Tierra Adentro
Jardín de niños Josefa Murillo en la Ciudad de México, 1940. Instituto Nacional de Antropología e Historia. CC BY-NC-ND 4.0
Jardín de niños Josefa Murillo en la Ciudad de México, 1940. Instituto Nacional de Antropología e Historia. CC BY-NC-ND 4.0

Me gusta repetir la palabra fandango cuando nadie me escucha, llenarme la boca con la cadencia y el latido profundo que, en mi memoria, tienen los versos: acitrón de un fandango… Repito varias veces en conjunto con el resto, en voz alta, sabaré de tarantela… y por fin siento cómo la ronda me toma en su poder. Me atraviesa y sube en círculos, su vaivén no se detiene, me abre y me deja suspendida por un instante, toma posesión de mis músculos. Escucho lejano el sonido de mi voz, con el peso de muchas otras que fueron antes de la mía, infancias que cantaron y olvidaron, pero que su rumor continúa vibrando entre risas.

Estos versos, que en mi recuerdo desprenden olor a fruta de verbena y sol, han sido cantados una y otra vez, en patios de escuela, fiestas, calles de ciudades pequeñas y de ciudades grandes y bulliciosas. No pertenecen a nadie y, de alguna forma, todos quienes las cantamos les pertenecemos. Forman parte de un inmenso repertorio de la lírica tradicional que niñas y niños aprenden, como un contagio entre ellos mismos o a través de quienes les cuidan, madres, abuelas, maestras. No responden a la necesidad del sentido. El juego está en el eco que dejan las palabras sin significado preciso, en la musicalidad, en la urgencia de la melodía, en el goce de repetirlas hasta que el cuerpo entero las contiene.

Una de las características más interesantes de esta tradición es su antigüedad. Muchos de estos versos han perdurado por siglos, transmitidos de boca en boca, transformándose en la voz de cada generación sin perder su esencia. Sin embargo, esta ronda nunca es exactamente la misma. Su origen, marcado por la oralidad, hace que cada región conserve variaciones en sus versos, en su ritmo o incluso en la manera en que se juega. No hay una única forma de cantarla, de tal manera que, cuando alguien la entona, la ronda vuelve a abrirse, la voz se engarza con las anteriores y la canción se sigue escuchando,

acitrón de un fandango,

sango, sango, sabaré,

sabaré de tarantela con su triqui triqui tran

con su triqui triqui tran

Estos versos se han convertido en una fiesta compartida, donde voces, cuerpos y recuerdos se entrelazan a través del tiempo. Como señala Paul Zumthor, la oralidad no es solamente un medio de transmisión sino un tejido de voces que persiste, se transforma y se apropia con cada repetición. En este juego de palabras, la canción se reinventa con cada generación, reúne voces que trascienden el texto escrito. La voz, el cuerpo y la memoria popular se sincronizan, dando vida a una tradición que se vive y celebra en cada encuentro.

La musicalidad de los versos, la repetición y la métrica, ayudan a la memorización, permitiendo así que niñas y niños participen en el canto, mientras que el ritmo toma poder del cuerpo. El aprendizaje de esta tradición se teje en lo profundo, de manera casi imperceptible. 

Puede jugarse de distintas formas. Lo más común es que los niños se sienten en círculo y se pasen un objeto —una piedra, un vaso, una semilla que sea grande— de mano en mano al ritmo de la canción. Al llegar al estribillo con su triqui, triqui, tran, la dinámica cambia: se golpea el objeto contra el suelo o contra el de un compañero antes de seguir el movimiento. La sincronía es parte del reto y cuando el ritmo se acelera, la confusión es motivo de risa y juego. En otras versiones, se toman de la mano y giran cada vez más rápido, como si fueran parte de la misma espiral que dibuja la melodía. No hay un ganador ni un final establecido, se termina cuando el canto se va apagando entre carcajadas o cuando alguien definitivamente rompe el ritmo. Pero incluso entonces, el eco del fandango permanece dando giros.

En muchas ocasiones, la lírica infantil tradicional es un testimonio vivo del mestizaje cultural. Es interesante como en el caso de Acitrón de un fandango se ha identificado la presencia de palabras de origen bantú, lo que sugiere que esta canción fue transmitida por mujeres africanas esclavizadas en la Nueva España a los niños criollos y mestizos. Es así como esta influencia ha permeado tanto en los géneros populares como en la tradición infantil, manteniendo vivos los ecos y ritmos que iniciaron hace siglos y que, a través del tiempo, no han dejado de vibrar en la memoria colectiva. Como señala María Elisa Velázquez en Mujeres de origen africano en la capital novohispana, la influencia africana transformó la música y también la forma en que las comunidades de la Nueva España se reunían en fiesta, a través del canto y el baile, enlazando el cuerpo, la voz y la tierra, y conservando así un espacio donde todas las voces se encuentran.

Nunca imaginé que llegaría mi turno de enseñarle a alguien más esta canción, pero un día en clase acudió a mí de manera natural. Hablábamos de la lírica tradicional cuando los versos de este juego llegaron a mi boca como si hubieran estado esperando su momento. Al preguntar si lo conocían, muchas de mis estudiantes —adultas jóvenes, ya con experiencia en prácticas de docencia— negaron con la cabeza. Me pareció importante que, en particular, no fuera mencionado solo como ejemplo, sino que tuviéramos la experiencia de cantar y sentir cómo atraviesa el cuerpo. Era una tarde soleada de abril cuando, con botellas llenas de piedritas, como sonajas, salimos al patio.

Les propuse el juego. Algunas me miraron con curiosidad, otras reían tratando de memorizar esas palabras sin sentido, un par bajaron la mirada. No es fácil jugar y cantar en voz alta entre compañeras, lo sé porque a mí también me cuesta trabajo hacerlo, aunque mi rol de profesora me ha enseñado a vencer la vergüenza, que no es más que miedo al ridículo. Qué distinto es cuando hay niñas y niños, pero en ese momento, en este patio, solo estábamos nosotras.

Acitrón de un fandango… —empiezo a cantar.

La primera voz suena casi temerosa, pero en unos segundos, otras se suman y, sin darnos cuenta, el ritmo nos envuelve. Nos pasamos las botellas entre las manos, marcamos el triqui, triqui, tran con un golpe firme. Se equivocan, nos reímos. La velocidad aumenta y la torpeza también. Pero, por fin sucede: la canción nos atraviesa y nos convierte en esa ronda que ha girado por siglos. No puedo evitar preguntarme si este juego seguirá habitando en los patios de las escuelas, si mis estudiantes lo llevarán con ellas a otras niñas y niños en el futuro, en qué regiones se sigue cantando, cómo se habrán transformado las palabras, el ritmo, qué voces seguirán girando al compás de un fandango.