Terrorismo y espectáculo

Titulo: Museo animal
Autor: Carlos Fonseca
Editorial: Anagrama
Lugar y Año: España, 2017
En un juego de dualidades, podríamos imaginar a nuestro yo en un cierto plano de la conciencia cuyo reflejo es un inconsciente insondable e inmenso, tanto individual como colectivo. Como herederos de un mundo colonizado por Occidente, este entorno dual podría mostrarnos en lo aparente como continuadores de la historia de la razón, sabedores de la verdad de las ciencias y como demócratas indignados ante cualquier barbarie; en la oscuridad somos perplejos y eternos subyugados, estupefactos ante el despojo, enojados detractores de las instituciones, de la patria misma, parias necesitados de nuevos y mejores olvidos, mestizos urgidos de una revolución que no hemos sabido hacer. Entre lo consciente y lo inconsciente, entre la selva y la ciudad, entre el europeo y el muy soterrado indio, la vida misma se parece de pronto a un Corazón de las tinieblas, en búsqueda de un Kurtz que nos libere a base de locura. Tal vez, en el fondo de nuestra psique, donde existe eso que Freud llama Das Unheimliche (lo ominoso o lo siniestro), hay un Marlon Brando pelón gritando «¡The horror!». Los psicodélicos en reciente boga entre occidentales (digamos, de los sesenta a la actualidad), son un vistazo citadino a estas dualidades; el internet nos muestra su propio trayecto oscuro y, de pronto, nos interesa saber los derroteros de una deepweb de la que, en general, no participamos.
La realidad parece suficientemente difusa, después de las teorías posmodernas, provocándonos una inmovilidad incluso epistémica. Fake news es nuestra bandera, desde antes de que Donald Trump la haya ondeado con ese cinismo que a veces confundimos con plena estupidez. Recientemente hemos visto a los especímenes de humanos más bellos (según estándares de Hollywood) mostrar ese lado monstruoso que nos confirma (ya lo sabíamos) que las reglas de abajo, del poder y el machismo flagrantes, de la injusticia y el sobajamiento, son también las reglas de arriba. La miseria sexual cuenta entre sus víctimas a las más famosas actrices y, entre sus silenciosos cómplices, a los más conocidos galanes. Esos mismos que se han golpeado una y otra vez en defensa de justicias prefabricadas e, incluso, han gritado la vulgaridad de su propia condición dentro de grandes cintas, se ven envueltos de pronto en su propio infierno, hecho del mismo estado de cosas. La bella foto familiar de los estereotipos más guapos oculta una verdad terrible.
En todo eso hace pensar la novela de Carlos Fonseca Museo animal. Su historia va develando un tránsito del bello mundo de la moda (el culmen de lo civilizado) a la selva (agreste y profunda); este camino implica por un lado degradación, explotación y oscuridad y, por otro, verdad, acción y sentido. Es por eso que las menciones al neo zapatismo y, en particular, al Sub Marcos son recurrentes. Como si la conciencia política y la verdad social nos arrastrara al sur, al indigenismo, a la tierra, mientras la levedad del mundo mediático nos representara un occidente lujoso y pleno, que deseamos con desgana y como avatares de nosotros mismos, desaparecidos en esa noche luminosa, de candiles dorados, en la que, sin embargo, el anfitrión es Harvey Weinstein.
En este tránsito, de la farándula a la selva, Fonseca está lleno de cultura, de visiones artísticas, de referencias históricas y también de cualidades literarias. Sus referencias a veces desbordan la página, del General William Sherman a Alexander von Humboldt, de Jacoby, Costa y Escari al movimiento beatnik, de Picasso al Subcomandante Insurgente Marcos. La máscara y la transfiguración están presentes siempre. A veces, en su alarde, se olvida de la verosimilitud de su propia trama, enamorado acaso de los símbolos que es capaz de desplegar. Con sólo treinta años, se trata de un escritor profundo y disperso, que vale la pena leer. Su tema tiene los derroteros de la actualidad mientras deja ver la realidad de un mundo globalizado, atascado de información y comunicación. Me cuesta trabajo empatizar con sus personajes porque acaso son ellos mismos los animales de su Museo, camaleónicos ocultos, mimetizados, a la vez voraces y calmos. Pero empatizo, eso sí, con algunos propósitos de estos personajes, sobre todo con la idea (un poco, tal vez, a lo Chuck Palahniuk) de un arte conceptual terrorista, un gran golpe del arte al statu quo que muestre una organización por un lado radical y, por otro, llena de sentido del humor. Entre Banksy y Francis Alÿs, entre Black Mirror y Joseph Beuys, entre Andy Warhol y Hermann Nitsch. Tal vez un poco (demasiado) Hollywood… ¿A poco no nos gustaría? Finamente, la guillotina era también un espectáculo.