Tierra Adentro
Portada del libro "Gastronomía en comunión"
Portada del libro “Gastronomía en comunión”

Este libro fue concebido durante el aislamiento que me impuso estar contagiado de COVID-19. Transpirar y añorar ser libre nunca fue tan intenso como el verano de 2020. Volví a lugares en los que he comido y a platillos que son la esencia de mi recetario personal. Evoqué amigos con los que he compartido esos momentos de gracia y gastrónomas que admiro. La combustión aceleró mi fantasía y mi memoria.

Ulises me subía la comida que de manera puntual cocinaba Marina. Era esa comida casera —la comida que he comido toda la vida, caldos, antes que nada— que tiene la virtud de catapultar el espíritu de un ejército en bancarrota. Esa dieta y esas atenciones me dieron una vitalidad de ánimo que me hicieron olvidarme de la opresión de la peste. A la vuelta de los días, mis hijos recibieron las mismas atenciones en las puertas de sus cuartos.

Escribir estas crónicas me reveló a un joven privilegiado. Descubrí también que hubo un toque de poesía en las comidas familiares. Rilke tiene razón: si un ser está en una situación dolorosa en el presente, siempre podrá recurrir a la felicidad en el pasado.

La sinaloense es gastronomía de comunión. La comen todas las clases sociales. Se puede disfrutar de un ceviche de gran calidad en un restaurante de lujo o en una carreta bajo un árbol y, por esencia, en una casa de colonia o de coto residencial. Solo cambia el recipiente donde el ceviche se prepara y los platos en los que se sirve. La magia de los ingredientes —frescos, fosforescentes, hermosos— es la misma. Seres diversos operan esa magia con maestría.

Los marisqueros de carreta llevan ventaja a los restauranteros al resguardar los mariscos en hieleras y enfriarlos en hielo en barra y guardarlos en bolsas de plástico y recipientes de acero. Es otro de sus modos de ser artesanales.

Los platillos de esta cocina —fríos y calientes— se consumen por los habitantes de la costa, el valle y de tierra adentro, al sur y al norte de la línea del trópico de Cáncer. Se come con cubiertos (cabrería, vísceras), con las manos (codornices, ancas de rana, cangrejos, camarones de mar y de río), con palillos (comida china, sushi, brochetas) y picadientes (un sustituto amable del tenedor en los mariscos) y en el propio continente (cocos, ostras y almejas de varios tipos). Se come a todas horas (mariscos por la noche y de madrugada en Culiacán), en todos los lugares imaginables: en los médanos de Isla Altamura, bajo los álamos de Isla Orabá, a bordo de un árbol, en una cueva de la montaña, en una lancha fondeada o navegando en esa misma lancha…

Los habitantes de los altos repelen el olor a pescado, recelan de los tentáculos del pulpo, que reta su imaginación, y encuentran en la ostra la huella infame de la tuberculosis. Ven con buenos ojos al armadillo, pero los desconcierta la armadura de la langosta. Deliran, en cambio, por la carne de cerdo freída en su propia grasa. Manifiestan un gusto europeo al comer cauques y respetan con devoción oriental a las tortugas de río. Fríen tilapias y lobinas. También las hacen callos y ceviche. Las ancianas perfuman el bagre con hojas de guayabo. Los deleita la comida china, su única fuente de vegetales. Y no duermen por cazar el venado, que les vuelve el olor a monte que les agrada.

Vegetarianos: han llegado a un vergel acotado por montañas, ríos y costa.

Durante las cuatro estaciones disponen de hortalizas, leguminosas, granos, legumbres, oleaginosas, frutas, hierbas y plantas. La fruta nativa llega en el estío.

Esa abundancia agrícola genera además una serie de productos lácteos con los cuales redondear su dieta.

Solo falta plantar flores.

La gastronomía sinaloense es poderosa. La mayoría de sus platillos son de ascendencia española y, en menor medida, prehispánica. Esa nueva cocina mestiza hizo que los integrantes de las minorías extranjeras olvidaran su tradición gastronómica. A los patriarcas les siguió su descendencia. La cocinera de Alicia en el país de las maravillas botó sus ollas, platos y fuentes. Los migrantes, al cambiar el siglo, hicieron algo parecido y, en adelante, prefirieron un pargo a un lucio.

Fue una pérdida. Con esas otras cocinas, nacidas en el corazón de Europa y cuya virtud es la sutileza del sabor, nuestros platillos serían múltiples y Mazatlán habría conservado un aire de belle époque. No importa que los manteles primorosos, la cubertería de plata y la cristalería de Bohemia hayan quedado atrás. ¿O sí importan esos heraldos del buen comer al momento de sentarse a la mesa? No sobrevive nada de la cocina alemana, francesa (la bouillabaise es parecida a la sopa marinera) e italiana que comían los magnates de las minas, las finanzas y el comercio y los diplomáticos europeos y norteamericanos; unos y otros eran, a menudo, los mismos. De la tradición naval tampoco conservamos los veleros, cuyas jarcias blanqueaban las aguas azules del muelle de Ortigoza. Ahora, modernos y silenciosos, navegarían de una isla a otra.

De ese pasado solo sobrevive la cerveza. El amor por el oro cegaba a los extranjeros occidentales hasta el punto de no considerar el abrir un restaurante, incluso ni después de un crack bursátil. Eso se lo dejaron a los chinos. De los griegos, que revolucionaron la agricultura, se conserva un recetario hecho por mujeres y el gusto por la carne de borrego; de los norteamericanos que se asentaron en Los Mochis conservamos su pasión por los jardines babilónicos. La comida cantonesa en su vertiente norteamericana todavía se consume y en los hogares es popular una receta: el chop suey. Los pescadores japoneses nos enseñaron el gusto por los mariscos crudos, práctica que también nos llegó del mundo precolombino. Fue una familia mexicana, los Redo, la que plantó árboles de lichi a la vera norte del río San Lorenzo.

La red Redo cubrió a los agrónomos asiáticos. Es mérito de ambos —y de Francisco Arredondo*— que las huertas de lichi cubran el prodigioso valle de Eldorado. Semejan una dinastía extranjera poderosa. Los chinos, ausentes desde hace un siglo, siguen aportando a la economía de la región.

Proeza semejante hicieron los fruticultores de Escuinapa al sembrar mango de distintas variedades. Árboles de lichis y mangos florean casi por el mismo tiempo: sus manojos ensanchan el corazón y alegran la mirada; sus frutos —níveo, y amarillo— aligeran el estío.

Alice B. Toklas, cocinera de artistas, dice en su libro excepcional:

El modo de cocinar francés se asienta sobre los descubrimientos realizados durante el siglo XVII, cuando todo el que podía hacer ese esfuerzo económico comenzó a interesarse de repente en la cocina como una de las bellas artes.**

Más allá de la sobrevivencia, en Mazatlán el gusto por la comida de mar surgió entre la gente del muelle —calafates, estibadores, porteadores de agua, barqueros, operarios de grúas, mecánicos de barcos, tejedores de redes, coyotes, trabajadores del astillero, obreros de la cervecería, hieleros, escribanos y tenedores de libros de la aduana, y hacedores de artes de pesca, que son una mezcla de herreros y carpinteros—; el gusto surgió en los pescadores y de ahí ascendió, vertical y horizontal, a otras clases sociales. Según el testimonio de una anciana nacida a principios del siglo veinte, comer pescado era propio de las clases bajas, como ajos y cebollas estaban solo destinados al paladar de los pobres en los tiempos de don Quijote. En el puerto escaseaban el agua y los pastos para el ganado, y las clases altas preferían las carnes rojas.

Mazatlán era entonces un ubicuo depósito de especies, un jardín del Edén salobre donde solo había que remover la arena para alimentarse. Profundizar el canal de navegación significó borrar isla Belvedere y extinguir la almeja Atrina maura (a ese bivalvo se le llama callo de hacha). Era la década de 1950. La draga vomitaba arena y almejas por el tubo que daba a tierra. Algunas salían trituradas y otras enteras. Niños y pájaros de mar se disputaban el despojo. Los hombres buscaban perlas. Fue un espectáculo alucinante y el inicio del deterioro.

La cocina de mar propició, en los orígenes, una revolución: metió en la cocina a los hombres, que estaban acostumbrados a sentarse a la mesa sin ensuciarse las manos. El cambio de idiosincrasia empezó, como toda revolución urbana, en la calle: llegó de la mano de los vendedores ambulantes: de ostras —el afrodisiaco tropical por excelencia—, de estofado de caguama, de pescado a las brasas, de callos de hacha, de tostadas de ceviche, de fruta cristalizada. Para abrir un bivalvo se precisa de manos rudas y destreza en el uso del cuchillo. Fue una cortesía efímera: ahora las mujeres destripan pescado en las plantas donde se procesa el atún. Se han acorazado contra los olores primigenios y despachan en múltiples pescaderías. Su alias es un referente urbano. Quizá de su pulso sereno, de su sentido de la belleza llegue otra revolución: el que un pez se corte con el arte con que se sirve en oriente.

El platillo masculino por excelencia es el pescado zarandeado: a los hombres les ganó su sentido práctico y la falta de ingenio. Es por eso que robalos, pargos y corvinas apenas son cubiertos con una película de mostaza y mayonesa, mezcla que recuerda al conde Sandwich. Antes de la llegada de aquellos ingredientes, y de la salsa inglesa, las presas solo eran perfumadas, al asarse, con humo de mangle. Era el apego a cierta ortodoxia. También el apego a la cerveza fue lo que dio origen a las botanas. Es cometer una falta contra el ritual comer mariscos sin tomar cerveza, sobre todo si la comida es en la playa, sobre todo si el plato es frío. Tal vez la pureza belga hizo variar el sabor de la cerveza Pacífico, cuya fórmula era alemana. O tal vez sea que la limpidez de las aguas y los ingredientes excelsos no sean los mismos desde hace algunas décadas. Los sabores evolucionan —no siempre en nuestro provecho.

Ahora mismo son hombres los que levantan un montículo de carbón intercalado con astillas de ocote, oyen sus crujidos, hacen fuego, soplan, remueven las brasas, lubrican la parrilla con cebolla o sebo de res y asan carnes, aves y pescados, y asan cebollines, tateman tomates y rescoldan chiles para preparar salsas que hubieran estimulado el paladar de los propios dioses olímpicos, si estos amaran la comida vegetariana. En tiempos modernos aún hay quien prefiere triturar chiles y tomates en piedra volcánica.

Y ya hay quien, sin prestar atención a la marca, usa vino tinto en lugar de cerveza para dar un bouquet mediterráneo a un marlín estofado.

Mientras que los hombres fían sus recetas a la tradición oral y a la memoria, las mujeres la confían a la escritura. Aunque son amos y señores de las barras frías y del repertorio clásico de las recetas de mariscos, ningún cocinero —o chef, término grato a los jóvenes que fatigan hoy las cocinas— ha publicado un libro de recetas. Su cátedra es expuesta a ojos vistas.

Son mujeres las autoras de recetarios maravillosos: Cuquita Cárdenas, Alma Cervantes, Mamá Licha; de ricas compilaciones: Lourdes Zazueta, Refugio Lamarque, Josefina Rayas; y de crónicas suculentas, como el libro de Ernestina Yépiz. Son hombres los que desde el amanecer dan vida a las calles con sus carretas de cuyo vientre caliente y frío emergen delicias con esas mismas temperaturas. Son mujeres y hombres, en el ámbito secreto de las cocinas, los que dan vida a los restaurantes. Hombres y mujeres son especialistas en improvisar; en la bahía de Altata preparan el ceviche en el mismo momento que el cliente lo pide.

Los hombres prefieren los números (veinticuatro limones para hacer un kilo de ceviche de pescado, doce si es de camarón) y es notoria su falta de una tabla de medidas para cocinar; en cambio, prefieren agregar sal, pimienta, cebolla, tomate, pepino y chile chiltepín “a tanteo”, a menudo sobrados de mano. Equilibran esa carencia de formación en la ciencia de las nomenclaturas con el saber enciclopédico del nombre de los pescados (todos los que sea posible obtener del Mar de Cortés y del Océano Pacífico y de los estuarios en que ambos derivan, y de los ríos que en ellos desembocan; ah, un par de mares y sus manjares); y equilibran esa carencia, faltaba más, con un dominio renacentista de las características de su carne y el uso que se le debe dar. Nunca se debe emplear un dorado para hacer un caldo, por ejemplo, como no se debe zarandear un mero, reservado para un caldo o para preparar chuletas a las hierbas finas. Y se debe asear bien el caracol burro antes de cocerlo, pues sus vísceras tienen poderes laxantes; melongena melongena es el cacofónico nombre científico de este molusco. Y se debe retirar los ojos a los calamares para evitar su consistencia chiclosa. Los pescadores, los pescaderos y los cocineros —esa trinidad amable— tienen memoria de naturalistas griegos para distinguir criaturas marinas.

Las mujeres son leales a Cronos y se entienden a la perfección con los dictados de míster Fahrenheit. Comprenden el uso de los manuales.

Los hombres, en cambio, desafían a Cronos: no fijan tiempos de cocción. Tampoco hablan de hornos precalentados. Les basta ver el caldo para apagar la olla donde cuecen los camarones; su espuma es fina, de matices encarnados, como la dorada cerveza. O ver que el abdomen del camarón gigante de bahía se ha desprendido del cuerpo para retirarlo del fuego, escurrirlo, salarlo y ponerlo a enfriar. Remojarlo en limón y salsa Guacamaya cierra la receta.

Europeos y norteamericanos cascaban langostas y cangrejos con pinzas de plata. En esas comidas de mar había una profusión de ríos: vinos blancos del Rin, del Duero, del Marne, del Po. Paralelos a las riberas estaban los valles: se hacían presentes los viñedos de California y del medio oeste de Estados Unidos. Un caballero, dueño de una mina y de cierto talante irreverente, ahíto del sabor a sal y de crema catalana, se aventuraba con un mezcal de La Noria o de Pericos, la bebida de la servidumbre. En cierto momento de la velada, en la cocina, el cochero lanzaba un corcho al pelo de la chica que fregaba la loza de porcelana —para espabilarla. También las cocineras bostezaban. El mayordomo guardaba los cubiertos de plata.

La cena tenía una coda tropical: en la fuente del patio, los caballeros fumaban habanos del Dios del Amor, la casa cigarrera de don Severino Montero, mientras hablaban de trenes y automóviles. El banquete había relajado su memoria: olvidaban los barcos fletados con oro y plata que los habían hecho ricos desde dos generaciones atrás. El viento marino otoñal, soplando entre los dos cerros de la costa, esparcía el humo. El mayordomo, infatigable, extendía a los caballeros un cenicero de plata, que fulgía a la luz de la luna.

Un viajero del altiplano usó cuchillo y tenedor en un restaurante de lujo. La fuente al centro de la mesa recordaba el camarón de oro que Moctezuma regaló a Hernán Cortés.

—El placer, maestro, está en tocarlos —le dijo en tono duro pero cálido su anfitriona cuando lo descubrió.

El hombre era querido por sus modales y su carácter apacible. Durante la comida apenas peló un camarón. Los comensales vecinos expoliaban los crustáceos a mano limpia. Imponían su protocolo.

Si en la Francia de entreguerras usaban mantequilla

para casi todo lo que cocinan, no solo porque aporta un sabor que no admite sustituto sino porque casa, como dicen ellos, esto es, sirve para ligar todos los sabores del plato que se está preparando (…) ***

, en Sinaloa, un cítrico, el limón, es el ingrediente que enlaza, permea y, en ocasiones, cuece algunos platillos. Es el brío del sabor agrio, que modera el sabor a sodio de los pescados y mariscos y mantiene en el límite el respeto por sus olores. (No sabe igual el pulpo que el calamar, aunque ambos sean moluscos; no huele igual la langosta que el camarón, aunque ambos sean crustáceos, pero el color de los dos, luego de la cocción, es semejante. Ostras y almejas asimismo tienen su propio olor y sabor antes de que tiemblen bajo el jugo de limón.) Se prefiere el limón Colima (el persa confiere un toque dulce, grato). A una legión de comensales el cítrico los vuelve crípticos: lo usan en todo tipo de caldos e incluso en los cortes de carne.

Un siglo después aquella revolución debe ser ampliada: debemos cultivar más especies si deseamos alimentarnos como hasta ahora y que la crónica de nuestras grandes comilonas no sea una ficción para nuestra descendencia. Hay ríos, lagos, estanques, presas, marismas y estuarios donde es posible hacerlo. Si el clima lo permite, nos debemos sembrar gambas de agua dulce, y vieiras y cigalas en la costa. Y una tarde de domingo comerlas en una comida familiar, salpicadas con un Mosela a una temperatura de quince grados. Desde 1974 en los esteros de Navolato se cosechan ostras japonesas (crassostrea gigas), conocidas por nosotros como ostras de placer (celebro el pleonasmo). Navolato es una ciudad de buenos mariscadores, además de grandes agricultores y restauranteros.

Los sinaloenses son gastrónomos generosos. He visto a los dueños de los grandes restaurantes en las carretas. Mientras hablan con los marisqueros toman de la hielera lo que gusten. Van en busca de secretos y a compartir los propios. Olvidan también la fastuosidad de sus cavas y frigoríficos para comer en las fondas donde se resguardan los saberes centenarios.

Las cartas de los restaurantes, los rótulos de fondas y taquerías, las meseras que en las palapas toman la orden por kilos (así, presentado en platones, se goza el aguachile con callo en San Pedro), los marisqueros que alientan al cliente a seguir sus instintos y hacer sus propias mezclas, las cantinas que no tienen carta (la botana llega por cortesía de la casa), las cantinas donde el cliente lleva lo que apetece, es cortesía que se conecta a un flujo nutricio que declara:

El sol, el vaho del hielo, las flamas de hornos y estufas, las llamas cambiantes de los leños, las ascuas del bracero, las ollas y parrillas eléctricas, el aceite de maíz en ebullición (es el óptimo para freír: no se evapora), vuelven las horas de comer, pese a la sensación térmica, en un ritual apetecible, sea en compañía o en soledad.

Estas crónicas son una entrada a esa gastronomía.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*Inés Arredondo, “La verdad o el presentimiento de la verdad”, pág. 3. Obras, Siglo XXI Editores. México, 1988.

**El libro de cocina de Alice B. Toklas, pág. 21. Ariel, España, 2018.

***Op. cit., pág. 20.

 

Similar articles