Roberto Bolaño: autorretrato sin cuerpo físico
Mi encuentro con los libros de Roberto Bolaño se dio en la adolescencia al leer, como casi todos los que se inician en la obra del chileno, Los detectives salvajes. Tenía diecisiete y estaba en Culiacán; allí, en la antesala del desierto, entre el bochorno de los días, creí intuir algo en esa novela. Poco después ella y yo, también otros libros más, nos mudamos a la capital. Hice amigos y caminé de madrugada calles de las que alguna vez había leído. En las entonces pequeñas bibliotecas que cada uno guardaba en su departamento, Los detectives era una constante, una referencia compartida y casi obligada.
Esta historia, al menos su comienzo, es la de muchos. Podría ser relatada de manera semejante por una cantidad grandísima de personas; y la coincidencia me parece maravillosa.
Hace bastante tiempo que dejé de ser adolescente y que mi nostalgia se disgrega en el territorio, pero aún creo que Los detectives era (quizá lo es todavía) un rito de paso, una bienvenida a la ciudad y a la literatura latinoamericana. Mentiría si digo que después de eso me sumergí por completo en su obra; en realidad, no fue sino hasta un par de años después, al leer por recomendación el famoso ensayo “El pasillo sin salida aparente”, que vi en Bolaño luces y texturas que me interesaban profundamente. Sus escritos no ficcionales me llamaron con fuerza; el humor incisivo, la crudeza, la realidad desvestida seguía ahí, acompañada de la afirmación de su nombre, de sus obsesiones sin tapujos en un diálogo directo con el mundo.
Después de su muerte, sus artículos, ensayos, entrevistas y discursos fueron compilados en el libro Entre paréntesis, una especie de autobiografía ensamblada por manos que no fueron del autor, pero en donde podemos ver su contorno y, si nos quedamos lo suficiente, también sus marcas particulares. Un retrato hecho con fragmentos, con retazos recolectados de aquí y allá. Pero en la multiplicidad, en la diferencia espacio-temporal de cada uno de los textos, encontramos a un Bolaño no en partes sino completo y, a veces también, transparente.
Entre paréntesis no es en sentido estricto un libro de memorias, pero sí es un libro en el que el chileno realiza un constante (y arqueológico) trabajo de rememoración; son textos acerca de otros escritores, literatura, patria, exilio. Es el libro de un hombre traduciendo la naturaleza de la realidad, mostrando su cartografía interior.
Roberto Bolaño reiteró, en distintas ocasiones, que hablaba y escribía de cosas que le eran familiares, y detrás de esa afirmación (a primera vista sencilla, común), se esconde una de las urdimbres que sostienen su obra. Quiero decir, escribía de aquello que conocía: el pasado, los libros leídos, los lugares habitados, los rostros vistos, la escritura, la poesía desbordándose por todos lados; los recuerdos propios y también los que hizo suyos.
Las sendas expandidas de la memoria trastocan la manera y los ángulos desde donde conocemos a sus personajes, así como la estructura de sus textos; podemos notarlo tanto en sus novelas o cuentos, como en ensayos o artículos. En ellos consiguió hacer confluir muchas voces, brindarle dimensión y significados múltiples a lo que bien podría haber manifestado solo uno a primera vista.
En Bolaño hay recuerdos que aparecen, reaparecen y desparecen en el tejido dialógico de su obra. Como decía Goya: la invención se da en la combinación de la memoria. Inventio significa encontrar o descubrir; es decir, hacer claro algo que estaba ahí anteriormente. Moldear el pasado como un trozo de arcilla y dejar las marcas de nuestras huellas dactilares en la superficie. Una misma materia con la que se crean distintas formas, piezas que al final comparten su sustancia primera.
“Autorretrato”, por ejemplo, pequeña escultura que abre el libro Entre paréntesis, brilla por su discreción y aparente simpleza. En sus dos cuartillas la memoria astillada de Bolaño se manifiesta creando una narrativa propia; la edita, va hacia atrás y la ve desarmada, en toda su posibilidad de montaje.
*
En 1973 Roberto tenía veinte años y soñaba con muertos. Bajo todas las constelaciones del cielo chileno, aparecían en su mente Dylan Thomas y Stalin bebiendo en un bar de la Ciudad de México; para ser más exacta, un bar del Distrito Federal. Detrás de los ojos duermevela de Bolaño, Dylan Thomas pedía whisky y Stalin, naturalmente, vodka mientras pasaban las horas y el aire de la urbe parecía un poco más limpio, las calles un poco más caminables.
Yo todavía no había nacido, no era un rostro ni un cuerpo, ni siquiera una intuición. En cambio, Roberto Bolaño había sido hecho prisionero por los militares golpistas y soñaba con un poeta y un dictador; con una mesita redonda donde los hombres pedían un trago tras otro; quizá también, con el olor amargo del alcohol; con la luna llena o menguante iluminando los edificios viejos de madrugada.
Tal vez el sueño era más verdadero, más amable que la realidad, y al despertar con los rayos del sol entrando al cono sur, Bolaño pensó que aquello que vivía era una pesadilla. Probablemente solo se dio cuenta de que los días continuaban su curso, aunque ellos estuvieran encerrados en un lugar donde poco les pertenecía. Porque la nostalgia no siempre es provocada al recordar el lugar donde hemos nacido y la patria es un territorio incierto, imposible de delimitar.
El vodka y el whisky bajaban por la garganta de los hombres que bebían, pero era Roberto quien estaba cada vez más al borde de la náusea.
Este es el episodio que Bolaño establece para hablar de su nacimiento. Del día en que llegó (literalmente) al mundo, nos da solamente el año: 1953; mismo en el que murieron Dylan Thomas y Stalin. Él lo sabía y los recordaba al estar cautivo, imaginando otros terrenos lejos en el continente; mientras se convertía en un paisaje nocturno extendiéndose hasta la capital mexicana.
Con estos recuerdos, como con los otros que recolectó a lo largo de su vida, hizo un constante trabajo de reconstrucción, cambiándolos de lugar y orden. Le dio sentido a lo que surgía de las profundidades del subconsciente, un significado a las cosas, como si el sueño fuera escrito en estrofas regulares, diría Enrique Lihn.
Mucho revela la ausencia de datos, la selección de imágenes y elementos con los que decidimos presentarnos ante los demás. Bolaño construyó un autorretrato sin cuerpo físico, compuesto solo de sus hijos y su obra, de recuerdos y sueños, de algunos países, del nombre de Carolina, su mujer.
Dos años después de escribir su autorretrato fue publicada en la revista Playboy, la ya famosa entrevista realizada por Mónica Maristain; última que daría el autor y que cierra el libro Entre paréntesis. En ella Bolaño excava las profundidades, cada respuesta deja traslucir el impulso poético, la sensibilidad del autor. En conjunto parecieran, realmente, complementar su “Autorretrato”. No me resisto a transcribir la respuesta dada a ¿qué cosas lo divierten? (que bien podría haber sido, pienso, ¿qué cosas lo hacen feliz?):
Ver a mi hija Alexandra. Desayunar en un bar al lado del mar y comerme un croissant leyendo el periódico. La literatura de Borges. La literatura de Bioy. La literatura de Bustos Domecq. Hacer el amor.
No sé si es la combinación de recuerdos, la curaduría que hace Roberto de sus memorias o mi debilidad por las listas, pero encuentro algo bello y luminoso en la sencillez de su respuesta. El escritor se erige entre las líneas y los nombres de otros, entre paisajes y países. Cada uno de los textos conformando su obra es un fragmento que poco a poco ayuda a materializar un cuerpo que no se acotaba a los límites de la epidermis. Roberto Bolaño era, en parte, Chile, México, España, un bar en la capital, un trozo de la memoria latinoamericana, el sueño y la felicidad sencilla de estar al lado del mar.