Tierra Adentro
Ilustración por Caro García

La televisión de casa en los noventas era negra y pesada; un cuadrado mate sobre el mueble de madera en el cuarto de mis papás. Con una precisión envidiable, el Canal 5 transmitía cada invierno la película Mi pobre angelito; en aquella pantalla se construyó la nostalgia, distendida en los años, atrapada entre canales que solo proyectaban una estática gris y ruidosa. Ahí, dentro del vidrio convexo de la t.v. veía la ciudad nevada, calles anchas adornadas con luces, aeropuertos de países fríos. Pero sobre todo veía a Kevin McCallister, uno de mis primeros enamoramientos infantiles, responsable de un amor tierno, de temporada, que nacía y culminaba siempre en diciembre. Creo que el protagonista me agradaba porque compartíamos los mismos sueños de niños: la fantasía de la libertad, el poder elegir comer chatarra todo el día, ver películas a altas horas de la noche, el deseo de estar solo.

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La premisa es sencilla: Kevin es olvidado en casa durante las vacaciones navideñas. Su familia viaja a París y dos ladrones acechan el hogar que ahora solamente él resguarda. El guionista y productor John Hughes imaginó a un niño, encarnado en Macaulay Culkin, que reina su propio castillo; más allá de sus fronteras todo parece ser una amenaza y todos los rostros se vislumbran como enemigos: el vecino, los policías, las personas en farmacias, el repartidor de pizza. Kevin deberá conquistar la casa antes de poder defenderla; sentirse cómodo en sus entrañas, dueño de los pasillos y de la oscuridad del sótano. Conocer cada uno de los accesos, los puntos débiles por donde puedan escurrirse las amenazas y el invierno para después cubrirlos con trampas, juegos de sombras, cuerpos falsos de cartón que distraigan a los que observan desde afuera, que lo hagan parecer acompañado.

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Al iniciar la película la familia está reunida en la casa de los McCallister. Con las habitaciones repletas, las voces traspasan los muros en alaridos; a través de la densidad de las palabras amontonadas algo logra entenderse de vez en cuando. Los gritos permanecen y cruzan la película, se convierten en un modo recurrente con el cual todos los personajes se expresan: los papás, los primos, los ladrones. Combinados con un juego de silencios, proporcionan significado a las escenas, peso a las acciones.  El discurso se forma en la apertura de la boca y la soltura de la lengua, en frases que suben de volumen hasta llegar a desarticularse. Tanto como los diálogos importan los momentos donde desaparecen las oraciones con un sentido evidente y dan paso a otro tipo de lenguaje, constituyendo un idioma propio.

Quizá el grito más memorable es el que Kevin suelta frente al espejo después de rasurarse y ponerse loción de afeitar. Una búsqueda rápida en línea me lleva al cartel original en donde el protagonista aparece recreando el gesto, con la boca abierta y las manos sobre los cachetes, que nos remite casi de manera inmediata al famosísimo cuadro de Edvard Munch. Pero contrario a lo que pudiera pensarse, este y otros elementos que conformaron la identidad última de la película no fueron planeados ni dirigidos.

Casualidad o parodia, “El grito” de Munch fue replicado por Macaulay Culkin en el filme que varias décadas después todavía consigue despertar la risa, esa gloria súbita, como diría Hobbs. Al final eso era lo que importaba y John Hughes era un experto en la materia pues había realizado antes muchas de las películas de comedia más importantes de los años 80 (Sixteen Candles, Pretty in Pink, The Breakfast Club). En conjunto con Chris Columbus en la dirección y el reconocido John Williams en la música lograron construir, con bajo presupuesto y casi nada de fe por parte de las productoras de cine, un clásico indispensable para los que disfrutamos un poco demasiado no la navidad, sino su inminencia; las películas nostálgicas y sensibleras, los villancicos en los pasillos del supermercado, las historias que se permiten existir solo por una estación.

Ilustración por Caro García

Ilustración por Caro García

 

Pasa que recuerdo al protagonista hablando español en un doblaje que por mucho tiempo se guardó dentro de mi mente como la voz real. “Esta es mi casa y la voy a defender”, decía Kevin al darse cuenta de que no había otra alternativa más que proteger el hogar. Los ladrones no irían a ningún lado; la amenaza estaba cada vez más cerca y más confiada.

Pienso ahora en la trama de la película y me parece de miedo: dos hombres adultos, violentos, acosando desde su carro a un niño que no llega a los diez años; siguiéndolo en la calle, sembrando terror. Pero es cierto lo que se dice comúnmente, que la comedia depende de la manera en que se aborda un tema, del enfoque y la presentación de los elementos; por ejemplo, Kevin contemplando un mapa de la casa con el título “Plan de batalla” escrito con crayones de colores; los movimientos caricaturescos y exagerados de los actores; los ladrones cayendo en las trampas, lastimándose y sobreviviendo como el Correcaminos o Tom (de Tom y Jerry). Comedia física le llaman: dolor y gritos que nos hacen reír.

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Kevin tenía ocho años, yo quizá un poco menos. Él conocía el camino para llegar a la iglesia y las vías adecuadas para el regreso a casa; yo, con mi siempre terrible orientación espacial, temía perderme incluso en las tiendas departamentales. Pero para los dos el mundo se reducía a un único referente: un hogar, envés luminoso de la calle y el peligro. Me gustaba la suya porque se parecía a todas las que veía en la tele, tenía el aire estadounidense común de la época pero acaso era más cálida, con una paleta de colores definida en verdes, rojos, marrones. Ahora es una locación icónica en los suburbios de Chicago; nidito de ladrillo expuesto, tejas y muchos ventanales, atrapado en el tiempo y la memoria.

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Los ladrones eventualmente cruzan las puertas, caen en las trampas puestas por Kevin y poco a poco van destruyendo todo a su paso. Los hombres son capturados por la policía y el niño permanece a salvo en su hogar. Son curiosas las escenas posteriores a la batalla librada porque, en teoría, la casa debería de estar hecha añicos, pero el caos no permanece. En el momento en el que los ladrones se van las paredes regresan a su estado intacto; el suelo y muebles no tienen los estragos causados mientras se realizaba la defensa. Se podrá decir lo inverosímil, lo poco cuidado, lo caricaturesco del asunto pero prefiero pensar que es la permanencia íntegra del mundo interior, la restauración que viene después de los destrozos.

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Han pasado treinta años desde el estreno de Home Alone. Por mucho tiempo evité verla para no arruinar su recuerdo. Temía que su resplandor peculiar fuera también muy frágil y rápidamente opacado al querer traerlo al presente. La vi una vez más a los 18 en el mismo cuarto que antes contenía la televisión noventera y grande de la niñez; seguramente triste, buscando algo (no sé realmente qué) en aquella película. Porque en una casa sola a veces volvemos a sentirnos como niños; en habitaciones claras que podemos proteger y cuidar, inventando en ellas la intimidad o algo que se le parezca.

Este año me atreví a regresar a ella. La vi un par de veces pero ahora en inglés, no porque pensara que era mejor así, con más valor y originalidad; lo hice para sentir que era una película nueva, otra, la misma, pero distinta a la de mi infancia. Desde entonces al rostro del protagonista le pertenecen dos voces por igual, una en español y otra en inglés; en mi mente suenan al mismo tiempo, como un tejido reversible: “This is my house, I have to defend it/ Esta es mi casa y la voy a defender”. Me gusta el desdoblamiento, el recuerdo duplicado y su regusto de vieja novedad.

Ahora Kevin me genera ternura y empatía porque aprendió a quedarse mientras todos se iban, a encontrar movimiento entre los muros y empuje suficiente para mantener a salvo lo que resguardaban; porque hay días en que casi olvidamos que estamos solos. En el futuro quisiera ver de nuevo Home Alone; tal vez cuando eso suceda Macaulay Culkin se estará acercando a los 50 años y yo estaré entrada en mis treintas. Quién sabe cuánto tiempo va a pasar, lo que sí sé es que la próxima vez me gustaría verla acompañada.

 


Autores
(Sinaloa, 1992) es ensayista y traductora. Egresó de Lengua y Literatura Moderna Portuguesas. Ha publicado en suplementos culturales como Filias de Grupo Milenio y Confabulario del periódico El Universal y en revistas como Este País. Es parte de Álbum Rojo: narrativa sinaloense de no-ficción, Ciudades aprehendidas y otros apegos, Breve Manual del Libro Fantástico y de la compilación Conversaciones en el Umbral. Participó en la traducción del libro Sobre un Comba y otros cuentos de Manuel Rui, publicado por la Universidad Veracruzana. Fue becaria del PECDA Sinaloa (2017-2018), de la Fundación para las Letras Mexicanas (2018-2020) y actualmente es becaria del FONCA en el área de ensayo creativo.

Ilustrador
Caro García