Tierra Adentro
Fotografía de A.Savin, 2024. Recuperada de Wikimedia Commons. Free Art License.
Fotografía de A.Savin, 2024. Recuperada de Wikimedia Commons. Free Art License.

Hay una foto de Svetlana Alexievich en Kabul, Afganistán, en 1988. La autora, por entonces, tenía cuarenta años y fue a ese país en guerra con un propósito claro: escuchar. En 2003, cuando visitó México por única (y hasta ahora última) vez, confesó durante un evento que llegó a ese país sin fuerzas, sin la valentía para escribir un libro más sobre la guerra. “Cada vez que escribo un libro entrevisto a doscientas o trescientas personas. Mi literatura está basada en el hecho de que la vida tiene muchas variables y que debes obtener el texto de cada persona […], que tienes que hablar con la gente, que cada uno de nosotros es un texto”.1 En la foto, Alexievich, vestida como corresponsal de guerra, mira a la cámara mientras algunos edificios, detrás, van cayendo al suelo. 

En su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura 2015, Alexievich se describe a sí misma como un “oído humano” y confiesa que escribe para recolectar el relato ajeno. Cada persona lleva dentro de sí, sugiere, una potencial novela. Además de las voces de los soldados soviéticos en Afganistán, que recogió en Los muchachos de zinc, la autora dedica otros dos libros a la guerra, que escribió también en los años ochenta: La guerra no tiene rostro de mujer y Últimos testigos. En el primero se deja sorprender por una perspectiva menos atendida: las mujeres que en la guerra no solo colaboraron como enfermeras u operadoras telefónicas, sino como francotiradoras, conductoras de tanques… Para la autora, el relato de estas mujeres resulta valioso en conjunto por actuar como la contracara del relato masculino de lo bélico, siempre en torno a la muerte y la destrucción, siempre desde un heroísmo cuestionable.

El libro se publicó en la Unión Soviética el mismo año que llegó al poder Mikhail Gorbachev y, ante el asombro de la escritora, tuvo un tiraje de dos millones de ejemplares. En Últimos testigos, por su parte, queda mucho más clara una de las grandes claves que permitirán entender a largo plazo el trabajo de Alexievich: la memoria colectiva como construcción polifónica. Si bien ya adultos al momento de contar su relato, los hombres y mujeres que aparecen en el libro fueron alguna vez niños y atestiguaron la llegada, el desarrollo y el final de la guerra (particularmente, en este libro, la Segunda Guerra Mundial). La orfandad, los desplazamientos forzados y las huellas que deja el trauma de la separación impactan por su crudeza. Contados en retrospectiva, los relatos sorprenden por haber cristalizado y revelar nítidamente el momento exacto en que la infancia, para ellos, dejó de tener sentido. De manera súbita, se vieron enfrentados a un mundo hostil y abismal por su horror.  

Suele decirse que la literatura circunda siempre los grandes temas: la muerte y el amor, la venganza y el duelo, el crecimiento y la separación. Los pequeños grandes relatos de Alexievich no pretenden superar esa idea ni tomar caminos alternativos. La autora prueba que dos historias sobre el mismo tema pueden valer también lo mismo, tener la misma fuerza. Que cuentan tanto como una gran novela rusa, de Dostoyevski o de Tolstoi. Personajes parecidos a los que aparecen en Los hermanos Karamazov se reúnen en las páginas de la escritora. Gente en apariencia sencilla y entregada a lo anodino: la casa, las compras, la política del momento, la radio, los vecinos, el clima… Alexievich escucha a las madres solteras que han encontrado un nuevo amor. A los hombres que perdieron la cabeza y quedaron mutilados tras la guerra. A las ancianas que viven solas y esperan la muerte. A una madre y su hija, en Moscú, tras los atentados terroristas en 2010. A un padre que regresa a la zona radioactiva de Chernóbil porque quiere recuperar la puerta de su casa –este relato fue adaptado para la serie de HBO sobre la catástrofe–. Las vidas de todos los días, atravesadas por las grandes catástrofes contemporáneas –políticas, ecológicas, económicas– se disponen en los libros de la autora como largos coros. Al leerse en conjunto, arrojan mapas de las temporalidades, las epistemologías y las geografías soviéticas. 

En los años ochenta, poco después del accidente en la central nuclear de Chernóbil, la hermana de la autora enfermó. La diseminación radioactiva afectó a múltiples zonas de la ya extinta URSS. La madre de la autora también enfermó de manera fatal por aquel tiempo, hecho que Alexievich atribuye al accidente: la diabetes la dejó paulatinamente ciega y, más tarde, murió de un accidente cerebrovascular. Alexievich nació en la ciudad de Ivano-Frankovsk, que perteneció primero al Imperio Austriaco, luego a Polonia, y que en 1946 formó parte de la Unión Soviética; sin embargo, creció en un pequeño pueblo al sur de Bielorrusia, a una corta distancia de Prípiat, la ciudad construida para los trabajadores de la planta nuclear y cuya célebre rueda de la fortuna, para siempre abandonada, suele ilustrar las portadas en distintos idiomas de Voces de Chernóbil

El deterioro de la madre de Alexievich y la muerte de su hermana –que llevó a la autora a adoptar a su sobrina pequeña– no se cuentan en su recopilación sobre Chernóbil, que es, quizá, su obra más conocida en lengua española. La autora prescinde del yo y abre la escucha, en un ejercicio de amplio valor humanístico, a quienes desean relatar su propia catástrofe y su propia vida. Leer Voces de Chernóbil a casi cuatro décadas del desastre nuclear y tras la disolución de la Unión Soviética permite ver que la magnitud del desastre fue mucho mayor de la que en aquel momento pudo entreverse. La autora revela la ceguera política –que trató la catástrofe a la altura de un discurso y unas dinámicas oficialistas que caducaban poco a poco– de las autoridades soviéticas y las consecuencias de su irresponsabilidad. Una de las propuestas centrales del libro es la idea de que la amenaza radioactiva desplaza en la conciencia soviética la idea instaurada en torno al enemigo: en sus primeros tres libros, sobre la guerra, los enemigos eran visibles: ejércitos, personas, poblaciones. En Voces de Chernóbil la radiación es invisible –y, no obstante, aseguran algunos testigos, pudo verse por breve tiempo tras el accidente en forma de una lluvia brillante– y está por fuera de los márgenes del pensamiento bélico soviético. Esta amenaza no puede combatirse ni a disparos ni con tanques. No puede pensarse claramente. No puede destruirse. 

Si bien Alexievich fue militante de la causa soviética en su juventud, se confiesa desencantada con el paso de los años y debe afrontar, colectivamente, la disolución de un imperio y una época. Sobre Chernóbil, que anticipa la disolución de la URSS, confiesa en su discurso del Nobel: “Para mí, el mundo se separó: dentro de la zona no me sentía bielorrusa o rusa o ucraniana, sino una representante de una especie biológica que podía ser destruida”.2 El Homo sovieticus, categoría utilizada para referirse a la gente común de la Unión Soviética, es el personaje que aparece una y otra vez en sus obras. Ese representante de un país perdido, exiliado forzadamente en la Rusia moderna. En el mismo discurso, Alexievich habla de su identidad y sus influencias escindidas: “Tengo tres hogares: mi tierra bielorrusa, la patria de mi padre, donde he vivido toda mi vida; Ucrania, la patria de mi madre, donde nací; y la gran cultura rusa, sin la cual no me puedo imaginar a mí misma”.

En la que considero su obra maestra, El fin del “Homo sovieticus”, Alexievich recorre distintos tiempos y espacios de la Unión Soviética, a lo largo de veinte años. Si bien sigue la fórmula de sus libros anteriores, el ejercicio se percibe expansivo. Primero, diez relatos entre 1991 y 2001, recién disuelta la URSS. Luego, las tragedias de la Rusia cercana a Putin, entre 2002 y 2012. ¿Qué ha cambiado en la psique colectiva de los ciudadanos soviéticos (ahora rusos, ucranianos, kazajos, uzbecos….)? El gran fracaso político de la URSS se narra muchas veces desde las cocinas –que en los edificios soviéticos eran colectivas y el sitio predilecto para verbalizar la historia propia, el chisme, el rumor, la burla…–. Uno se encuentra con ciudadanos desencantados ante la gran oferta económica, el gran mercado, las compras a crédito. La división social en los territorios exsoviéticos contemporáneos resulta tan grande que Alexievich recoge el relato de una mujer que nunca ha visitado la Plaza Roja, a pesar de haber vivido toda su vida en Moscú. Mi hija, explica la mujer, pide que vayamos a la Plaza Roja. “Yo le explico: ‘Allí no podemos ir, hijita, porque allí están los cabeza rapadas con sus esvásticas y su Rusia es solo para los rusos, no para la gente como nosotros’”.

En 2015, Svetlana Alexievich fue condecorada con el Premio Nobel de Literatura “por su obra polifónica, que es un monumento al sufrimiento y al coraje de nuestro tiempo”. En su aparente sencillez, las historias que reúne en su breve obra –que no supera los siete libros– asombran por la fuerza descomunal con que transmite dolor y resiliencia. No se trata tan solo de una escritora que presta sus oídos y produce textos con palabras que no son suyas –una crítica que, por lo demás, suele aplicársele frente a la idea de la escritura propia y los imaginarios propios–, sino de alguien que –y es aquí donde residen su ejercicio y su singularidad literarias– sabe cómo disponer esas historias en flujo, cómo hacer que cobren valor los detalles más íntimos –una maleta llena de chocolates, unos zapatos, una puerta– en los momentos adecuados, cómo revelar los traumas de la memoria colectiva, cómo sugerir la gran historia desde la más pequeña, la singular, la que se cuenta junto a los hornos, en el metro, o en la fila para hacer un trámite gubernamental. “Cuando camino por la calle ‘atrapo’ palabras, frases y exclamaciones, siempre pienso ‘¡cuántas novelas desaparecen sin dejar rastro!’”. 

  1. Svetlana Alexievich, “El poder necesita que nunca se sepa la verdad”, El Universal, México, 10 de octubre de 2015. Disponible en https://confabulario.eluniversal.com.mx/el-poder-necesita-que-nunca-se-sepa-la-verdad/
  2. Svetlana Alexievich, “Sobre la batalla perdida” en Nobel Prize, 7 de diciembre de 2015. Disponible en: https://www.nobelprize.org./prizes/literature/2015/alexievich/lecture/?_x_tr_sl=en&_x_tr_tl=es&_x_tr_hl=es&_x_tr_pto=wa