Feminismo para desobedientes: otras cuerpas, literaturas y revoluciones en el pensamiento contemporáneo.
Estamos ante otro cierre de año, afuera, el panorama parece como si los saberes y la reconfiguración de la vida social que formuló la pandemia fueran sostenidos únicamente por la variedad de cubrebocas, las formas híbridas a las que la transmisión de conocimientos en el área académica ha tenido que volcarse y el constante crecimiento de índices que marcan las diversas formas en que la desigualdad opera en todas aquellas formas de vida, cuerpas y corporalidades que indican su disidencia al estar fuera del campo de visión del orden heteropatriarcal. En términos generales el ser y pensarse mujer es una disertación de la estructura establecida prácticamente desde la alta Edad Media, como lo ha expuesto Silvia Federici en la mirada panorámica que ofrece en Calibán y la bruja. Fue en el momento exacto en el que la vida de los comunes fue reorganizada mediante el nacimiento del capitalismo y las exigencias y demandas establecidas por los ordenes monárquico, eclesiástico y la naciente burguesía, cuando la vida se configuró como una existencia nula en la que la división del trabajo sexual dio paso al ordenamiento y rapto de la libertad del cuerpo y con ello, la implementación de un sistema de reproducción de violencias que permean en todos los espacios la constante: quebrar desde raíz el mínimo ápice de conciencia de sí, de deseo y lucha para subvertir dicho orden y si acaso el terror, los azotes, la pobreza, la invisibilidad y todas la maquinaria creada desde la dupla capital/heteropatriarcado no fuera suficiente, la muerte, la exposición en la plaza pública, el señalamiento y las ominosas y múltiples formas de terminar con los millones de vidas que han dejado sus cuerpos en la hoguera, en la calle, en las fosas de agua.
Se termina el 2021 y en nuestro país, luego de la pandemia, los índices formulan las divisiones, fronteras y toda impronta que devela no sólo la inseguridad, que no es exclusiva de esta ciudad, país y región latinoamericana, sino la incesante desigualdad que permea prácticamente todas las experiencias que se desarrollan de manera esquizoide en un mismo territorio. Esquizoide porque en algunas esferas donde los privilegios son tan vastos que incluso para quiénes vivimos con ellos muchas veces no alcanzamos a advertirlos, se producen una serie de narrativas que si bien recuperan incluso algunas demandas formuladas de base por diversos movimientos sociales, entre ellos los diversos feminismos y sus olas, vuelven a mimetizarse con las prácticas e ideas de las clases privilegiadas —con la mirada heteropatriarcal incluso— borrando aquellas experiencias y saberes de quienes con sus propias manos han tenido que buscar los restos de sus hijxs, de quienes enfrentan la exclusión por fenotipia y desde luego por clase social y al invisibilizarlas, no queda sino las narrativas de quiénes sin salir del espacio de desigualdad y violencia no terminan —o terminamos— por poner en tensión lo que se encuentra en el centro de la discusión: la absoluta restitución y salvaguarda de la vida.
Desde diversos espacios, —también el artístico y el académico—pero sobre todo en las agencias comunitarias libres de la maquinaria capitalista y por ende, heteropatriarcal, cientos de mujeres se han planteado la necesidad de mirar incluso hacia el interior de sus prácticas, la pregunta siempre acecha ¿Cómo salvaguardar la vida de las mujeres? ¿Cómo romper de raíz con el orden heteropatriarcal? ¿Cómo lograr poner en la mirada pública y más allá del género la necesidad imperante de poner en el centro la vida? Parece tan simple, tan básico y sin embargo, todavía hablar de menstruación, amamantar en espacios públicos, aceptar las diferencias formas en que las corporalidades se enuncian, aceptar incluso que la lucha va más allá de la genitalidad y que el deseo de ser mujer es una llama intensa y revolucionaria, son elementos por los cuales todas hemos vivido violencia, por las que millones de mujeres han perdido la vida, han dejado sus cuerpas y en muchos casos no se han encontrado. Luego de este momento excepcional pandémico, todas las décadas de guerra y la constante producción de las pedagogías de la crueldad como acertadamente las denomina Rita Segato, —incluso desde las formas sofisticadas y casi imperceptibles en que el capitalismo ha logrado introducirlas desde las diversas plataformas, redes sociales y ya las muy envejecidas industrias culturales— no resulta extraño que la tensión se encuentre justamente en la necesidad de afirmar el derecho a la vida desde las esferas de la resistencia macropolítica y los diversos movientes sociales, feministas, indígenas, afrodescendientes, ecologistas, obrerxs, hasta las condiciones que se generan en las estructuras microsociales, el espacio privado, las prácticas de violencia desatadas en todo momento en el espacio doméstico y cuyo recrudecimiento se incierta de manera definitiva en las mujeres precarizadas. Ciertamente como lo admite Suely Rolnik, Raquel Gutiérrez, Federeici entre otras cientos de mujeres que en este momento se encuentran escribiendo sobre lo que las prácticas inscriben sobre las cuerpas, son los momentos convulsos, los instantes en los que “la vida grita más alto” a fin de despertarnos de la pesadilla gore a la que ciertamente no hemos sobrevivido. Son las categorías dominantes las que no han dejado salir del todo el grito incluso de terror, pero también de deseo de conjurar el fin de la guerra en todos los sentidos.
Al parecer no existe otra vía que la apuesta por la resistencia colectiva. Sin embargo el capital, esa mancha voraz que todo lo fagocita y lo devuelve incluso en forma de derechos —sí también de privilegios— suspende los variados esfuerzos por repensar un activismo auténtico en el sentido de que la unidad colectiva consuma el falso sentido de libertad que vendió de manera precisa el neoliberalismo. Es en la vida donde se encuentra la pulsión y la potencia creadora como lo admite Rolnik:
Además de no someterse a su institucionalización, el nuevo tipo de activismo no restringe el foco de su lucha a una ampliación de igualdad de derechos —insurgencia macropolítica—, pues la expande micropolíticamente hacia la afirmación de otro derecho que engloba todos los demás: el derecho de existir, o, más precisamente, el derecho a la vida en su esencia de potencia creadora, Su objetivo es la reapropiación de la fuerza vital, frente a su expropiación por parte del régimen colonial-capitalístico que la cafishea1 para alimentarse llevando el deseo a una entrega ciega a sus designios —este es nada más y nada menos que el principio micropolítico del régimen que hoy domina el planeta. La apropiación del derecho a la vida está directamente encarnada en sus acciones: es en el día a día de la dramaturgia social que ocurren esas acciones, buscando transfigurar a sus personajes y la dińamica de relación entre ellos. (Rolnik, 2019)
Es en el día a día donde las tramas van expandiendo la necesidad impostergable de tomar los espacios, incluidos los simbólicos y los de la memoria, para encarar al perpetrador. Por supuesto que esta necesidad no puede verse de manera urgente desde el encierro. Parece mentira que incluso la pandemia ha jugado un papel transcendental en la infinita reproducción de las pedagogías de la crueldad, los índices de los embarazos en niñas y adolescentes, de desempleo y precarización en las clases bajas, la deserción escolar, las denuncias de violencia de género, femenicidios y transfeminicidios, la explotación laboral incluida en los espacios domésticos hacia lxs cuidadorxs, madres, abuelas y toda persona que ha tenido que quedarse al frente del cuidado de todos lxs cuerpxs, a fin de no romper la cadena de producción. Es en este punto en el que la agenda se muestra saturada de subrayados y postits llenos de demandas y agencias que no hemos sabido conjurar de manera definitiva.
¿Por qué el feminismo no ha logrado frenar esta línea de montaje? Durante una charla que Rita Segato ofreció en la pasada edición de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, sostuvo que el problema tiene que ver con “una excesiva fe estatal” en el sentido de que la lucha ha sido insuficiente por tener una “fe” en las instituciones, incluidas las legislativas, “estamos hablando de una civilización que se genera, que se gesta en el proceso conquistual-colonial. Las leyes no lo contienen y tiene que ver también con nuestros Estados en este lado del mundo. Nuestra historia no es la misma que los Estados del otro lado del orbe.”2 El problema se formula desde la manera en que culturalmente se reconoce a la figura del Estado y a las instituciones, incluidas desde luego las académicas y culturales, no sólo como un ente externo, sino paternalista, —patriarcal sin más— al cual no se le ha logrado no sólo manifestar de manera integral y orgánica la agenda, sino poner en claro la necesidad imperante de trabajar de manera conjunta. Es ahí donde opera igualmente el sentido esquizoide, incluso desde el lenguaje, pues se instauran las demandas, pero se espera que el Estado y los aparatos legislativo y judicial arreglen desde un carácter externo las problemáticas que necesariamente apuntan hacia la violencia y la desigualdad, cuando en realidad las leyes no terminan por tocar directamente la vida de las personas, quedándose en un plano abstracto donde incluso la tipificación del feminicidio no ha terminado por plantearse como una herramienta absolutamente eficaz, pues su fuerza —necesaria para visibilizar el horror y la violencia hacia las mujeres— se disuelve en los océanos de vacíos legales y los pantanos de la burocracia absolutamente corrupta e incapaz de tener una verdadera actitud de servicio. Cuando se observa que el peso de las acciones formuladas desde el Estado terminan en todo caso en el desarrollo de discurso y la escasa instauración de herramientas, espacios y acciones que logren deconstruir el sistema de violencia desde el espacio privado y doméstico hasta las esferas económica y política, no es extraño entonces no sólo que se vea con recelo, sino ineficaz o como un mecanismo para administrar bienes y riqueza dejando de lado la pulsión vital, la vida de quiénes ponen el cuerpo incluso sin ser parte de movimientos o praxis activista.
El privilegio de escribir abiertamente sobre tales emergencias en ocasiones igualmente desdibuja la vida de quiénes no tienen voz, incluso de quiénes ni siquiera se imaginan o pretenden ser escuchadxs. Es en las calles, en el campo y las aulas —ahora virtuales— donde en realidad se observa la emergencia y donde podemos encontrar estrategias, prácticas y soluciones eficaces para crear una desobediencia real. En sus cuerpxs ha quedado la impronta de esta nula vida, carentes incluso de espacios de contención, en sus testimonios se encuentra la manera en que los diversos dispositivos de implementación de la violencia, incluso desde el espacio privado, lxs ha llevado a ser parte de esta maquina incesante de matar. Chicas, chiques que viven en las zonas urbanas precarizadas, en Chimalhuacán, Iztapalapa, Ecatepec, chicos que narran el cómo también reproducen sistemas de violencia pero que no saben cómo terminar con tal ciclo de reproducción, chicas que temen incluso salir de casa o tomar el transporte público hacia sus trabajos y cuyas madres y abuelas han puesto su cuerpa para que logren llegar a la UAM, UNAM, UACM, IPN. Sus testimonios nos hablan de lo que realmente ocurre y el cómo estamos a punto de perder cualquier forma de vida plena si acaso la lucha no se vuelve realmente disidente y pone en el centro lo que la política feminista en nuestra región está visibilizando, una apuesta absolutamente anticolonial libre de jerarquización como lo propone Mariana Menéndez:
La política feminista es para nosotras una sustancia corrosiva de dichas jerarquías, por eso la entendemos como antipatriarcal, pero necesariamente anticapitalista y anticolonial. Por eso apostamos por tramarnos allí donde se supone que deberíamos estar separadas y jerarquizadas. Hemos aprendido por experiencia vivida y por enseñanzas de otras luchas que las diferencias no son el problema sino su jerarquización. Y que no se trata de borrar o trabajar a pesar de las diferencias, sino de ensayar la fricción creativa de las diferencias o la experimentación de habitar la casa de las diferencias (Menéndez, 2020).
La revolución, como nos lo ha demostrado la historia, puede ser igualmente coptada por el sistema heteropatriarcal, de ahí que todas las voces y luchas suman siempre y cuando las jerarquías sean absolutamente desterradas. No se trata por lo tanto de demostrar quién es más feminista, quién ha sufrido más, pues en la agenda disidente se trata de sumar saberes, experiencias libres de la obtención de un poder individual para deconstruir este sistema que ataca a toda la población. Es inevitable reconocer que el discurso en ocasiones no es sino una o quedad, un vacío monumental y pétreo que únicamente podrá llenarse de goce, de deseo vital, de baile y risa con las experiencias que se gestan en la vida afuera del estudio, la biblioteca, el privilegio. La vida adentro ya gesta su desobediencia, su revolución.
Bibliografía
Menéndez, Mariana, “Palabras-alma para una lengua política propia” en Menéndez Mariana (como.) La vida en el centro. Feminismo, reproducción y tramas comunitarias, Bajo tierra, México, 2021.
Rolnik, Suely, Esferas de la insurrección. Apuntes para descolonizar el inconsciente, Tinta Limón, Buenos Aires, 2019.
- La autora utiliza el termino como neologismo basado en el verbo “cafetinar” en portugués de la palabra “cafetâo” cuya traducción , como ella misma lo marca, en países hispanoparlantes puede traducirse como proxeneta, alcahuete, celestina, chulo, entre otros, para referirse a diversas prácticas y posiciones desde el ámbito macropolítica. (Rolnik, 2019)
- https://www.gaceta.unam.mx/las-leyes-no-logran-frenar-la-crueldad-hacia-mujeres/