Un gorrión en el pecho
Para Ali Carrera, Sergio Madrazo,
Gaby Martínez, Ida Ordóñez y Gaby Aréstegui,
por el espacio para compartir historias.
I
De aquella novela titulada La sombra del viento, de Carlos Ruiz Zafón, me quedo principalmente con dos ideas, románticas, si se quiere ver así. ¿La primera? Cada que un libro llega a algún nuevo lector, se hace fuerte y, por decirlo de algún modo, revive; es, de cierta manera, algo similar a aquel manido kōan que nos pregunta si en verdad hace ruido un árbol que cae en medio del bosque pero nadie está ahí para escucharlo. Si extrapolamos la sentencia anterior al asunto de los libros, ¿de verdad existe un libro cuando no es leído por nadie?
Aunado a lo anterior, cabe también el preguntarnos por qué leemos lo que leemos, cuáles son esos factores que nos llevan a escoger tal o cual obra. Inútil es negar, me parece, que estamos un poco (o un mucho) a merced del mercado editorial, que moldea nuestros gustos o por lo menos los guía (cuando no es que los deforma) a su voluntad y capricho, por lo que a veces terminamos por leer lo que nos quieren dar y ni siquiera nos damos cuenta. Pero entonces, ¿qué hemos de leer? ¿Solo los libros premiados? ¿Solo los libros muy premiados? O quizá sea mejor jugar a la contra: leer aquello que no es tan socorrido, lo que no está en boca de todos y no es carne de mesa de novedades. Verdad de Perogrullo: no todos los libros premiados o famosos son buenos ni todos los libros buenos son premiados o famosos. Dado lo anterior, es imposible no regresar a la pregunta, ¿qué podemos/debemos leer entonces?
Segunda idea que tomo de la novela de Ruiz Zafón: hay que adoptar un libro y asegurarse de que nunca desaparezca, de que siempre permanezca vivo. ¿El libro que sea? Sí, es una de las libertades que tenemos, pero quizá podríamos establecer una escala similar a la de los animales: preocupación menor: población extensa y abundante; casi amenazada: puede calificar como en peligro de extinción en el futuro cercano; especie vulnerable: 30-50% de disminución de la población; especie en peligro de extinción: 50-70% de disminución de la población; en peligro crítico: amenaza grave; extinta en estado silvestre: extinción en estado natural; extinta: extinción completa. Así, sería redundante concentrarnos en títulos de los que aún hay suficientes ejemplares y vienen más y más reimpresiones, por lo que quizá recuperar (¿adoptar?) libros menos difundidos puede ser una buena idea, siempre y cuando no se haya extinguido por mera selección natural y estemos frente a piezas que poco o nada aportan al panorama (aunque esto será siempre harto subjetivo).
II
En el año 2013, alguien me sugirió acercarme a la Casa de Cultura Hugo Gutiérrez Vega, en la Ciudad de México, para ofertar un taller de creación literaria. Aunque aún me faltaba mucho por aprender (y es que en verdad nunca se deja de aprender), decidí atender a la oferta. El sitio en cuestión era un elefante blanco, pero ahí, en el salón destinado a ser la biblioteca (ignoro si en verdad llegó a serlo), había una mesa enorme mesa llena de libros, todos ellos donados (¿abandonados?) por el mismo Hugo Gutiérrez Vega. ¿Acaso aquello podría calificar como un cementerio de libros, tal cual los describe Ruiz Zafón en la ya citada novela? Es posible, pero debían clasificarse, ordenarse. ¿Mi primera labor como tallerista? Hacerlo. Poesía, narrativa, teatro, recetarios de cocina vegetariana, biografías, cuentos (no eran pocos los ejemplares que estaban dedicados a Gutiérrez Vega, acompañados de muy sentidas frases y caligrafía misteriosa), pero ahí, entre todos los ejemplares (que debían de ser, si recuerdo bien, alrededor de cuatrocientos), uno en particular me llamó la atención desde el primer momento, por su tamaño, por los colores de la portada (que es bellísima, bellísima) y por su título, amén del nombre de su autor, que no me sonaba de nada.
Y adopté aquel libro o, como diría Daniel, protagonista de La sombra del viento, el libro me adoptó. Para decirlo de un modo desprovisto de figuras engoladas, lo sustraje, lo robé, lo tomé para llevarlo a mi biblioteca y que no muriera ahí, al lado de bancas destinadas a eventos proselitistas para tal o cual delegado.
¿El nombre del libro? Pekín en coma, de Ma Jian.
III
Antes que hablar de su obra, sería prudente hablar del autor en cuestión, ya que Jian, al igual que otros autores (pienso irremisiblemente en José Revueltas) no pueden leerse a cabalidad fuera de su contexto social y su filiación política, ya que, a pesar de los posibles ecos litúrgicos que esto pueda tener, en ellos obra, palabra y pensamiento (y acción, agregaría yo), son uno solo.
Ma Jian, nacido en 1957, en la provincia de Qingdao, se presenta de la siguiente manera: “Cuando tenía 7 años pasaba hambre todos los días. En los años sesenta iba con mi madre a las zonas rurales a pedir comida. Y en el camino veíamos muchos muertos, los cuerpos, los cadáveres. A los 14 años ocurrió la Revolución Cultural y experimenté en carne viva cómo mis profesores fueron castigados por sus propios alumnos. Y algunos de ellos fueron asesinados por sus alumnos. Mis vecinos tuvieron también muy malas experiencias por lo que decidimos abandonar nuestra casa. Es decir, mi crecimiento va a la par que el del Partido Comunista de China y mis recuerdos son muy malos”. En esta breve presentación hallamos la semilla de lo que más adelante será Pekín en coma: un hombre que cuestiona todo y a todos, que busca en los meandros del alma humana para tratar de entender, para luego explicar, los mecanismos que nos llevan, como humanos, a destruirnos entre nosotros en aras de una ideología.
Por las condiciones en las que vivió, no es de sorprender que Ma Jian, que trabajaba como periodista de algunos sindicatos chinos (y que, según afirman, se reunía en una pequeña cabaña, junto con otros jóvenes, a leer poesía de su propia creación), comenzara a escribir piezas cada vez más críticas e incómodas para el régimen chino. El punto culminante de lo anterior podemos verlo con la publicación de Saca la lengua, en 1986, su primera obra, un libro de viajes sobre el Tíbet en el que pormenoriza los miasmas de una sociedad tradicional: violación ritual o el abuso sexual, que se daban hasta al interior de las familias. Deng Xiaoping, líder político de China, calificó dicha obra como “polución espiritual” y de “liberal burgués”; de estas afirmaciones y la opresión en la que surgen veremos ecos más adelante en Pekín en coma.
Ma Jian no esperó a sufrir las represalias previsibles y emprendió la huida a través del interior de China, en un viaje de tres años que lo llevaría a Hong Kong. La experiencia dio lugar a su primera obra de éxito en el extranjero, publicada bajo el título de Polvo rojo.
Luego de una breve estancia en Alemania, se mudó a Londres. De su estancia ahí, donde actualmente radica, nos dice que se siente “como en un hotel”: nada le pertenece. “Pero si estoy lejos de China durante mucho tiempo, los personajes sobre los que escribo parecen perder la voz. Escribo sobre una China asfixiada por un sistema represivo, una sociedad que tiene niveles extremos de riqueza y pobreza. Prefiero centrarme en las personas que viven en las márgenes y la vida que ha desarrollado ahí”. Vivir fuera de China le otorga perspectiva, la necesaria para emprender una obra de la magnitud de Pekín en coma, pero el autor necesita, asegura, volver constantemente a sus orígenes “para oír cómo habla el pueblo, para ver cómo cambian las calles. Antes de escribir cada libro, necesito empaparme de vida real”.
Y cada uno de sus libros, no importa el aparente tema o tratamiento (incluso echando mano de algo más cercano a la ciencia ficción, como en su más reciente obra El sueño chino), es una fuerte crítica a China y, sobre todo, a uno de sus eventos más definitorios: la masacre de la Plaza de Tiananmén, semilla, justamente, de Pekín en coma.
IV
Dice Antonio Porchia: “lo lejano, lo muy lejano, lo más lejano, sólo lo hallé en mi sangre”. Pienso en este apotegma justamente porque el viaje de Dai Wei, protagonista de Pekín en coma, es uno hacia el interior, una suerte de tour de force donde ha de hallarse a sí mismo a través del pensamiento, del repaso de cada uno de los eventos que han marcado su vida y que lo han llevado a un estado vegetativo en el que, paradójicamente, se halla más despierto y consciente que nunca. Ve, oye, siente, pero es incapaz de comunicarse con quienes le rodean; así, lo muy lejano, lo más lejano, solo puede hallarlo en su propia sangre. ¿Quién va guiándonos poco a poco por la intrincada geografía del cuerpo de Dai Wei? Un narrador que, echando mano de la segunda persona, desgrana poco a poco las condiciones físicas de Dai Wei, que le explica, paso a paso, como el maestro al estudiante, como la madre al niño, lo que está sucediendo allí dentro de su cuerpo y cómo se genera cada una de sus percepciones sensoriales del mundo, excepción hecha de la vista.
“Aunque tus células y nervios ya no interactúan como es debido, el mecanismo de transmisión de señales todavía funciona, permitiendo que rastros físicos de acontecimientos pasados reaparezcan en tu mente”.
¿Quién o qué es eso que va llamando a Dai Wei a lo largo de la novela? ¿Su sangre, en poderosa prosopopeya, o su sangre en franca sinécdoque de sus antepasados? Lo vamos a descubrir, poco a poco, como un goteo de suero en un cuerpo enfermo (valga la expresión) a lo largo de las más de seiscientas páginas que componen la obra porque, eso sí, amén de una implacable y pormenorizada lección de historia (es Ma Jian forzándonos a ver lo que se quiere dejar en el olvido), esta novela es una bellísima exploración del alma humana y el cuerpo en todos sus horizontes posibles.
Pero, en términos sencillos, ¿cuál es la trama de Pekín en coma? Dai Wei, un estudiante de medicina, recibe un disparo en la cabeza por parte de las fuerzas represoras durante las protestas en la plaza de Tiananmén. A partir de ese momento, presenciamos la espiral descendente que lo lleva a una descomposición literal y metafórica en la que, como no queda nada más que hacer (oye, pero no puede hablar), revisita (guiado, pareciera ser, por su propia consciencia) a través de una segunda voz poderosa y descomunalmente poética los sucesos que lo llevaron ahí y esa suerte de despertar que atraviesa desde la primera página porque Dai Wei se busca, se palpa con la memoria y así se redescubre. Encerrado en sí, comienza una búsqueda desesperada por la memoria, por el recuerdo y, sobre todo, el sentido de la lucha que sostuvo en las protestas estudiantiles. Halla lo más lejano en el río de su sangre, en sus arterias.
A lo largo de la pieza, descubrimos también la historia de sus padres (él un violinista que fue recluido por desarrollar “actividades burguesas”; ella, una cantante que es obligada a dejar su arte, a perder la voz), su hermano, así como los amores que lo marcaron a lo largo de su infancia y adolescencia. Un pequeño gorrión, precioso símbolo de la esperanza, de la vida, de la luz, estará también ahí, en esa habitación donde Dai Wei yace. En un ejercicio similar a Ettore Scola en Una giornata particolare, y en México con Rojo Amanecer, Ma Jian nos muestra desde el interior de un departamento (y más aún, el interior de un hombre y el interior de la mente de este hombre) las consecuencias de la represión social y de la brutalidad que yace en esta. Es imposible, además, no pensar en El bulto, de Retes, por la condición del protagonista, pero la obra de Jian gana muchísimo terreno en el lenguaje poético, lo que dota, por usar una de las expresiones más manidas, de cierta belleza al horror.
Lo que sucede a lo largo de la extensa novela (un viaje frenético hacia la reflexión) puede leerse como una serie de vaticinios que caen de la peor forma sobre Dai Wei y, sobre todo, su madre. Es un juego asfixiante de adentro y afuera, donde el espacio se resignifica y cobra dimensiones atroces; Dai Wei es la representación, en un solo cuerpo, del coma en el que Ma Jian piensa que ha caído su nación: encerrada en sus propios límites, en sus creencias, oyendo todo, sintiendo todo lo que le hacen otros, casi siempre con las intenciones más aviesas, pero incapaz de hacer nada.
Con la esperanza como leitmotiv que atraviesa la obra (la esperanza de la madre en que Dai Wei despierte o por fin se despida, la esperanza de los estudiantes por lograr un cambio verdadero con las protestas que llevan a cabo, la esperanza del padre de Dai Wei de que pronto las fronteras de China se abran), es imposible no identificar algo acaso más profundo que la historia misma de Tiananmén en estas páginas: es la historia misma de la humanidad, la búsqueda de libertad, incluso dentro de los límites imposibles de un cuerpo.
Así pues, sigo vivo… Puede que esté tendido en una cama de hospital, pero por lo menos no estoy muerto. He estado enterrado vivo dentro de mi propio cuerpo… Recuerdo el día que capturé aquella rana. El profesor nos pidió que atrapásemos una para estudiar su esqueleto. Metí la rana en un tarro de vidrio, hice un agujero en la tapa metálica y entonces la enterré. El profesor nos había dicho que las lombrices y las hormigas penetrarían en el recipiente y devorarían toda la carne en el transcurso de un mes, dejando el esqueleto limpio. Compré una solución con alcohol, a fin de eliminar los restos de carne que quedaran en los huesos. Pero, antes de que acabara el mes, una familia que vivía en la planta baja de nuestro bloque construyó una cocina en el terreno donde había enterrado a la rana. La rana debe de haberse convertido en esqueleto hace años. Mientras sus huesos están atrapados en el tarro, yo vivo enterrado dentro de mi propio cuerpo, esperando la muerte.
Con la escena anterior, una de las primeras del libro, Ma Jian pone de manifiesto (en uno más de esos vaticinios que parece ofertar el texto) el destino del protagonista, nos anuncia lo que va a suceder y de una forma devastadora; al mismo tiempo, nos evidencia que empleará, para contar esta historia (la de su nación), un artefacto narrativo similar: su libro es un recipiente de cristal y hace también una caja translúcida de la mente de Dai Wei, presenciamos su lenta descomposición bajo las diminutas fauces del tiempo, del recuerdo y la imposibilidad de ser algo más que objeto a merced de los otros. La primera escena que presenciamos, más allá de la segunda persona que parece ser un Dai Wei hablándose a sí mismo, es el alumbramiento, que, como la rana en el frasco, marca el destino postrero.
Un llanto de bebé suena ahogado a través del fétido aire. Su cuerpo desnudo parece temblar de frío en el suelo de hormigón… Soy yo. He avanzado poco a poco entre las piernas de mi madre, con un dolor de cabeza espantoso. Mi mano chapotea en el charco de sangre que va agrandándose a mi alrededor… Mi madre me contaba a menudo que, cuando me dio a luz, la habían obligado a llevar una camisa con las palabras MUJER DE UN DERECHISTA bordadas. El médico de guardia no se atrevió a ofrecerle ayuda para traer al mundo a aquel «hijo de perra capitalista».
Ma Jian no duda en transitar de las escenas más descarnadas a las construcciones más delicadas. Describe con lujo de detalle problemas característicos de la época y, además, regresa siempre a las cuestiones más inmanentes al humano, a eso lejano que solo puede hallarse en la sangre. Escrito in medias res, la pieza es una poderosa afluencia de dos ríos temporales que se encuentran en el punto justo de la tragedia de Dai Wei. Nos enteramos qué pasará ahora con Dai Wei, pero también de los caminos que lo llevaron a ese estado. El gorrión en su recámara, ese que entra a posarse en su pecho, es la luz que ilumina la historia que un disidente y crítico implacable nos ofrece de su natal China, pero también de la tragedia de existir y cuestionar todo en un mundo que no quiere escuchar, por más que el mensaje esté aquí mismo, en nuestra sangre.
En un despliegue formidable de conocimiento de la historia de su país, así como de las posibilidades más delicadas del lenguaje, Ma Jian oferta en Pekín en coma un libro digno de ser adoptado por todo aquel a quien le interese una voz disidente, casi apagada de tan lejana, discreta y luminosa, pero, eso sí, inquebrantable.




