Tierra Adentro
Ilustración de Alfred de Richemont para una edición de “Madame Bovary”. Imagen de dominio público, recuperada de Wikimedia Commons.

¡No sé qué fuerza me ha empujado de nuevo hacia usted! […]

¡Uno se deja arrastrar por lo que es bello, encantador, adorable!

Madame Bovary, Segunda parte, capítulo IX

Vladimir Nabokov dijo en su Curso de literatura europea: “Gógol definió su obra Las almas muertas como un poema en prosa; la novela de Flaubert [Madame Bovary] también es un poema en prosa; pero mejor compuesta, con una textura más firme y bella”. Pero, ¿qué llevó a Nabokov a hacer esa aseveración? Él la hace al momento de hablar del estilo, pero esa consideración va más allá del estilo; está arraigada en la concepción misma de la novela.

Han pasado ciento sesenta y cinco años desde que Gustave Flaubert dio a la imprenta el libro terminado. Desde entonces, Madame Bovary no ha dejado de ser leída y su influencia puede apreciarse hasta nuestros días. ¿Cómo es que la historia de la mujer de un médico de provincias que termina suicidándose, después de dos relaciones extramaritales y el embargo de sus posesiones, ha tenido el impacto que ha tenido?

El tema en sí mismo parece simple: la caída en desgracia de una mujer burguesa de una pequeña comunidad del norte del país. En manos menos habilidosas, no hubiera pasado de ser una historia convencional con un tema un tanto escandaloso, pero Flaubert estaba decidido a hacer de su Madame Bovary un portento. Parte de ese portento procedería de los contrastes; el principal le fue dado por el tema y el estilo que buscó: uno que permitiera que la historia de Emma trascendiera la condición de habladurías de pueblo, para convertirla en una obra de arte.

Flaubert compuso la novela entre 1851 y 1856. Fue a finales de este último año que comenzó a aparecer por partes gracias a la Revue de Paris —un método común de publicación de novelas en la época—. Antes de llegar a imprentas en su forma completa, la novela enfrentó un juicio por obscenidad del que salió absuelta.

Hacia 1851, Gustave Flaubert acababa de cumplir treinta años. Poco más de un lustro antes, había tenido que dejar sus estudios de derecho en París a consecuencia de un ataque epiléptico y se había visto obligado a volver al hogar paterno en Ruan. A la muerte de su padre, se instaló, junto con su madre, en Croisset (en una casa de campo cercana a la ciudad normanda, la cual sería su residencia hasta su muerte en 1880). Fue solo tras renunciar a sus estudios que Flaubert decidió ser escritor (vocación para la que desde la infancia había mostrado aptitudes). Se dedicó a la escritura de La tentación de San Antonio hasta 1849, cuando dio a leer el texto a sus amigos. Estos le recomendaron arrojar a las llamas el manuscrito —eran sus dos amigos más cercanos, a quienes había hecho escuchar la lectura de su obra por cuatro días, a razón de ocho horas diarias; no se trataba, por supuesto, de la obra que, con el mismo título, daría a la imprenta en 1874—. En esa misma charla, uno de sus amigos le recomendó escribir sobre otros asuntos, como, por ejemplo, un escándalo que estaba sonando por toda Normandía: Delphine Delamare (1822-1848), la mujer de un médico, se había suicidado tras descubrirse los desfalcos en que se había visto envuelta y los amantes que había tenido.

Desde nuestra época prosaica —no nos llamemos a engaño, la de Flaubert no lo era menos—, resulta fácil señalar que lo único que hizo el novelista fue darle forma de novela a una historia que ya corría de boca en boca y en los periódicos de la región. Esta es una tentación que a Gustave, por supuesto, le habría sacado una sonrisa; para él, su trabajo estaba concluido si su presencia pasaba por completo inadvertida. El escándalo de Delamare fue solo el punto de partida para construir un mundo con el que pudo levantar su novela.

Ese mundo se desarrolla en Normandía (entre Tostes, Ruan y, sobre todo, Yonville, un pueblo que Flaubert inventó para esta obra). Ahí confluyen las vidas imaginarias de Charles y Emma Bovary, de Léon Dupuis y Rodolphe Boulanger, del farmacéutico Homais y su esposa e hijos, del prestamista Lheureux y del resto de los personajes que habitan la novela. Ninguno de ellos es un gran héroe y hasta las pasiones que los mueven resultan prosaicas. Es en este punto donde habría que ver el realismo del que se consideró a Madame Bovary una de las representantes más claras: para la época, personajes así resultaban más realistas. Sin embargo, Nabokov, en su curso sobre ella, hizo una lista de aspectos poco realistas de la obra (como, por ejemplo, el hecho de que nadie le hubiera ido con el chisme de las infidelidades de Emma a Charles), para apuntar lo baladí que resulta adjudicar etiquetas de movimientos a las obras.

La novela comienza con un narrador en primera persona del plural: “Estábamos en la sala de estudio cuando entró el director, seguido de un “novato” de aspecto pueblerino […]”. Este no es otro que el futuro esposo de Emma, quien la ha de convertir en Madame Bovary una vez se casen. La protagonista, quien le da título a la novela, no aparece sino hasta que vemos instalado al novato ya como un médico en Tostes y viviendo en la casa de su primera esposa. Un caballo lo hace levantarse en medio de la noche para ir, él mismo en su montura, a casa del viejo Rouault, el padre de Emma. De hecho, Nabokov señala que el tema del caballo está presente siempre que ella va hacia su destino: al primer encuentro con Charles, al primer encuentro con Rodolphe y durante el paseo en carro (con las cortinas echadas por Ruan) con Léon.

El médico visita de continuo a Rouault para ver a la joven. Su primera esposa, que ya era viuda, muere luego de que su notario se fuga y ella descubre que no poseía la fortuna que creía. Charles y Emma se casan; ella se muda a la casa de Tostes, donde se aburre; se deprime tras la invitación a un baile en la casa de un vizconde. Para encontrar una solución a esa depresión, Charles decide mudarse a Yonville. Ahí nace la única hija del matrimonio: Berthe. Es también ahí que Emma busca acabar con la insatisfacción que la acompaña siempre, y lo trata de hacer a través del amor: primero, tiene un enamoramiento con Léon Dupuis, quien deja el pueblo sin esperanza de concretar ese amor; después, Rodolphe Boulanger la seduce y con él sí tiene un amorío, que pronto comienza a languidecer en la rutina. Ante esto, ella propone una escapada juntos, una fuga hacia un mundo en el que nadie los conozca —una reminiscencia de todas las novelas de romance y aventura que ha leído—, pero él no está dispuesto a secundarla en esos planes y prefiere abandonarla.

Ante el abandono, Emma sufre un paroxismo. Charles teme por su vida y descuida sus obligaciones como médico por atenderla; su bolsa lo resiente y es en ese momento que la familia Bovary comienza la relación que los arrastrará a la bancarrota con Lheureux. A fin de mejorar su estado anímico, una vez que ella es capaz de volver a caminar, Charles la lleva a la opera en Ruan, donde se reencuentran con Léon. Hasta cierto punto, ella desea concretar aquel amor que se tuvieron y termina cediendo ante los avances de Léon. Esa nueva aventura (en la que ella tiene mayor confianza y el joven, a veces, la hace sentirse querida) hace que Emma comprometa todo el capital que poseen, mientras se vuelve más indiscreta. Una noche, ella no vuelve a Yonville por seguir con León (quien la lleva con sus amigos a sitios sórdidos) y regresa para encontrar que su casa y sus bienes serán rematados. Así, intenta en vano conseguir algo del dinero que ha pedido prestado: recorre el pueblo; busca a su amante y a su ex amante; nadie le ofrece la ayuda que busca. Temiendo, más que nada, la actitud magnánima con la que Charles la podría perdonar, decide quitarse la vida con el arsénico que Homais guarda en la trastienda de su local. A la muerte de Emma sigue la del propio Charles.

A grandes rasgos, eso es lo que pasa en Madame Bovary, pero eso no es la novela. Porque el arte nunca es el qué, sino el cómo; así, el quid radica en la forma en la que se cuenta esa historia, en cómo Flaubert decidió escribirla. El autor podría solo haber tomado recortes de los periódicos donde se desentrañaba el affaire de Delamare; pero, como buen artesano, Flaubert, hizo de esa materia una transformación; convirtió en arte lo que habían sido habladurías. De ahí que Delphine Delamare no sea sino un pretexto, en el sentido etimológico del término: aquello que está antes del texto. Para cuando se comienza a armar la novela, Emma Bovary ya es otra; comparte algunos rasgos con Delamare, pero ha sido transformada por la prosa de Flaubert (es decir, ha sido dada al mundo por medio de su estilo).

Hacer poesía de lo prosaico; eso es lo que llevó a cabo, lo que logró al terminar Madame Bovary. Para él, era claro lo que hacía. Julian Barnes consigna que, en el año de publicación de la novela (1857), Flaubert mismo escribió: “Hay una frase latina que significa aproximadamente: ‘Coger con los dientes un denario de entre la mierda’.  Era una figura retórica que aplicaban con los avaros. Yo soy como ellos: para encontrar oro, no me detengo ante nada”. Y aquí se encuentra uno de los elementos fundamentales de lo flaubertiano, que dota de tanta poesía a la novela: la convivencia de elementos que podrían parecer disímiles (los contrastes y los contrapuntos).

Así, por ejemplo, Rodolphe seduce a Emma mientras un agente del gobierno da su discurso, en una escena que resuena con la del cuento “El día del derrumbe” de Juan Rulfo y que tiene, asimismo, una estructura cinematográfica, avant la lettre.1

–Por ejemplo, nosotros –decía él–, ¿por qué nos hemos conocido?, ¿qué azar lo ha querido? Es que a través del alejamiento, sin duda, como dos ríos que corren para reunirse, nuestras inclinaciones particulares nos habían empujado el uno hacia el otro.

Y le cogió la mano. Ella no la retiró.

“¡Conjunto de buenos cultivos!” —exclamó el presidente.

–Hace poco, por ejemplo cuando fui a su casa…

“Al señor Bizet, de Quincampoix”.

–¿Sabía que os acompañaría?

“¡Setenta francos!”

–Cien veces quise marcharme y la seguí, me quedé.

“Estiércoles”.

–¡Como me quedaría esta tarde, mañana, los demás días, toda mi vida!

En esa escena, por un lado, Emma escucha atenta a Rodolphe y, por el otro, el pueblo celebra la feria; por un lado, se habla de amor y almas predestinadas a encontrarse y, por el otro, está el mugido de las vacas, el balido de las ovejas y el estiércol de todos esos animales. A esa escena se suman las intenciones del seductor que, ya antes de lanzarse sobre ella, ha pensado en el momento en el que lo canse y tenga que abandonarla. De esta forma, las palabras, las promesas se vuelven aun más vanas.

Otro tanto ocurre cuando es Léon quien la quiere convencer en la catedral de Ruan: Emma reza (o, más bien, se esfuerza por orar, esperando que baje del cielo alguna súbita resolución) y, para atraer el auxilio divino, se llena los ojos con los esplendores del tabernáculo; aspira el perfume de las julianas blancas abiertas en los grandes jarrones y presta oído al silencio de la iglesia (que no hace más que aumentar el tumulto de su corazón).

Ya se levantaba y se iba a marchar cuando el guardia se acercó decidido, diciendo:

–¿La señora, sin duda, no es de aquí? ¿La señora desea ver las curiosidades de la iglesia?

–¡Pues no! –dijo el pasante [Léon].

–¿Por qué no? –replicó ella.

Pues ella se agarraba con virtud vacilante a la Virgen, a las esculturas, a las tumbas, a todos los pretextos.

Así, se da un estira y afloja entre el guardia y Léon (quien trata de llevarse a Emma) que termina con la pareja dejando la catedral y el guía invitándolos a ver otra puerta, donde está María Magdalena (y, por ende, la condenación del infierno) como una especie de premonición. Luego, al volver a Yonville, Homais la espera en su casa para darle la noticia de la muerte de su suegro, el padre de Charles; pero el farmacéutico lo olvida y, mientras disputa con su empleado Justin, informa de casualidad a Emma Bovary sobre el sitio en el que guarda el arsénico (el veneno con el que, al final, ella se quitará la vida).

Los personajes también participan en los juegos de contrastes que establece Flaubert a lo largo de la novela. Así se establece, por ejemplo, el poco apasionado Charles frente a la imaginativa Emma, ansiosa de aventuras; pero, quizá, el mayor contraste no sea entre los esposos, sino entre ella y el farmacéutico. Señala Nabokov:

Uno no puede por menos de percibir que Homais y Emma son no solo eco fonético el uno del otro, sino que tienen algo en común, y ese algo es la crueldad vulgar de sus caracteres. En Emma, la vulgaridad y el filisteísmo quedan velados por su gracia, su astucia, su belleza, su inteligencia sinuosa, su poder de idealización, sus momentos de ternura y comprensión, y por el hecho de que su breve vida de avecilla termina en tragedia humana. No ocurre así con Homais. Él es el filisteo que sale triunfante.

Flaubert, al construir su novela, permite entender ese mundo, el de los burgueses de provincias, y las tribulaciones que estos atraviesan (tribulaciones que el autor sabe menores, pero que, a través de su pluma, adquieren un nuevo sentido). De esa manera, una joven esposa se enfrenta a la insatisfacción de su matrimonio, de la existencia en la que se ve encerrada. La maestría de Flaubert consiste en que la psique de esta mujer es verosímil —no realista; quien quiera realidad, podría muy bien buscar el caso Delamare—. Atiborra a su personaje de lecturas románticas y de novelas de aventuras para que el mundo que habita nunca la satisfaga y que, incluso cuando consiga alcanzar sus propósitos, estos nunca se consumen como ella los imaginó.

Madame Bovary c’est moi, “Madame Bovary soy yo”, dijo Flaubert sobre Emma. A lo largo de los años, la gente le ha dado la razón (bien porque, como creación suya, la protagonista es él mismo, bien porque ella encarnaba algunos aspectos de su personalidad). En ese sentido, también podría haber declarado que Charles Bovary c’est moi u Homais c’est moi, porque Flaubert es todo el mundo que creó en su novela. Pero me interesa el punto en el que Emma encarnara un aspecto de la personalidad del mismo Gustave (y no solo de Gustave, sino de todos), que es, a fin de cuentas, una de las razones por las que la novela sigue teniendo tanta resonancia. Madame Bovary soy yo, somos todos, en la medida en que encarna la insatisfacción: ese encuentro entre nuestros deseos e imaginaciones y la realidad que resulta, en el mejor de los casos, más prosaica que como la imaginábamos.

Quizá el momento en el que mejor queda de manifiesto es cuando Rodolphe trata de seducirla en el ayuntamiento, le habla de la felicidad y ella le pregunta: “¿Pero acaso la felicidad se encuentra alguna vez?” El futuro amante responde con una promesa; pero, junto con Emma, sabemos que la respuesta a su pregunta se encierra en esa misma incertidumbre. Gran parte de esa insatisfacción, parece decirnos Flaubert, procede de la insuficiencia del lenguaje: las palabras nunca son suficientes para hacernos llegar a los demás o para comunicarles nuestras necesidades:

Como si la plenitud del alma no se desbordara a veces por las metáforas más vacías, puesto que nadie puede jamás dar la exacta medida de sus necesidades, ni de sus conceptos, ni de sus dolores, y la palabra humana es como un caldero cascado en el que tocamos melodías para hacer bailar a los osos, cuando quisiéramos conmover a las estrellas.

Y, aun así, Flaubert logró doblegar el lenguaje para construir esta novela, esta bella narración de la caída en desgracia de una mujer insatisfecha.

Cerraré como he iniciado, con unas palabras de Vladimir Nabokov —también de su Curso de literatura europea—, para quien Madame Bovary era un hermoso cuento de hadas que Flaubert construyó con la paciencia y la maestría de un orfebre:

Pensad detenidamente en lo siguiente: un maestro con el poder artístico de Flaubert consigue transformar lo que él ha concebido como un mundo sórdido habitado por impostores, filisteos, mediocridades, brutos y damas descarriadas en una de las piezas más perfectas de ficción poética que se conocen, y lo consigue armonizando todas las partes mediante la fuerza interior del estilo, mediante métodos formales como el contrapunto creado por transición de un tema a otro, por las prefiguraciones y los ecos. Sin Flaubert, no habría habido un Marcel Proust en Francia, ni un James Joyce en Irlanda. Chejov, en Rusia, no habría sido del todo Chejov. Eso, en cuanto a la influencia literaria de Flaubert.

  1. La traducción literal es “antes de la letra” y hace referencia a algo anticipado (que se produce antes de estar identificado y/o tipificado).