Sincretismo y chamanismo: El Niño Fidencio y los santos populares
Ahí está el pueblo del Niño Fidencio. Parece cerquita, pero en realidad está bien metido en la Sierra.
Es octubre, se aproximan las fechas de los muertos, tanto las norteñas como las locales. Viajo de Monterrey a Monclova. El trance del desierto es necesario, la distancia que se dice como cualquier cosa, un viajecito por una carretera tan recta que no parece terminar nunca.
Allá, afuera de las ventanillas, el desierto. Un valle o una planicie, un yermo, le dice José Gil Olmos a la frontera entre Nuevo León y Coahuila. Pero no hay tal cosa, no veo muerte, tampoco el chofer lo hace, quien me cuenta sobre los osos negros que a veces bajan de las montañas, de los ciervos que se atraviesan por la carretera y a veces son embestidos, con muy mal resultado para quienes lo hacen, por los camiones que cruzan una tierra que hasta hace apenas unos años era territorio de la narcoviolencia.
El norte es el narco. Esa consigna estaba ya enclavada en las vivencias culturales, en el pensamiento de aquellos que pertenecemos al centro del país. Tlaxcala es tan distinta a Coahuila, a Nuevo León, ni siquiera en sus zonas rurales se parece y, sin embargo, noto la conexión, la soledad de los páramos que se extienden sin, aparentemente, un alma.
En Tlaxcala, las tarántulas, los conejos, coyotes, víboras o alacranes. En el Noroeste son los osos, los ciervos, y también las serpientes, los insectos más agresivos y venenosos que los del centro. El Norte no es, pues, desolación. Es supervivencia y soledad, es una zona marginal en apariencia, alejada de la vida mexicana de la capital. Región fronteriza. ¿Y no es en los cruces de caminos, en las regiones liminales, donde se aparecen los fantasmas?
Al menos aquí, algunas personas descubren la naturaleza más allá de la realidad aparente. Las fronteras con lo imaginario, y con lo espiritual, son bastante delgadas. Allá enclavado está el pueblo del Niño Fidencio. Y yo pongo cara como de no saber nada, porque jamás había escuchado sobre aquel nombre, denominación, espíritu. Un santito, un niñito Jesús, supongo. Pero es las dos cosas y más: un chamán, un santo, un buen hombre de los tiempos de la Revolución.
“Allá está Espinazo”, repite el chofer; tierra santa de peregrinaciones, donde está el templo del Santo Niño Curandero. Cada que vienen escritores quieren detenerse en Espinazo, que parece estar cerca, pero dista a una hora desde allí. Y lo que hay no es cualquier cosa. Hay que dedicarle su tiempo. En Espinazo parece que lo imposible se filtra entre la tierra, como un río subterráneo que brota como un milagro.
En realidad, no es un río, sino una charca, un cuerpo de agua insignificante, sucio, donde el Niño Fidencio curaba a los centenares de personas que acudían a diario para encontrar la salvación física, el cese del dolor. Como tantos otros santos populares, el Niño Fidencio nació como una persona de carne y hueso, un humano caminando por las fronteras desoladas a donde no llegaba la atención de nadie ni oficial ni mucho menos eclesiástica.
México es un país diverso, más de lo que comúnmente solemos pensar. Las realidades religiosas son tantas como grupos humanos pululan en la geografía golpeada por centenares de eventos, violentos o no, que han conformado una mitología de lo que es, o no es, la nación mexicana.
A manera de brevísimo resumen, diré que la religiosidad en la geografía que ahora constituye México, ha sido importante para fundamentar las diversas culturas que han florecido, y fenecido, en algún rincón del país. No es necesario pensar en los rituales mexicas, en los dioses mayas o en los centros ceremoniales que se encuentran regados en diversas zonas. Tan solo hay que pensar que el catolicismo ha confluido con otros centenares de religiones, fes y creencias de todo tipo, provocando sincretismos que, para cualquier interesado en estos fenómenos, sea desde la fe, la curiosidad científica o cualquier otra perspectiva, resultan fascinantes. Los dioses de las poblaciones nahuas, incluidas las madres divinas, ya fuera la Coatlicue, Chalchiutlicue, o hasta la misma Mitecacíhuatl, terminaron en los ejes centrados en las divinidades del cristianismo, en forma de vírgenes y santos.
Mircea Eliade habla del Deus in absenthia, en su Historia de las creencias e ideas religiosas (1976), y explica el interés del ser humano de entender el universo mediante, por ejemplo, el mito. Tiene que existir un dios creador, un agente que explique la existencia del Mundo o del Cosmos. Esta divinidad, sin embargo, tiene un carácter tan elevado que resulta lejano para los seres humanos, gozosos y sufrientes. ¿A qué entidad se le puede pedir clemencia, que alivie el sufrimiento, que nos “ayude” a conseguir algo que deseamos? La alta divinidad está tan lejos que es necesaria la concepción de dioses más cercanos.
El ejemplo más claro en las religiones cristianas, especialmente en las latinas, es el aspecto de los santos y de las vírgenes, en todos sus avatares. Como en la religión hindú, una misma emanación recibe distintos atuendos, plegarias, ritos y hasta funciones. La Virgen María es solo una, pero la encontramos como Virgen de Guadalupe, de Fátima, de Juquila, Dolorosa, etc. La virgen es, al fin y al cabo, un arquetipo de la madre, la madre celestial o la madre terrestre, que siempre nos cuida, protege, ve, pero que también castiga.
Uno de los santos populares más famosos, desde hace al menos cincuenta años, es la Santa Muerte, una expresión extraña, se vea por donde se vea, de una divinidad protectora y “bondadosa”. Cabe aclarar que un santo popular es distinto de un santo oficial, ya que no está, casi en ningún caso, validado por iglesia alguna (oficial)1.
En Latinoamérica, una de las iglesias cristianas más poderosas e influyentes es la católica, a pesar del crecimiento de diversas fes que parten desde el mismo cristianismo: pentecostales, protestantes, mormones, Testigos de Jehová, animistas, etc. No hay datos que puedan sugerir cómo ha cambiado la religiosidad de los mexicanos, debido a la hegemonía de la Iglesia Católica, que aún está coludida en instituciones oficiales y hasta de carácter científico.
Un ejemplo claro, aunque no contundente, sino meramente pragmático, es la “sensación” que la sociedad mexicana tiene sobre la Santa Muerte, un santo cuya filiación nada tiene que ver con la iglesia católica, aunque, como aprecia Andrew Chesnut en Santa Muerte. La segadora segura (2013), los creyentes en esta santa popular también se autodenominan católicos.
La santidad es un proceso llevado a cabo por la Iglesia Católica, que tiene determinadas pautas y requerimientos. Un santo es una persona histórica, real (aunque, por supuesto, muchos de estos santos pertenecen más bien a la necesidad de sincretismo o adecuación de la fe, convirtiendo a determinada divinidad en un santo, como el caso de San Jorge en Inglaterra), que ha concedido milagros a quienes, por alguna razón, se han encomendado a él.
El santo funciona como medio entre Dios y los hombres. Los santos son oficializados por el canon eclesiástico. Por el contrario, los santos populares, son erigidos por la gente, por el pueblo, por aclamación. No existe una validación oficial, aunque la fe, y el número de adeptos, en muchas ocasiones provoca el surgimiento de un aparato eclesiástico, tal es el caso del Niño Fidencio, o de la Santa Muerte2.
La existencia de santos populares parece provenir de la situación fronteriza, especialmente de la región norte (al menos en el país, ya que no es el único lugar donde existen santos populares), donde la mella provocada por la Revolución Mexicana permitió la existencia de personajes que se fueron convirtiendo, poco a poco, en santos. Tal es el caso de Jesús Malverde, Juan Soldado, la Santa Niña de Cabora, el Niño Fidencio, hasta Pancho Villa.
José Gil Olmos, quien muestra en Santos Populares. La fe en tiempos de crimen (2017) un mosaico de las divinidades populares en el país, pareciera darnos una explicación en torno al crecimiento de la religiosidad, sea o no oficial. Y este fenómeno, nos dice, se debe a la violencia, al crimen, y a la desatención por parte de las instituciones que deberían salvaguardar la integridad de los ciudadanos. La famosa sentencia de Max Weber, quien decía que la única función del Estado debe ser la protección de sus ciudadanos, es decir, el ejercicio exclusivo de la fuerza, pareciera convertirse en una mera anécdota, pues desde el surgimiento de los movimientos independentistas, los países del continente han sufrido de estados de violencia constantes.
Esta explicación parecería convertirse en un fundamento que los estudiosos de la religión entienden como una base desde la cual partir para la explicación o el entendimiento de estos fenómenos. Sin embargo, esto es ligeramente distinto con el Niño Fidencio. No fue la criminalidad imperante, tampoco el ansia de quienes habitan las zonas grises o negras de la legalidad, lo que provocó el auge del Niño Fidencio, cuyo culto se convertiría, poco después, en una iglesia después de su muerte. Y es que precisamente, la santidad del llamado Niño Fidencio, se debe a los poderes curativos, casi chamánicos, de los que hizo gala durante su corta vida.
José Fidencio de Jesús Constantino Sintora, el taumaturgo de Espinazo, como lo llama Nicolás Echevarría en su película, nació el 13 de noviembre de 1898, en Las Cuevas, Irapuato, Guanajuato. Sin embargo, la mayor parte de su vida la pasó en el pueblo de Espinazo, Nuevo León, en las lindes de Nuevo León y Coahuila, hasta su muerte, el 19 de octubre de 1938. Aquel pueblo ferroviario, metido en el desierto, pobre y sin una sensación de grandeza, más que aquella compartida por el desierto, se convirtió en el símbolo de un culto dedicado a la sanación.
La vida de José Fidencio de Jesús ha sido estudiada por algunos antropólogos, así como por biógrafos interesados en un culto extraño y mesiánico. Carlos Monsiváis, en Los rituales del caos (1995), le dedica un artículo (no es el único, ya que participó en otros libros colectivos sobre el tema de los santos populares) al Niño Fidencio, explorando los límites de la fe, además de las circunstancias que llevan al nacimiento de un fenómeno religioso como este.
El Niño Fidencio creció en Espinazo, llamándose así porque, según testimonios de quienes conocieron al Santo Niño, sus órganos sexuales no se desarrollaron, por lo que fue virgen durante toda su vida, además de hacer gala de una voz infantil. Su fisonomía, como lo demuestran las grabaciones y fotografías de la época, es bastante peculiar, pues muestran a un hombre de mirada profunda, movimientos pausados, talante tranquilo, en medio de arrebatos extáticos, no de él, sino de los cientos de seguidores que acudían para obtener la sanación.
Desde muy pequeño, el Niño Fidencio descubrió los poderes curativos que tenía, como afirman algunas biografías, y de extraña manera poética se retrata en la novela de Felipe Montes, El evangelio del Niño Fidencio (2008). Sus curaciones las realizaba por medio de terapias diversas, aunque, como él afirmaba, su poder se lo daba la divinidad. Entre las que Monsiváis enumera se encuentran la kineterapia, la meloterapia, la imposición de pies y manos, o la impactoterapia. Estos ejercicios, propios del taumaturgo (de él y de otros) propinaban un carácter especial a todo lo que le rodeaba.
La consciencia del Niño parecía centrada en la curación por cualquier tipo de medio. Una vez establecido como curandero, sus jornadas se convirtieron en arduo trabajo que le llevaba periodos de dieciséis hasta veinte horas continuas. La consagración, sin embargo, llegó de parte del presidente Plutarco Elías Calles, quien lo visitó en una ocasión para atender una enfermedad de la que no se tiene registro. De la visita no se sabe demasiado, pero el solo hecho de existir, aunque no de manera oficial, volvió famoso al Niño, convirtiéndolo en uno de los curanderos más importantes de la historia reciente del país.
El culto al Niño Fidencio se propagó durante años, debido a las proclamas proféticas que el Niño hizo, incluso antes de morir, como aquella afirmación de que regresaría a la vida tres días después de su muerte, en otro cuerpo, y nadie sabría de quién. Esto provocó que quienes lo ayudaban sintieran que debía seguirse propagando la curación que el Niño le daba a cualquiera que tuviera alguna enfermedad o dolencia.
El 22 de junio de 1993 se fundó la Iglesia Fidencista Cristiana, con todo y su rito, aunque no se alejó de la Iglesia Católica del todo. Como sucede con los adeptos a distintos santos populares, su fe católica (o de otra filiación) no es interrumpida por su adherencia a los ritos de alguno de estos santos, de la Santa Muerte al Niño Fidencio. Además, a pesar de la diferencia fundamental entre el culto al Niño Fidencio, en contraposición del credo católico, la adherencia al fidencismo conlleva una fe dedicada a la esperanza en la curación de todo dolor, físico o espiritual.
La religiosidad es un fenómeno estudiado tanto por psicólogos como por lingüistas, antropólogos o hasta neurocientíficos. El fenómeno puede verse desde distintos puntos de vista. Sin embargo, la existencia de un Niño Fidencio, con su consiguiente “Iglesia” que sigue el legado de curación de Fidencio Constantino, mediante la utilización del chamanismo, ya que las “cajitas” (o depósitos corporales: sus sacerdotes) funcionan como médiums para utilizar los poderes del espíritu del Niño Fidencio y así curar. Las “cajitas”, además, llevan un camino de preparación, donde en lugar de recibir los espíritus de chamanes, hombres medicina o seres sobrenaturales, son poseídos por la emanación del Niño Fidencio.
Este tipo de ejercicios espirituales podría conllevar a una visión completamente escéptica: el Niño Fidencio y la iglesia taumatúrgica que se ha construido alrededor de su figura es tan solo un fraude. Mas, ¿cómo no apreciar la intensidad en el actuar del Niño Fidencio, en un hombre no desarrollado sexualmente que trabajaba hasta la extenuación sin cobrar ni un solo peso por sus servicios. Todo situado en el desierto, tan cerca de los placeres del capitalismo norteamericano, apenas incipiente durante las primeras décadas del siglo XX, guiado y enmarcado por un hombre, solo uno, cuyas armas eran sus manos, su orina, su saliva, su risa y su fe.
Más allá del escepticismo, y del cinismo, un vistazo a un fenómeno donde se aspira a superar el sufrimiento, nos habla de lo que es humano, verdaderamente humano. Y así, es complicado desprenderse de cualquier fe que surja, y no ver en el éxtasis una señal de belleza, un toque arrebatado de lo sublime, donde la cortina, ese velo de Isis, pareciera desvelarse aunque sea un poco.
A Espinazo, Nuevo León, aquella tierra abandonada y mística, he de volver, en medio del desierto, con velas votivas encendidas a la figura del Niño Fidencio vestido como el Sagrado Corazón de Jesús, o como la Virgen de Guadalupe, el Santo Queer, el Santo Virgen, a orar por la superación del sufrimiento, por el reconocimiento de la humanidad; incluso a través de las llagas, la pobreza, la enfermedad y la ignorancia, y el Niño Fidencio ha de responder, pues parece estar vivo en ese rincón del país (y no solo ahí), no porque uno sea adepto a la Iglesia Fidencista o crea o no en la taumaturgia, sino porque representa una realidad dolorosa y espectral donde, lo que Rafael Llopis llama “Pulsión hacia lo Sobrenatural”, se da en toda su expresión, en medio de los paisajes sublimes, circundado el pueblo por vías del tren, carreteras infinitas, ciervos y osos.
La forma, la punta o la llama, pertenece al Niño Santo, un hombre cualquiera que un día sintió que con sus manos podía curar, y la gente, sin nada ya que perder en este mundo, le hizo caso.
“Ya con esta me despido, con dolor de corazón
Fidencito Constantino, tú nos des la bendición.”
- El caso particular de San Judas Tadeo, santo que según la tradición cristiana fue discípulo de Jesucristo, pertenece al canon de la Iglesia Católica, sin embargo, el carácter de “Patrón de las causas difíciles”, lo ha llevado a ser venerado por agentes criminales, o al menos de moral y legalidad gris, dentro del territorio nacional, por lo que además de su carácter oficial, también posee uno de santo popular.
- Por otro lado, es de notarse que algunos santos populares como Jesús Malverde o Nazario, debido a su vinculación, indirecta en el primer caso, directa en el segundo, reciben culto de manera privada.