritura responsable o cómo producir una literatura que no participe de la industria editorial” (Excepción Bolaño, 11). No era el mundo ya en el que Paz formaba su gremio político-literario, pero sí el mundo en el que la escritura había sustituido a la vida; una vez más se podía vivir de las columnas semanales, de la venta y reventa del propio nombre auspiciado por casas editoriales, un mundo dentro del cuál quien desempeñaba la literatura con éxito (léase: vender) podía y hasta aspiraba a vivir de forma decente. En “Sevilla me mata”, discurso que el chileno dejó inconcluso y que pretendía ser leído en el I Encuentro de Escritores Latinoamericanos, organizado por Seix Barral meros días antes de su muerte, entre sarcástico y serio, Bolaño plantea:
¿Qué no vende? Ah, eso es importante tenerlo en cuenta. La ruptura no vende. Una escritura que se sumerja con los ojos abiertos no vende. […] ¿De dónde viene la nueva literatura latinoamericana? La respuesta es sencillísima. Viene del miedo. Viene del horrible (y en cierta forma bastante comprensible) miedo de trabajar en una oficina o vendiendo baratijas en el Paseo Ahumada. Viene del deseo de respetabilidad, que sólo encubre el miedo.
Por eso regreso a la pregunta inicial, porque Bolaño nunca conoció a la generación que venía detrasito, la generación nacida en la década que a él mismo le otorgo el prestigio y privilegio de ser un autor internacional con traducciones a idiomas desconocidos para la tierra madre. Bolaño nunca se enteró de esa generación que nació en la década de los noventa, ni mucho menos esa generación que venía naciendo un año o dos antes o el año de su propia muerte. Dos generaciones que a Roberto y a Arturo y al resto de la pandilla los conocieron ya en los huesos, en el mausoleo humilde al que se retira todo buen escritor antes de tiempo.
Me lo pregunto porque eran niñas y niños de preparatoria quienes se apresuraron en tomar Chile. Me lo pregunto porque Bolaño, que se interesaba por el tema, nunca vio cómo el movimiento feminista paralizó una y otra vez a la Ciudad de México exigiendo una respuesta ante la muerte que hasta el momento no llega.
Me lo pregunto porque a Bolaño nunca le tocó una cuarentena, y si bien creo que Belano se la hubiera saltado sin cubrebocas con tal de seguir el rastro del misterio y la aventura, Bolaño hubiera agradecido los días de encierro y habría escrito y leído sin tomar en cuenta el paso del tiempo. Y me interesa saber, como alguien que ha pasado la mayor parte de los últimos tres o cuatro meses haciendo lo que puedo desde el encierro, cómo reconciliar el ímpetu que aún queda en mí por salir y no regresar y buscar la aventura, con el reconocimiento de que la mayor forma de expresar admiración por la literatura es leyendo y escribiendo y que esa es una aventura en sí misma. Me tranquiliza saber que todavía hay cartoneras y autopublicaciones y espacios autogestivos (como Avión de Papel, los libros encuadernados a mano de Joana Medellín, y el espacio cultural independiente que es Pandeo, por nombrar algunos proyectos de entre muchos más). Pero la sensación general es de desgaste, de que la vida se nos va.
Si tengo alguna certeza, es que Bolaño sentía en el aire el cambio que el mercado y el dinero terminaron dando a nuestra vida, a la forma en que se hace política en nuestros países y que, lo comprobamos cada vez más, amenaza nuestra existencia. Lo que no me queda claro es si Bolaño era consciente de que, a pesar de todo, siempre hay jóvenes. Siempre estará la juventud que sueña con mil formas diferentes de militancia y pone el cuerpo y la vida en nombre de la aventura y la amistad y el amor y lo desconocido. Una juventud, diría Bolaño, idealista. Pero no lo diría en un mal sentido. Hay que ser idealistas para sobrevivir a la juventud, pero también al mundo actual.
Hoy, a escasos días del decimoséptimo aniversario de su muerte, inauguramos este dossier con el propósito de seguir generando ideas y conversaciones (como la que se dará este miércoles aquí) en torno a su obra. A lo largo de esta semana estaremos publicando textos que intenten abarcar el espíritu efusivo de Bolaño, pasando por las razones para no leerlo más de una vez hasta las razones para entregarse a la relectura frenética. Creemos que en la literatura de Roberto Bolaño existe el recordatorio de la fuerza que mueve a la juventud, el espíritu de la adolescencia que apuesta y pierde, y pierde pero vive. Es precisamente este espíritu desafortunado el que nos puede dar pistas para descifrar cómo sobrellevar todo lo que, inevitablement, debemos sobrellevar. En ese sentido, no ha habido otra época igual para leer a Roberto Bolaño.