Tráfico de sueños
La máquina hace un sonido como el de los automóviles a gran velocidad en carretera. ¿Cómo quieren que alguien duerma así?
La noche anterior, Arturo me dio un iPod con música de ondas delta para eso del sueño, porque ya va siendo mucho problema. Hoy lo he puesto a todo volumen, pero la máquina sobrepasa el sonido.
Les pedí privacidad y los culpé de inquietar mi sueño, pero la verdad es que llevo algunos meses tomando café y sedalmercks a escondidas. Ya no quiero dormir. No, sí quiero dormir; lo que no quiero es soñar.
Entrar al mercado con un sueño te asegura al menos dos años de sobrevivencia amena, claro, cuando es un buen sueño. El resto es avaricia. De un momento al otro el dinero deja de caber en los bolsillos, pero sientes que en realidad no tienes en la vida más que una carga mental que solo va en aumento…
“No duermas, Ale, no duermas” me repito entre pestañeos. Mi cuerpo se hace cada vez más pesado hasta que me es imposible mantener los párpados abiertos; la cafeína ya no me hace efecto.
La semana pasada me encerré por dos horas en el baño de un Starbucks para dormir, cuando la cajera logró sacarme le dije que me había desmayado, pero que no era nada para preocuparse. La convencí de que no llamara a nadie, entonces ella me miró bien.
—¡Ey! ¡Eres esa chica!
Me revolvió el estómago que me reconociera y me resultó insoportable cuando me pidió un autógrafo.
Tomé un pedazo de papel de baño para hacerlo, mientras la escuchaba preguntar: “¿dormías?, ¿qué soñaste?”. Puse una mano en su hombro y le entregué el pedazo de papel al tiempo que le susurraba: “nuestra mente nos ataca”.
Miró el papel con cara de extrañeza, atónita. No estoy segura si su reacción fue por lo que dije o por darse cuenta de que le había entregado el dibujo de una carita feliz en lugar de mi autógrafo.
—No duermas, Ale, no duermas— digo justo al momento en que Arturo entra a la habitación.
—¿Por qué no?
Maldigo en voz baja, sabiendo que me ha descubierto. Se sienta en mi cama, me quita los audífonos y los cables, besa mi frente y me acurruca.
—¿Ale, por qué no duermes? Vas a dejar a tu equipo sin dinero.
Mientras escucho sus palabras aparecen en mi mente un montón de imágenes; todo pierde su forma, nacen nuevas figuras.
Caminaba sola por una calle bordeada por pinos altos apenas dibujados por sus contornos verdes neón.
Las personas se acomodan en sus asientos para disfrutar la función, les han dado lentes 3D.
Andaba con pasos firmes y toda esa escena me recordaba al episodio especial de Bob Esponja en el que solo caminaba por horas en una calle vacía.
Comienzan a abrir las botellas, por acá se ve una nube de humo, el olor revela que no es tabaco, incluso dudo que sea marihuana; por allá se ve una que otra persona con cuadritos y pastillas de colores; todos se ponen en tono para la función.
Llegaba a una fiesta. Ahí estaba Arturo, entre una multitud, fundiéndose en medio de todos esos cuerpos. Me miraba. Nos acercábamos. Nos internábamos en una habitación oscura que parecía una cueva.
Observo a cada espectador por separado y me doy cuenta que nunca antes he visto a ninguna de estas personas.
Nuestro cuerpo se encendía. Estábamos alumbrados por nuestros propios contornos, que con su luz dibujaban el movimiento de nuestras manos, el movimiento del beso y el tacto.
Aquello era un sueño erótico. ¿Cómo no me di cuenta hasta ahora que lo veo en esa pantalla rodeada de desconocidos?
Entonces todo lo que conformaba al sueño (los objetos amorfos, las luces, el ruido, la oquedad de la cueva) se adentraba por las cavidades del cuerpo y yo aquí tras la pantalla me escucho gritar y miro mi rostro deformado por la bestialidad del acto y mi propio cuerpo amasado entre las manos del sueño.
Observo a esa multitud que me mira sin verme y entre esa multitud también está Arturo y él es la multitud. ¡Todo lo que dicen! ¡Todo lo que hacen!
Las personas de la fiesta entran a la cueva, me sujetan el cabello, toman mi cuerpo hasta la náusea. No hay espacio para escapar de la gente que me tiene aprisionada y entra en mí por donde mejor le place.
Y del otro lado esa multitud riendo y esa multitud soltando vítores y esa multitud mirándome ahora a mí, a la yo espectadora y violándome con los ojos.
El sol me da directo a la cara, Arturo está dormido a mi lado y me siento frustrada por haberme quedado dormida también. Comienzan a venir recuerdos del sueño y pienso que no podría soportar verlo repetido en un pantalla frente a un montón de desconocidos que solo imitarían a la muchedumbre.
—¡No puede ser, Ale! ¡No grabaste nada! — grita Alberto al entrar a la habitación.
El alivio escala mi cuerpo como un escalofrío. No me puse los cables otra vez. Intento justificarme y parecer afectada, trato de esconder mi alivio de que aquella náusea quede guardada solo para la angustia de mi cabeza.
Alberto me reprocha a gritos y entre todo ese escándalo no noto en qué momento Arturo se despierta, apenas me doy cuenta al sentir un pinchazo en el brazo, me volteo y él está ahí sentado todavía con la aguja en la mano.
—Maldito bastardo —susurro mientras la sustancia en mis venas me hace pestañear una, dos, tres veces con un cansancio producido, hasta que me rindo de nuevo al sueño.
A la mañana siguiente, en la grabación no encontraron más que una escena que se repetía por horas y horas:
Tomé la bicicleta, abrí el cancel de la cochera y al salir vi pegado a la puerta un gusano quemador verde y azul con tenazas rojas, me dio un escalofrío, subí a la bici y partí.
Tomé la bicicleta, abrí el cancel de la cochera y al salir vi pegada a la puerta una hormiga de dos cabezas, una negra, otra roja, con un pequeño aguijón de alacrán, me dio un escalofrío, subí a la bici y partí.
Tomé la bicicleta, abrí el cancel de la cochera y al salir vi pegado a la puerta un escarabajo púrpura con lengua de mariposa, me dio un escalofrío, subí a la bici y partí.
Todo mientras sonaba aquella canción que usaba en los proyectos multimedia en la preparatoria, “Champagne Showers”.
Alberto no estaba contento.
—¿Quieres que venda una pesadilla?
—A mí no me dio miedo.
—Ale, ¿no conoces la clase de gente a la que le vendemos esto?
—Sí.
—No podemos provocar malviajes, se cae el mercado, ¿me entiendes?
—Sí, pero es lo que hay, ¿qué quieres que haga?
Alberto suspira y tras mirar en todas direcciones sin saber qué hacer, se acerca para tomarme la mano.
—Ale, dime qué tienes… no duermes y cuando lo haces tu mente está tan negra que no logramos sacar ni una imagen o cuando creemos que tenemos algo sales con cosas como estas.
—Ahora parece inmoral —digo al fin y al hacerlo es como asegurarme que tengo razón porque aún me abruman todos aquellas imágenes del sueño adentrándose en mí en una cueva, mientras el sueño en la pantalla replica esa manera de adueñarse de lo que soy.
—No me vengas con eso ahora, esto no es un asunto moral.
Se aparta harto y aun así parece que él ganó esta discusión y que yo soy la que debe resignarse.
Subo a la azotea del edificio; desde ahí puedo apreciar cómo se extiende la ciudad más allá de la vista, puedo ver las montañas y los edificios más altos; la bodega donde se presentó mi primer sueño y el auditorio que espera para presentar el siguiente. Busco la casa pequeña donde Arturo y yo vivíamos antes de esto, pero no llego a encontrarla, me cuesta incluso adivinar su ubicación. Luego, no puedo pensar más que en lo que está debajo de mis pies: el centro de producción, mi dormitorio.
Recuerdo la primera vez que grabé un sueño. Arturo se había ganado uno de esos aparatos en una rifa, fue una gran sorpresa, nunca habíamos tenido suerte, ni dinero. Arturo se grabó primero, pero vio el sueño en privado. Yo me grabé la segunda noche.
No era el sueño lo que te cambiaba, sino el hecho de observarlo. Epifanía. Antes se decían muchas cosas sobre los sueños, como que cada noche teníamos siete; con la máquina se descubrió que era solo uno. También se descubrieron muchas más cosas, por ejemplo, que el cerebro llega a actuar de maneras maquiavélicas mientras dormimos, que concentra miedos para crear pesadillas, que es capaz de crear recuerdos falsos mientras duermes, que intenta llevarnos a la locura en cada sueño. Todo se rompe cuando despertamos, porque el cerebro vuelve a funcionar a nuestro favor, y nos ayuda a olvidar los estragos que hizo mientras dormíamos.
El problema es que la máquina mantiene los recuerdos falsos, los miedos, toda aquella maldad de nuestra mente, para revivirlos tan exactos como lo fueron al crearse; entonces ves cada mínimo detalle de todo para darte cuenta de cómo conspira en tu contra, de cómo todo en uno mismo es autodestrucción y fatalismo. Entiendes que observarlo te hace daño, pero no puedes dejarlo porque te absorbe.
Meses después etiquetaron los sueños grabados como droga visual altamente adictiva. Uno puede entender por qué. Se prohibió la grabación del sueño y, como todo lo que se prohíbe, llegó al mercado.
Cuando no tienes un centavo es muy fácil vender un sueño, pero nadie te dice que es como exponer tu cuerpo sin piel ante las multitudes.
Despierto por la madrugada y me escabullo para ver la grabación en privado. Algo me asusta y me da alegría. Mi cabeza por primera vez se ha puesto a mi favor, estamos conspirando. Le envío un mensaje a Alberto para que programe una función de seis horas. “Tengo algo bueno”, le escribo.
El viaje a Marte fue largo, pero eso no es relevante ahora que la nave en la que viajamos está por estrellarse con el suelo duro de la tierra; el grupo está horrorizado y culpa al sujeto de cabeza en llamas, pero sobrevivimos y por azar quedamos perfectamente estacionados afuera de una tienda departamental enorme. Alguien dice por los altoparlantes de la tienda “pueden comprar lo que quieran, lo que quieran” y todos se vuelven locos, andan de un lado al otro tomando cosas de los estantes: vestidos, electrónicos, comida, muebles y cosas, muchas cosas, pero yo no tomo nada, más bien rompo los paquetes y tiro su contenido al suelo para bailar sobre ellos. Al final nos vamos sin comprar nada porque nada necesitamos, cuando salimos de la tienda vemos entrar al lugar a unos sujetos armados, “algo malo va a pasar” pensamos. Entonces, me doy cuenta que he dejado a mis padres y a mi hermana adentro de la tienda; regreso, alcanzo a advertirles y salimos. Tomamos un coche con otras personas y conduce el sujeto ebrio que conocí en mis veinte. Poco después notamos que falta alguien, ¿dónde han quedado mis padres? Lo obligo a regresar, conduce del asco, volvemos al estacionamiento de la tienda. Hubo una matanza, vemos a los sujetos de las armas irse. Llegan mis padres. Bajan los espíritus que han sido rehenes del atraco y se alegran de no haber muerto. Abrazo a mis padres. Hace tanto calor. Los espíritus y el grupo con el que he hecho el viaje a Marte jugamos futbol, las que son madres preparan puré de papá y lo ponen sobre una mesa de alimentos, entonces todos miramos al cielo, el sol se ha vuelto incandescente, nos ciega la vista…
La pantalla queda en blanco por cuatro minutos mientras los espectadores del sueño aguardan para ver que sigue… hasta que aparece mi rostro en la pantalla. Hay 365 personas en la sala, mira (o miro) a cada una de ellas, se toma su tiempo, dura más de una hora. Finalmente me mira a mí, me estoy observando en la pantalla, veo mis ojos, mi sueño, me observo viendo mi sueño. Clava sus ojos en nosotros y dice:
Ustedes están en mi cabeza.