Tierra Adentro
Portada por Maricarmen Zapatero
Portada por Maricarmen Zapatero

En japonés, el kanji 盆栽 [bonsái] se refiere a una réplica exacta, en miniatura, de la naturaleza. Se trata de una suerte de sinécdoque que consta de dos elementos: ser vivo y recipiente. En su diseño intervienen, en principio, la horticultura y la química, incluso la geometría, pero su estado final depende mucho más de cierta sutileza para el abono, la poda, la selección y purga de brotes, el tamaño. Sin obviar alguna filiación con el haiku o las pinturas del mundo flotante, un bonsái también es una escena efímera, abstracta, de alguna realidad concreta: un árbol diminuto es igual a la naturaleza en su conjunto.

En Los niños del agua, el escritor mexicano Hiram Ruvalcaba hace las veces de jardinero nipón, pero su miniatura la componen el kanji 水子 [mizuko] y la crónica, ser vivo y envase, respectivamente. El término mizuko (niños/agua) se refiere a los fetos abortados —inducidos o espontáneos—, pero también a los niños que no sobrevivieron al trabajo de parto o quienes murieron al poco tiempo de nacer. En “El teléfono del viento”, primer texto del libro, Ruvalcaba camina por Ōtsuchi, un pequeño pueblo en el norte de Japón, en busca de una cabina telefónica muy peculiar. En la costa de Iwate, un lugareño de nombre Sasaki construyó en su jardín una máquina que permite a los vivos entrevistarse con los muertos.

Con esta escena fundacional, Hiram Ruvalcaba se interna en un territorio que conoce y por el que deambula fantasmagórico: entre el cuaderno de viaje y la memoria, el autor jalisciense observa en el paisaje de Ōtsuchi el sitio ideal para los silencios que construirán su libro. En el Teléfono del Viento, Hiram espera comunicarse con Tristán, su hijo muerto. Así es como el escritor, extranjero, ingresa en una comunidad japonesa muy tradicional y, ciertamente, restringida para muchos otros: él también es padre de un mizuko. Si hay algo que hermana las crónicas de Los niños del agua es el dolor, desde luego, pero detrás de la escritura de Hiram Ruvalcaba hay un amor inquebrantable hacia todos los niños muertos de cualquier latitud.

Al puro estilo del dossier, Ruvalcaba presenta “Jizō san” y “Los niños del agua”, dos textos cuyo eje central también son los mizuko. En la primera crónica, Jizō es un bodhisattva, un ser que ha orientado su existencia hacia la iluminación y sigue este camino en beneficio de todos los seres sensibles —en particular, es protector de los niños, las mujeres embarazadas y los viajeros. Aquí el escritor jalisciense se sirve del budismo y el waka, además del archivo, la tradición oral y la cultura japonesa para desvelar el simbolismo de Jizō en el camino de un infante muerto hacia el Sai no Kawara, la Tierra Pura. En la segunda crónica, el ritual de los niños del agua se actualiza en Huescalpa, al sur de Jalisco, en la Parroquia del Santo Niño de Atocha. Acá Ruvalcaba habla desde la dignidad del padre huérfano y establece una relación mística entre la muerte infantil y el agua, tópico ya instalado en la cultura tradicional, concebido tanto en el paisaje rural mexicano, como en el mundo flotante japonés.

En este carácter sincrético radica el éxito de Los niños del agua. “Paraíso en el mar del dolor” y “La bella durmiente” habitan un imaginario compartido entre el sur jalisciense, la Ciudad de México y las islas del sol naciente. La primera de ellas es una crónica descarnada, urgente y dolorosa, sobre los niños muertos de El Mentidero, en Jalisco, víctimas de la toxicidad de la agroindustria y su irresponsabilidad ecocida. En la costa occidental de Kyūshū, su espejo nipón son quienes consumieron por décadas peces contaminados por cantidades exorbitantes de metilmercurio, desde entonces, también en los cuerpos de los pequeños de la bahía de Minamata. “Paraíso en el mar del dolor” es un texto que habla desde el lenguaje universal de las víctimas, en su caso particular, de los niños muertos por causas del capitalismo rapaz y la postergación incomprensible de la guerra ecológica.

Por su parte, “La bella durmiente” es una crónica muy particular en Los niños del agua, quizá también sea la más anecdótica de todas. Se compone de tres fotografías literarias que cuentan, a modo de testimonio, un encuentro inédito en la literatura mexicana: Ōe Kenzaburō, Octavio Paz y Gabriel García Márquez en el sur de la Ciudad de México. Hiram Ruvalcaba es testigo indirecto de la anécdota, dado que es a través de las memorias de Guillermo Quartucci que reconstruye esta clase magistral de los tres Nobel de literatura. Desde luego, también es un texto cuyo sincretismo resulta explícito: en él conviven las novelas de Kawabata Yasunari y el realismo mágico, El llano en llamas y el teatro Noh, los imaginarios colectivos mexicanos y japoneses. En este espacio simbólico, el cronista es también un paisajista: la jacaranda y el cerezo remiten a los mitos primarios de la humanidad.

Las dos últimas crónicas de Los niños del agua tienen que ver con una fijación que, en conjunto, representa el sentimiento de caducidad y trascendencia que caracteriza a la estética japonesa. En “La carpa de mis sueños”, Hiram Ruvalcaba recorre los jardines del Bosque de Los Colomos, en Guadalajara, para buscar un tótem: la carpa koi. El idioma del agua, una vez más, irrumpe para emparentar la dignidad de los peces con las vicisitudes del duelo y el relato de los niños muertos: nadar a contracorriente como símbolo de valor. “Batsudan”, finalmente, describe el modesto altar budista y el profundo ritual con que la familia Momose honra cada día a su bebé difunto. Tanto en la tradición mexicana de noviembre, como en la ancestral cosmovisión japonesa, “Un altar es un amuleto de amor, un faro que se enciende contra el olvido, nuestra manera de decirles a nuestros muertos amados que jamas renunciaremos a su memoria”.

El libro viene con glosario que rescata el significado esencial de las visiones religiosas o filosóficas contenidas en las crónicas, pero lo cierto es que el autor construye un texto sin recovecos, en el que incluye también una lista de referencias. Como un jardinero fiel y paciente, Hiram Ruvalcaba escribe Los niños del agua con dedicación y ternura, sin traducir directamente pero imaginando, entre el paisaje mexicano y el japonés, cada elemento de su bonsái: lo que distingue a las crónicas del escritor mexicano es, sin lugar a dudas, la ternura radical y el amor inefable con que trata a los mizuko en su camino a la Tierra Pura: “Todos hacemos lo posible por aferrarnos a la memoria de los niños del agua”. La escritura de Hiram Ruvalcaba en Los niños del agua, como un bonsái japonés, también es una réplica exacta, en miniatura, de la naturaleza humana: ser vivo y recipiente, en estas crónicas amor y muerte constituyen una gramática universal del dolor, la dignidad y la búsqueda constante de los padres huérfanos que todos los días cantan canciones de cuna a sus hijos muertos, mizuko, niños del agua.

 

 

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