Biblioteca personal
En el libro, siempre a mitad de camino entre el producto cultural y el objeto mercantil, se entrecruzan las supersticiones del coleccionista, las necesidades del estudiante, los placeres del lector, los campos de batalla del editor y los procesos personales del escritor. Las bibliotecas caseras son, a final de cuentas, una suerte de biografía en clave de quienes las usan y custodian. El orden puede variar: por autor, tema, lengua original, género literario; o incluso por color y tamaño. Hay quien ordena sus colecciones por editorial, para que el resultado ofrezca esa apariencia imaginada por el editor mismo.
Entre los libros que pueblan mi casa, desde hace años, los títulos del Fondo Editorial Tierra Adentro (FETA) tienen su propio espacio. Es la editorial en la que varias generaciones de escritores jóvenes mexicanos —al menos las de los sesenta, setenta, ochenta y actualmente la de los nacidos en los noventa y dos mil— han publicado sus óperas primas, presentándose así ante los lectores y la comunidad.
Personalmente, crecí con la colección de Tierra Adentro. Me hice un lector asiduo de lo que publicaban en la editorial; primero esos completos desconocidos que son los cuentistas, novelistas, ensayistas, poetas que descubría en su catálogo; luego los amigos y conocidos, colegas con quienes he compartido este rito de paso que tantos de quienes escribimos, vivimos como una piedra de toque, una vela de armas, en nuestra juventud.
En mis tempranos veintes rastreaba los inicios de un novelista, el único poemario de quien dejó de publicar al poco tiempo, o los cuentos que anunciaban un talento que hoy hemos visto cumplirse. La sorpresa, siempre grata, era encontrar en estas obras publicadas por el FETA una serie de escrituras con las que compartía no solo el tiempo, sino un país y, sobre todo, los amplios territorios de la imaginación.
En este texto entrego un recuento de las lecturas que dejaron una huella en mi historia, y que ofrecen, con su presencia en los estantes, la marca de una generación con la que he compartido páginas, desde los costados del lector y el escritor.
1990-1999
El primer título de Tierra Adentro con el que me topé fue El nombre de esta casa (1999), uno de los primeros poemarios de Julián Herbert (Acapulco, 1971), que presentaba una poética madura y perdurable, de tono confesional y autobiográfico que el autor ha ido transformando para continuar sus búsquedas estéticas; recibido de manos del autor, significó el descubrimiento del sello editorial nacido con el objetivo original de publicar los primeros libros de los jóvenes escritores que vivieran fuera de la capital del país.
Me fui de largo y descubrí la poesía de Jorge Ortega (Mexicali, 1972), con su Cuaderno carmesí (1997), todo perfección formal y lujo verbal, una imaginería estructurada por el oído del poeta; las voces que dialogan y estallan en los monólogos que conforman Recuerdos de una casa azul (1996) de Jorge Arzate Salgado (Estado de México, 1966); las imágenes marítimas y de la infancia, la cadencia de los versos de Barcos para armas (1998), de Jesús Ramón Ibarra (Sinaloa, 1965); la voz de un jovensísimo y audaz Hernán Bravo Varela (Ciudad de México, 1979) en los breves pero potentes poemas de Oficios de ciega pertenencia (1999); las estaciones cambiantes de la escritura de León Plascencia Ñol (Jalisco, 1968) en Estación llena de pájaros (1993); los escenarios, los objetos, inertes y deshabitados, pero vivos, de Luis Vicente de Aguinaga (Jalisco, 1971) en Piedras hundidas en la piedra (1992); la memoria de ciertos paisajes desérticos y sitios distantes en Bajo un cielo de cal (1991) de Dana Gelinas (Coahuila, 1962); la trascendencia de los pequeños momentos sobre los que se funda un destino, en los que se esconde el eco de un mito, en Geometría de acróbatas (1996), de Óscar Santos (Aguascalientes, 1968); las iluminaciones profanas, los cantos de la noche y la decadencia de Cantar del Marrakech (1993) de Juan Carlos Bautista (Chiapas, 1964).
Con la lógica de las precuelas, por el lado de la novela me topé con los primeros libros de autores que conocía y apreciaba por sus obras posteriores. Entre ellos, el debut novelístico de David Toscana (Nuevo León, 1961), Las bicicletas (1992), antecedente de sus novelas más celebradas y anuncio de un autor mayor. Encontré más novelas de talentos emergentes: Luis Humberto Crosthwaite (Baja California, 1962), El gran pretender (1992), en la que su estilo, mezcla de callejería y encantamiento, y sus escenarios, las esquinas de la calle como centro del mundo, se despliegan con destreza; La primera calle de la soledad (1993), de Gerardo Horacio Porcayo (Morelos, 1966), novela fundacional del cyberpunk en nuestro idioma, una intriga alucinante que sucede en un mundo ultratecnologizado, casi inhumano; Días de nadie (1993), de Hugo Valdés (Nuevo León, 1963), donde lo sobrenatural, la leyenda y la cotidianidad de una ciudad en fuga se solapan en las vidas de personajes que se buscan a sí mismos, ansiosos por encontrarse; Si yo fuera Susana San Juan… (1998), de Susana Pagano (Ciudad de México, 1968), que al contar una historia de un amor frustrado, es un homenaje a Juan Rulfo, una reescritura a partir de una voz femenina y de los temas del deseo y la identidad.
En lo que se refiere al cuento, encontré el libro de una escritora que explora con ingenio y contundencia todos los niveles de la realidad, el sueño, la vigilia, el delirio, la memoria, la fantasía, la extranjería: Esta y otras ciudades (1991), de Patricia Laurent Kullick (Tamaulipas, 1962). Pude darme cuenta de que hay un aire de familia en las colecciones Escenas de la tierra en fiesta y de la mar en calma (1994), de José Abdón Flores (San Luis Potosí, 1967), y La estatua sensible (1996), de Fernando de León (Jalisco, 1971), pues ocurren en ciudades y épocas distantes, donde lo fantástico y lo histórico se entrecruzan; y la prosa de ambos autores juega con los claroscuros, se arman de poesía, para ofrecer una puntual intensidad. Encontré La risa de las azucenas (1997), de Socorro Venegas (San Luis Potosí, 1972), un libro entrañable, conmovedor, que profundiza en el dolor, en la pérdida y la melancolía; en estos lentos fuegos se forjan las humanas historias de sus personajes. Y el extraño y bello Gente del mundo (1998), de Alberto Chimal (Estado de México, 1970), que reúne los vestigios de una obra inacabada y ambiciosa, pues se trata de las únicas páginas que quedan de la descripción de un mundo repleto de maravillas y civilizaciones; una colección en la estela de los apócrifos borgeanos.
En cuanto al ensayo, puedo mencionar La estrella portátil (1997), de José Israel Carranza (Jalisco, 1972), con sus observaciones urbanas, sus reflexiones acerca de la memoria, el asombro, la contemplación, y esos estados de la mente que abren puertas inesperadas. Vitrina del anticuario (1998), de Felipe Vázquez (Estado de México, 1966), una colección de mecanismos verbales que ponen en movimiento juegos metanarrativos, reformulaciones de lecturas, e invitan a reinventar nuestra mirada sobre la literatura. Y Bajo el volcán y el otro Lowry (1998), de Carlos Antonio de la Sierra (Morelos, 1972) que entraña un recorrido por la novela protagonizada por el cónsul, una obra que interroga una de las muchas caras de esta ficción inagotable.
2000-2018
Las distintas épocas, los rediseños, la inclusión de nuevos géneros y las acentuaciones que ha tenido la colección la han hecho perdurable. Se ha adaptado a los tiempos y renovado junto con las generaciones de autores cuya vocación es presentar ante el lector. Los primeros títulos son ya inconseguibles, y muchos otros aparecidos hace veinte o diez años siguen ese mismo destino (aunque algunos han sido reeditados en los catálogos de editoriales nacionales y extranjeras). Lo cierto es que forman parte de esa moderna tradición de la literatura joven mexicana a la que, nos guste o no, pertenecen quienes se acercan a la escritura por primera vez, así como pertenecimos quienes hoy nos encontramos lejos de la frontera de los 35 años, del lado de la adultez, y a la que le debemos grandes pasajes de nuestros años de formación.
Entre los libros que leí con gusto, interés y asombro, conservo colecciones de cuentos como Registro de imposibles (2000), de Cecilia Eudave (Jalisco, 1968), La línea perfecta del horizonte (2000), de Will Rodríguez (Mérida, 1970), La memoria del agua (2002), de Maritza Buendía (Zacatecas, 1974), El llanto de los niños muertos (2004), de Bernardo Fernández BEF (Ciudad de México, 1972), Vidas de catálogo (2007), de Liliana V. Blum (Durango, 1974), Invasión (2007), de Gonzalo Soltero (Ciudad de México, 1973), Ojos que no ven, corazón desierto (2009), de Iris García Cuevas (Acapulco, 1977), La Biblia Vaquera (2008), de Carlos Velázquez (Coahuila, 1979), Cosmonauta (2011), de Daniel Espartaco Sánchez (Chihuahua, 1977), Los rumores del miedo (2012), de Darío Zalapa Solorio (Michoacán, 1990), El último intento (2013), de Mariel Iribe Zenil (Veracruz, 1983), La Monalilia y sus estrellas colombianas (2017), de Nazul Aramayo (Coahuila, 1985), El vals de los monstruos (2018), de Lola Ancira (Querétaro, 1987), La noche sin nombre (2018), de Hiram Ruvalcaba (Jalisco, 1988).
Novelas como Gordas. Historia de una batalla (2002), de Isabel Velázquez (Baja California, 1969), Bajo el disfraz (Los cantares prohibidos) (2003), de Jesús Alvarado (Durango, 1969), Los cuervos (2006), de César Silva Márquez (Chihuahua, 1974), Artemisa Café (2012), de Israel Terrón Holtzeimer (Veracruz, 1982), Piscinas verticales (2017), de Gabriela Torres Olivares (Nuevo León, 1982), Anticitera. Artefacto dentado (2018), de Aura García Junco (Ciudad de México, 1988).
Los poemarios Traslación de dominio (2000), de María Rivera (Ciudad de México, 1971), La musa enferma (2002), de Francisco Alcaraz (Sinaloa, 1979), La máquina de vivir (2008), de Carmen Ávila (Coahuila, 1981), Se llaman nebulosas (2010), de Maricela Guerrero (Ciudad de México, 1977), Plexo (2011), de Luis Alberto Arellano (1976), Fiat Lux (2012), de Paula Abramo (Ciudad de México, 1980), Bitácora de mujeres extrañas (2014), de Esther M. García (Chihuahua, 1987), Retratos de familia (2015), de Karen Plata (Ciudad de México, 1986), Principia (2018), de Elisa Díaz Castelo (Ciudad de México, 1986)
Ensayos como La utopía de los seres posthumanos (2004), de Luz María Sepúlveda (Ciudad de México, 1968), ¿Escribes o trabajas? (2004), de Eduardo Huchín (Campeche, 1979), La migración interior. Abecedario de Juan Goytisolo (2005), de Luis Vicente de Aguinaga, Todo es otro. A la caza del lenguaje en tiempos light (2002), de Heriberto Yépez (Baja California, 1974), Amigo o enemigo: el debate literario en Foe de J.M. Coetzee (2008), de Elisa Corona Aguilar (Ciudad de México, 1981), El cuento: la casa de lo fantástico (2007), de Magali Velasco (Veracruz, 1975), La pulga de Satán (2017), de Mariana Orantes (Ciudad de México, 1986), Cuaderno de faros (2017), de Jazmina Barrera (Ciudad de México, 1988)
Así como los textos dramáticos de Tragedias tempranas (2007), de Richard Viqueira (Ciudad de México, 1976) y Desiertos (200), de Hugo Alfredo Hinojosa (Baja California, 1977).
Una biblioteca es, como sugiere la impar imaginación de Jorge Luis Borges, el retrato de su dueño. En este listado no traté de emprender la fútil sumatoria de tres generaciones, sino manifestar mis lecturas, los libros que han dejado huella en mi memoria. Aquí se definen mis preferencias: abundante cuento, bastante poesía y ensayo, menos novelas y poca dramaturgia. Algunos libros llegaron a mí de mano de sus autores, otros fueron el botín de las horas invertidas en mirar anaqueles en librerías. Planeadas citas o grandes coincidencias, mis encuentros con estas páginas han abonado al apego que tengo a los títulos de Tierra Adentro, que ha sabido ser una casa para los jóvenes escritores de todos los géneros desde hace tres décadas.
2019-2020
Si bien en la juventud cometemos el divino atropello de pensar que el mundo nació en el instante en que lo conocimos, al avanzar en la vida nos damos cuenta de que cada uno de nuestros pasos se da en ese cuerpo de capas maleables y profundas raíces que es la tradición, la antigua y la reciente. Tierra Adentro ha sido también un espacio de intercambio intergeneracional, un esfuerzo que logra unir las geografías distantes que conforman nuestro país.
Vale la pena mencionar las ediciones colectivas que el Fondo Editorial Tierra Adentro ha organizado y editado a lo largo del tiempo: antologías de cuento, poesía, textos dramáticos (reunidos bajo diversos criterios), o de ensayos que estudian la obra de algún autor mexicano de importancia como Villaurrutia, Revueltas, Deniz o Elizondo. En ellas, se abría el diálogo y la posibilidad de circulación para más textos escritos por jóvenes; y ameritarían, quizá, otro ejercicio de recuperación memorística.
Para hablar del presente de Tierra Adentro, he reseñado y comentado diversos libros a lo largo de los meses recientes. Ahí, en esas líneas, se mencionan y se reflexiona en torno a libros que no están mencionados en las listas anteriores.
Siempre me ha parecido un acto propiciatorio estudiar la tradición, como cuando se aspira a publicar en alguna editorial, conocer su catálogo. Saber que no somos los primeros nos obliga a abrir los ojos, a elegir caminos estéticos con mayor conciencia. Nos enfrenta con lo que podemos ser y con lo que ya es. En última instancia, nos permite rebelarnos, continuar, buscar nuevas vías.
A lo largo de 30 años Tierra Adentro ha ampliado el horizonte de los jóvenes escritores. Nos ha mostrado que no escribimos solos, sino, como señalaba José Emilio Pacheco, con los que están, con los que han sido y con los que vendrán. En este sentido, el Fondo Editorial Tierra Adentro ha sido y es nuestra fértil e inquieta compañía.