Un ritual para volverse ave
Titulo: Aves migratorias
Autor: Mariana Oliver
Editorial: Secretaría de Cultura / Fondo Editorial Tierra Adentro
Lugar y Año: México, 2016
La casa es una ruta anclada en la memoria.
La casa también es un gesto duplicado.
La casa (…) es una grabación de la infancia, un recuerdo implantado
(…) un ritual para volverse ave.
Mariana Oliver
Imaginemos que una mujer entra en diecisiete departamentos y casas donde viven parejas que comparten la vida diaria con la finalidad de fotografiar su intimidad. Entra, por supuesto, cuando las parejas no están presentes en sus viviendas y con el objetivo de apropiarse de los territorios de los otros, de sus objetos y sus rastros. Imaginemos que esa misma mujer regresa a una casa vacía, la casa de su infancia y juventud, la casa donde vivió hasta que sus padres decidieron separarse. Imaginemos ahora que esa mujer, llamada Ana Blumenkron, coloca las fotografías de su expedición en las moradas ajenas, es decir, yuxtapone imágenes de camas destendidas, trastes sucios, fruteros, cepillos y pastas dentales, estropajos y champús, cucharas y tenedores, cartas escritas a mano almacenadas en cajones, sobre los espacios en blanco de ese ex-hogar que ya no, que no más. Imaginemos que una mujer logra re-habitar un espacio que alguna vez le perteneció con representaciones de la forma en que otros residen en sus contornos más íntimos. Imaginemos que Ana Blumenkron vuelve a poblar lo deshabitado a través de la evocación del habitar de la otredad. Quizá los objetos cotidianos revelan más de lo que suponemos sobre las personas, escribe Mariana Oliver mirándolos sabemos algo de quien los habita. Hay un yo regado por ahí.
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Los modos en que se configura, se habita, se re-habita y se piensa un territorio, sea éste un país, una ciudad, una casa, una habitación o incluso un lenguaje, una epifanía, ciertas maneras de estar en tránsito, son dilucidados y desmenuzados en Aves migratorias con la fruición y la morosidad de quien concienzudamente prepara el equipaje para una muy muy larga travesía. Un recorrido que nos conduce espacialmente por Canadá, Capadocia, Berlín, Estambul, Turquía, Koblenz, Normandía, La Habana, Estados Unidos, Guinea, Sierra Leona y Liberia; y, temporal y temáticamente, desde la mitología griega hasta el siglo XXI, pasando por los primeros cristianos, la Edad Media, el Renacimiento, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría, la caída del Muro de Berlín, la literatura alemana y la Revolución Cubana.
Así, un joven daltónico que siente envidia de las alas de los pájaros y decide construirse unas para enmendar su cuerpo imperfecto; una ciudad subterránea habitada por seres encorvados, somnolientos y cenizos de huesos y articulaciones endebles; un país que en el pasado estuvo dividido por un muro —como siamesas zurcidas por la espalda que compartían un solo corazón— y al que la gente llega, en el presente, buscando lo que ya no existe; una ciudad que exige pensarla en fragmentos, perfecta para los aficionados a los mapas; una ciudad que súbitamente se hizo frágil, minada por bombas que están siempre a punto de explotar; territorios que en realidad son cuerpos de mujeres atravesados por la guerra; niños que viajaron al País de Nunca Jamás y que perdieron su sombra y que por eso saben más de la despedida que del reencuentro; una mujer que sobrevivió una guerra mientras escribía una novela, con el fin de que la historia no se repitiera, sobre otra mujer que vio, literalmente, arder Troya dos veces; una mujer que llega a un país sin boleto de regreso, que se entrega voluntariamente a una extranjería indeterminada, que se abandona en otra lengua y asume que siempre habrá algo imposible de comprender en las palabras, al tiempo que escribe sobre la experiencia de migrar a una ciudad nueva y quedarse a vivir ahí; dos niñas frente a una videocasetera apostándole a su memoria a través de juegos de mnemotecnia; una mujer que recorre, que recrea, que reconstruye a través del lenguaje la casa que habita, la casa que lleva cosida al cuerpo; son los escenarios movedizos, los protagonistas tránsfugas de los textos que conforman este volumen.
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Con un oficio discursivo sólido y diáfano, Mariana Oliver construye capa por capa edificaciones ensayísticas que no son lineales ni unívocas, que van del pasado al presente; de la historia colectiva a la vulnerabilidad del yo; de la contextualización histórica al lirismo poético, como cuando escribe En el centro del radio, una bomba duerme, la arrulla un sueño de pólvora y ceniza; del abordaje analítico, incisivo y minucioso, a la espontaneidad de la epifanía y la íntima cercanía de lo confesional, cito: Cuando mi madre perdió el cabello, yo extravié las palabras. No sólo las mías, también las que no lo eran. Sus cabellos castaños volaron hasta mi garganta y ahí adentro, como si fueran de alambre, se volvieron nudos. Bajo ese tapón espinoso y oxidado se estancó todo lo que hubiera podido decir. A la distancia y con la resaca implacable que deja el silencio, creo que cortarme el cabello hubiera sido el único modo posible de reconciliación con mi mutismo. De esos meses conservo un malestar entre las costillas. Un pinchazo profundo que se repite cada vez que veo mujeres que llevan un pañuelo en la cabeza.
En sus ensayos, Oliver nos vislumbra como lectores-espectadores, pero también como viajeros-sombras, quienes, por encima de su hombro, avizoramos los lugares, los hechos y los procesos que deconstruye y reconstruye en su memoria y en la nuestra. Sabe que vamos mirando a través de sus ojos y por eso se detiene a contemplar, por eso hace zoom en ciertas palabras y significados, en ciertas calles y rituales, en ciertos colores, sonidos, velocidades y texturas, cito: Así, en un principio, Heimweh es “dolor”. Pero no un dolor cualquiera, es un dolor por la casa, por el espacio perdido, por la lengua, por lo que considerábamos propio y ya no está.
Se trata, pues, no de una escritura de superficies sino de una de entrañas y matices. Mariana Oliver, como Ana Blumenkron, se infiltra hasta lo más hondo e íntimo del habitar del otro. Así, en Aves migratorias, convierte la exploración de la casa-memoria-textualidad-viaje-corporalidad ajenos, en una indagación personalísima sobre el propio habitar, sobre la propia casa, sobre la propia lengua, sobre las propias mudanzas.
Se trata pues, de ensayos fragmentarios y radiales en los que Oliver va colocando, estrato por estrato, cada una de las capas de ese tejido orgánico que es su escritura. Sus múltiples asedios funcionan como planos superpuestos que intercalan matrices de sentido en torno a cuerpo, casa, lenguaje y territorio como ejes que a su vez se ramifican y se intersectan: el cuerpo es entonces lenguaje, palabras, memoria y olvido; la casa es el habitar y el construir, el plano y la cartografía intrínseca; el territorio es el país, la ciudad, la patria y la identidad, pero también los límites, las fronteras, los muros, la migración y la extranjería, los fantasmas y la pérdida; el lenguaje es vuelo, ir más allá del límite, el germen de todas las guerras, la irrecusable vuelta a la infancia.
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¿Llevamos nuestras casas, nuestras ciudades, nuestros lenguajes, nuestras guerras, nuestras pérdidas, nuestras mudanzas cosidas al cuerpo? ¿Cuántos de nosotros seríamos capaces de distinguir nuestra casa de otras casas, si una tarde, al volver del trabajo, la hallásemos vacía, despojada de cortina y sillones? ¿Qué clase de cosas de nosotros dice el desgaste acumulado de los objetos, de nuestras viviendas, de nuestras ciudades? ¿Cuánto tiempo necesita una palabra para sanar? ¿De qué manera se pronuncia un idioma improvisado, que no consta en gramática alguna y carece de un acento correcto y una manera unívoca de escritura, que existe sólo para ser hablado, para olvidar pronto lo que en él dijimos? ¿Cómo se cuentan los muertos y los heridos que sigue acumulando una guerra que ya terminó? ¿Cuáles son los mecanismos de sobrevivencia de quienes viven en una ciudad donde las bombas están fundidas con los escombros, escondidas debajo de los museos y los monumentos, bajo los estadios de futbol y las escuelas?
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La migración involucra la re-habitación de la piel, dice Sarah Ahmed, citada por Cristina Rivera Garza. En este libro, todo tiene que ver con desplazamientos, con entrar y salir de los territorios materiales e inmateriales que nos configuran. Por azar y fortuna leí Aves migratorias durante algunos de mis trayectos primerizos en Metro en la Ciudad de México a la que llegué a vivir hace casi cuatro meses, después de haber embalado en cajas una vida, una casa de dos décadas. Así que mientras leía La lengua de Özdamar sentí, parafraseando a Mariana, que yo también necesitaba tiempo para acostumbrarme a los colores, para descifrar cuánto veía, para adaptarme a lo que me rodeaba y saber qué significaban las palabras que saturan las calles, los aparadores o el mapa del Metro. Mientras leía Casandra empecé a colgar fotografías para adueñarme de las paredes de mi nuevo departamento. Mientras leía Plano de una casa intenté recorrer a tientas mis nuevos espacios para ver si podía llamarlos casa y recordé que antes de llegar al que es hoy mi hogar yo también tuve que cerrar los ojos e imaginar y confiar en que existiría. Al tiempo que leía en el ensayo que da título a este libro que algunas veces, de manera inesperada, es posible anticipar fragmentos del futuro en un momento, que hay destellos que desgarran el curso de lo cotidiano, una epifanía de la que después no es posible desprenderse, tuve mi propia epifanía, mi propio atisbo de porvenir. Una mañana, mientas subía las escaleras de salida del Metro Pino Suárez, vi mis pies ascendiendo por los escalones, vi de reojo los otros múltiples pies y pude escuchar el sonido —un murmullo ciego y omniabarcante, que de súbito se impuso como la única realidad existente en ese instante— de todas esas suelas de zapatos chocando automática y rítmicamente contra el pavimento. Todo lo demás se evaporó. Toda yo era ese subir, ese estar inserta en una de las inercias, en uno de los gestos de esta urbe. Fue justo en ese momento en que supe que yo podría enamorarme de esta ciudad. Que en un futuro esta ciudad y yo tendremos una historia. Que sus calles podrán decirme algo sobre que quién soy.
La casa está cosida al cuerpo, nos habita, escribe Mariana Oliver en este entrañable libro, a través del que, sin duda, emprenderemos un periplo cuyo final de partida será el re-habitarnos.