Tierra Adentro
Mosaico/retrato de Pedro Lemebel. En la esquina de Tarapacá con Nataniel Cox, Estación de Metro Moneda. (CC BY-SA 4.0)

La escena ocurre frente al Museo de Arte Contemporáneo de Santiago de Chile en 2014:

Pedro Lemebel aparece del lado derecho, desnudo, calvo debido al cáncer.

Se detiene en la parte alta de las escalinatas y se envuelve rápidamente en una especie de costal que le cubre todo el cuerpo.

Alguien se acerca y prende fuego a las escalinatas.

Pedro se acuesta y rueda sobre ellas, las flamas lo invaden.

La imagen recuerda a la de un cadáver en mortaja, incinerándose.

Poco después, cuando alguien más (a puro golpe y con otra tela) apaga el fuego que lo envuelve, Pedro sale del costal y se marcha.

Lo anterior es una somera descripción del performance Desnudo bajando la escalera. A partir del acto simbólico de quemarse, Lemebel rinde homenaje a Sebastián Acevedo Becerra, un opositor a la dictadura militar que se inmoló en la ciudad de Concepción, frente a la catedral, treinta y un años antes1.

Quizá toda la obra de Pedro Lemebel esté atravesada por el fuego o pueda leerse desde la clave simbólica de lo encendido, de la llama que va y viene. En Tengo miedo torero, su única novela, tanto los apagones como la quema son motivos constantes y la dictadura es el escenario de fondo.

Las protestas llenan la ciudad, la inflaman: “A bombazo limpio cortaban la luz y todo el mundo comprando velas, acaparando velas y más velas para encender las calles y cunetas, para regar de brasas la memoria, para trizar de chispas el olvido”.

Publicada en 2001, Tengo miedo torero se ha convertido en un clásico de la literatura gay y suscita admiración entre los lectores. La relación que establecen los dos personajes centrales, La Loca del Frente y Carlos, este último guerrillero del Frente Patriótico Manuel Rodríguez 2 y participante en un atentado contra el dictador (que prefiero no nombrar), se va configurando en un contexto que implica la inminente desaparición, el silencio y la violencia directa.

El deseo que La Loca siente por Carlos, aquel muchacho que le pide la casa prestada para organizar reuniones clandestinas, es como una llama que se enciende y parece a ratos extinguirse, pero que se aviva siempre con más fuerza, con poderoso chispazo.

Eso es algo que se anticipa ya desde las primeras líneas: “Como descorrer una gasa sobre el pasado, una cortina quemada flotando por la ventana abierta de aquella casa la primavera del 86. Un año marcado a fuego de neumáticos humeando en las calles de Santiago comprimido por el patrullaje.

Un Santiago que venía despertando al caceroleo y los relámpagos del apagón” 3. Ante la realidad convulsa de la dictadura, ¿cómo amar, cómo desear fuera de la norma? Con La Loca, Lemebel pone al centro de la mesa un personaje que hace frente no sólo al contexto político de la época, sino también a las políticas que buscaron (buscan, todavía) normar el cuerpo y su indumentaria.

La Loca es un contrafuego que arrasa con la masculinización pregonada por el militarismo reinante. “Feliz luna de miel, maricones”, les gritan los milicos en un retén tras dejarlos marchar. Y sólo los dejan marchar porque la indumentaria, el sombrero amarillo que cubre la cabeza de la loca, es una estrategia de ocultamiento, que al mismo tiempo resulta ser estrategia de contracultura: “Ponte el sombrero, ¿quieres? ¿Y para qué? Para que te vean como una dama elegante. Pero… Pónetelo te digo y hazte la loca”4.

Pero más que hacerse la loca, un gesto que remitiría a la mera pose, tanto Lemebel como su personaje son la loca, y el hecho de ser la loca es una manera de existir y transitar el mundo.

Las locas pueblan el imaginario del chileno, encuentran un lugar en sus crónicas y se dignifican existiendo, formando colectividad, atando nudos afectivos; pasando de la representación del sidario y la marginalidad travesti, en Loco afán hasta los callejones santiaguinos en De perlas y cicatrices, el ojo de Lemebel ilumina las zonas que de otra forma habrían sido consumidas por el apagón; espacios liminales que los discursos hegemónicos prefieren mirar por encima del hombro o simplemente, nunca mirar.

En Viajes virales, extraordinario ensayo sobre las escrituras del SIDA en América Latina, Lina Meruane menciona que “Lemebel anunciaba en sus crónicas el funesto porvenir de este personaje [el travesti, la travesti] ante la irrupción de la homogeneizante cultura gay global que sometía a la loca a su adaptación o su extinción. La ominosa advertencia de Lemebel, que atraviesa las páginas latinoamericanas del sida como un eco, no se remite solo al travesti sino a la elisión simbólica de lo femenino”5.

Con tacones y maquillado (la hoz y el martillo comunista en la cara) fue como se presentó en la Estación Mapocho en 1986, año en que acontece Tengo miedo torero. Ahí leyó su conocido Manifiesto (hablo por mi diferencia)6, cargado de versos iluminados como antorchas: “No sabe que la hombría / Nunca la aprendí en los cuarteles / Mi hombría me la enseñó la noche / Detrás de un poste”. Y: “Usted no sabe / qué es cargar con esta lepra / la gente guarda las distancias / la gente comprende y dice: / es marica pero escribe bien / es marica pero es buen amigo”.

Sobra decirlo, porque se ha dicho muchas veces, pero la obra de Lemebel es inseparable del gesto político. Y ese gesto político, añadiría por mi parte, es el de existir siendo marica, pero también el de sumar, a esa existencia, la marginalidad, el compromiso político, la mirada empática por el otro. De ahí nace su obra y de ahí surge esa mirada que nunca, desde sus etapas tempranas hasta los últimos textos, abandonará a otras maricas que atravesaron (atraviesan, siguen atravesando) lo mismo que él.

El gesto es el de tender la mano a las otras, a los otros. Hacer que la voz se vuelva incendio. Tanto en Tengo miedo torero como en las crónicas, las voces son centrales. Lo que se escucha en los textos de Lemebel es una clave para comprender el actuar de un cuerpo (sobre todo el cuerpo de la loca, el cuerpo del marica) en el mundo, la prágmática (y la política) que sugiere ese cuerpo al andar por la ciudad, a las orillas del río Mapocho, o sentado en una salita, o junto a otros cuerpos, en la resistencia.

Cuchicheos, gritos, intercambios, suspiros, secretos, exclamaciones, cantos: las voces que recupera Lemebel son como las velas que describe en Tengo miedo torero, pequeñas llamas que, en conjunto, forman un gran halo, una gran lámpara para hacer frente a la ceguera y el apagón.

Sobre la oralidad colectiva, Diamela Eltit (quien fue su profesora en los 80) dice que “la voz del pueblo pobre fue recogida [por él] con una impecable valoración estética. Esas voces están presentes en estas crónicas-entrevistas en las que se rememora su paso biográfico por los espacios vulnerables y periféricos, invisibles para la hegemonía arribista noventera.

Esa habla puesta como barrera y límite, como signo de la otra historia o la historia desde abajo, puso a la barriada, al migrante del campo a la ciudad, a la pobla, a la señora de la esquina, en el centro de un sistema cultural que paulatinamente se vio comprometido a leer a escuchar a pensar”7.

Como llegar e incendiar algo, así se erige la obra de Lemebel frente a la hegemonía excluyente. No sorprende que, entre todos los géneros literarios posibles, haya elegido sobre todo la crónica (aunque también fue poeta y narrador). Y que su trabajo haya estado, además, fuera del texto, en el constante actuar, en un incansable hacer con el cuerpo que lo llevó a encontrar en el performance un medio para conjugar el arte y sus inquietudes políticas.

Entre 1987 y 1993, durante los últimos años de la dictadura y la posterior transición a la democracia neoliberal, conformó junto a Francisco Casas Silva el colectivo Yeguas del Apocalipsis.

Preocupadas tanto por los derechos humanos como por la resistencia política y el movimiento homosexual chileno de su tiempo, ambas llevaron el discurso gay en boga mucho más allá de la demanda de derechos civiles: su militancia (nacida desde la izquierda) incluyó las políticas del deseo y denunció, asimismo, la violencia dictatorial (militarizada, desde luego, ejecutada desde la visión masculina y nacionalista) ejercida contra los cuerpos no normados que, durante los últimos años, se habían encontrado con un virus nuevo, con una enfermedad que se había convertido, para entonces (y rápidamente), en una crisis global.

El VIH situó a dichos cuerpos en un mapa global de dinámicas corporales específicas y maneras diversas de ejercer la sexualidad: las que, desde el norte global, se imponían, colonizando, infiltrándose. Formas que, desde América Latina y desde un Chile aquejado, no habrían podido recibirse per se, ni mirarse con el mismo ojo.

Busco recapitular: Lemebel es chileno, marica, cronista, performer. Y agregar: también latinoamericano. Cuando viaja a Nueva York por invitación va al bar Stonewall, en el Village. De inmediato reconoce una diferencia acentuada: aunque es homosexual como los otros, es también de la América Latina, habla español, su origen es mapuche y su tono de piel y modos difieren de aquellos del norte global, de la normatividad hegemónica de lo gay a finales de siglo, y de sus aconteceres:

“Y cómo te van a ver si uno es tan re fea y arrastra por el mundo su desnutrición de loca tercermundista.Cómo te van a dar pelota si uno lleva esta cara chilena asombrada frente a este Olimpo de homosexuales potentes y bien comidos que te miran con asco, como diciéndote: te hacemos el favor de traerte, indiecita, a la catedral del orgullo gay. Y uno anda tan despistada en estos escenarios del Gran Mundo, mirando las tiendas llenas de fetiches sadomasoquistas, de clavos, alfileres de gancho y tornillos y pinches y cuánta porquería metálica para torturarse el cutis. ¡Ay qué dolor!”8.

En contraposición a esos pinches y tornillos y alfileres, que remiten a una estética del placer específica, más cercana a Calvin Klein que a la resistencia de las locas junto al río Mapocho (“Tal vez lo gay es blanco”, dice Lemebel en la misma crónica), el chileno se pasea por las calles de Nueva York con una corona de jeringas cargadas de sangre. Pinchos capaces de inocular el virus. La imagen es icónica; el performance, una denuncia frente al colonialismo que implica también la pandemia de VIH, una forma de distinguir el padecimiento de los cuerpos al sur, su dolor siempre distinto, siempre resistente desde otro lugar.

No resulta para nada una casualidad que el último performance de Lemebel antes de morir (víctima de un cáncer de laringe) haya sido Abecedario. En Abecedario, Lemebel va escribiendo con neoprén, sobre el asfalto de la calle santiaguina, cada letra del alfabeto. Inicia con la A y enseguida le prende fuego. Continúa con la B, que también arde. Las letras van consumiéndose entre las llamas y dejan, al apagarse, una marca negra sobre el pavimento. La quema del alfabeto es una quema simbólica de la escritura.

El cáncer de laringe va consumiendo su voz, tan fundamental. Un acto de despedida para alguien que utilizó el fuego a lo largo del tiempo, de manera consciente: “Siempre he usado fuego y neoprén, por toda la carga simbólica que tiene ese pegamento inflamable desde la dictadura; la droga del tolueno para el hambre, los jóvenes cesantes, la barricada, el corazón molotov, hasta ahora que se vuelve a potenciar en la calle incendiada de la marcha estudiantil”9.

Una forma de decir adiós para alguien que, ya en el 86, deseaba una revolución que incluyera a las maricas de las nuevas generaciones, aquellas que iban a nacer con un destino parecido al suyo, al menos en esencia. El hecho de que yo esté escribiendo este ensayo es una prueba, quizá, de que la voz de Lemebel es una voz profética, de amplio espectro, como el incendio que tarda en apagarse. Creo, como él, en el chispazo. En la luz del chispazo. Y en su capacidad de quema, de revertir el apagón que busca imponerse sobre nosotros y nuestras voces.

 

  1. Performance, Desnudo bajando la escalera: https://www.youtube.com/watch?v=JV_9_aX3Yw4&ab_channel=Virgo
  2. Y nótese cómo la repetición de la palabra “Frente” no es casual. La Loca, al politizarse cada vez más a lo largo de la novela, terminará siendo también parte simbólica del grupo de resistencia.
  3. Lemebel, op. cit., p. 9.
  4. ibid., p. 25.
  5. Lina Meruane, Viajes virales, Santiago, Fondo de Cultura Económica, 2012, p. 110.
  6. El manifiesto puede leerse en: https://revistas.uchile.cl/index.php/ANUC/article/download/19449/20610/
  7. Diamela Eltit, “Pedro Lemebel y la ultra pose de la loca como otra reivindicación al travesti”. En línea: https://hjck.com/libros/diamela-eltit-pedro-lemebel-y-la-ultra-pose-de-la-loca-como-otra-reivindicacion-al-travesti
  8. Pedro Lemebel, “Crónicas de Nueva York (El bar Stonewall)”. El línea: http://lemebel.blogspot.com/2005/11/crnicas-de-nueva-york-el-bar-stonewall.html
  9. Lemebel citado en María José Contreras Lorenzini, “El neoprén como material intertextual en las últimas dos performances de Pedro Lemebel: Desnudo bajando la escalera y abecedario”. En línea: https://www.redalyc.org/journal/4355/435546330005/html/