Tierra Adentro

Cuando tenía veinticinco años comencé a enlistar los libros que leía cada mes. Con el tiempo se volvió obvio que, aunque había meses en los que no leía nada, y otros meses en los que leía ocho o nueve libros, en promedio leía cinco libros al mes, o sesenta libros al año. Asumiendo que esto ha sido más o menos cierto desde que tenía diez años, cuando comencé a leer regularmente –sé que en la preparatoria tenía que leer un libro a la semana y aún más en la universidad– puedo calcular que probablemente he leído 2,400 libros en mi vida, lo cual puede ser un poco más de lo que una persona lee en promedio, pero si se compara la cifra a la de todos los libros que existen, o incluso si se pone a la luz de otro hecho –que en el año 2000 se publicaron 200,000 libros– no es más que una gota de lluvia (aunque una gota muy humana). De esos 2,400 libros podría recordar doscientos, el ocho por ciento. Si se me pidiera que los enlistara, quizás no llegaría a tanto. Lo que quiero saber es: ¿acaso es proporcional, o deja de serlo en algún momento? En otras palabras, ¿si una persona ha leído 60 libros en su vida, los podría recordar todos, o solo cinco de ellos? ¿Hay alguien en el mundo que solo haya leído cinco libros y los haya olvidado todos? ¿No suena poco probable? ¿Y, soy una persona superflua porque he leído más de lo que me es posible procesar, como un consumo de comida por parte de un cuerpo que no la necesita, o soy una persona superflua porque salí y me compré una calculadora?

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Cuando tenía 45 años, me desperté un día ordinario, ni soleado ni nublado, a mitad del año, y ya no podía leer. Fue al principio de uno de esos maravillosos enunciados que solo Nabokov podía escribir: “Mark sintió una suerte de lástima deliciosa por las frankenfurter…” En mis fallidos intentos entendí sintió muerte, lágrima, delicia de Frankfort. Pero las palabras que existían para que las leyera se habían ido, y yo estaba varada en un muelle mientras todo lo que amaba partía. Y después era yo quien partía: el terror me tomó con sus garras y me elevó tanto que podía ver, impotente, una pequeña ciudad, la cual no reconocía, una ciudad que había amado y en la que había vivido pero que jamás vería de nuevo. Necesitaba lentes, pero antes de que supiera eso, me encontraba lejos.

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El libro que estaba leyendo era una relectura. Porque poco antes de ese terrible día había llegado a una coyuntura en mi vida como lectora, la cual le resultará familiar a quienes hayan estado ahí: en el limitado tiempo que me queda en la tierra, ¿debería leer más y más libros nuevos, o debería ponerle un fin a ese consumo vano –vano en tanto que es infinito– y comenzar a releer aquellos libros que me habían generado los más intensos placeres, libros cuyos detalles había olvidado, pero que amaba por la sombra que proyectaban sobre mí, por las sensaciones que me producía pensarlos? Y había, además, curiosidad: la curiosidad de re–visitar y re–conocer. Algo que recuerdo como gigantesco podría parecerme diminuto al momento de encontrarlo, o algo que olvidé por completo me podría parecer letal y certero. No es como regresar a un lugar; no estamos, en el cuarto capítulo de Madame Bovary, buscando la panadería que ya no está ahí. Nuestra curiosidad siempre se dirige hacia nosotros mismos: ¿he cambiado yo? ¿Aún amo a la hermana Makioka que tiene diarrea en el tren en el último enunciado? ¿Es ese el último enunciado? ¿Era demasiado joven cuando leí a Proust?

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Leí a Proust a mis veintitantos años. Racioné esa novela leyendo un volumen al año. Tenía una amiga cuyo padre era un hombre de letras, y él me dijo que después de leer a Proust, no había razón para volver a leer jamás, se había llegado al final de la lectura, y, como yo era joven y le tenía un gran respeto, me aterraba terminar ese libro, mi incesante y progresivo amor por el libro se entrelazaba con un horrible miedo de que mi vida interior llegara a su fin antes de siquiera haber comenzado. Lo cual era correcto. Ese es el asunto. Respecto a la afirmación general –después de leer a Proust no hay razón para leer de nuevo– me di cuenta que, como la mayoría de las cosas, era tanto cierta como incierta.

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Existe la vieja historia de Somerset Maugham leyendo a Proust mientras cruzaba el desierto sobre camello y que, para aligerar su carga, arrancaba cada página después de leer ambos lados y la dejaba caer tras él –se podría decir que el viento estuvo involucrado, pero la mayoría de los días no había viento. Con o sin viento, ¿quién tuvo una experiencia de lectura más memorable, Somerset Maugham o la persona que venía detrás de él, quien se encontró y leyó una página por aquí, una por allá, en un nuevo y extraño orden, con brechas estelares? ¿No es esta una experiencia más verdadera de En busca del tiempo perdido que de Recuerdo de las cosas pasadas?

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Pollard: en inglés significa cortar un árbol hasta el tronco con el fin de generar un follaje más denso en la copa. Pero también significa un animal sin cuernos de una especie usualmente cornada. En español, la palabra más cercana es mocho.

Releer un libro es mocharlo.

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¿Existe un momento indicado para leer un libro? ¿Un punto en el que la conciencia se ha desarrollado a tal nivel que corresponde perfectamente con la madurez de algún poeta o alguna novela en particular? Y, de ser el caso, ¿cuántas veces en nuestra vida sucede ese encuentro? Escuché a alguien decir en una fiesta que a D.H. Lawrence hay que leerlo en la adolescencia tardía o a principios de los veintes. Como yo tenía casi treinta en ese entonces, decidí jamás leerlo. Y nunca lo he leído. Los connoisseurs de la lectura son gente muy ridícula. Pero, como Thomas Merton dijo, un día te despiertas y te das cuenta que la religión es ridícula y que te apegarás a ella de todas formas. ¿Qué amor es diferente?

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Hubo un libro que leí no sólo a la edad correcta, sino también la tarde correcta, en el lugar indicado, desde el ángulo indicado. Leí Las olas en una isla, un día sin trama, cuando tenía veintidós años, sentada en una terraza desde la cual podía ver, a la distancia, el océano y el horizonte donde tocaba al cielo, y la luz cambiante que jugueteaba en tanto que el sol ascendía a su cenit y descendía de nuevo mientras cambiaba de página y mi presión subía y bajaba con las palabras. Las olas no es uno de mis libros favoritos. Pero mi recuerdo de leerlo sí lo es. Era muy ridícula cuando era joven. Por ello estoy agradecida.

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Yo era muy seria en la preparatoria. Debí serlo, pues mis dos experiencias de lectura memorables de esa época son, en efecto, bastante serias. Ambas sucedieron, de todos los lugares posibles, en el aula. Durante algunas clases de inglés la indicación era simplemente sentarnos y leer en silencio. Leíamos El regreso del nativo (¿o era acaso El alcalde de Casterbridge?), cada mente silenciosa en una página diferente. No estaba, claro, en el salón de clases; estaba en Wessex. Y ahí llegó el inevitable momento wessexiano: una carta, la carta, la carta que arreglaría todo, deslizándose bajo la puerta, quedando atrapada bajo la alfombra, donde nadie la encontraría. Era horrible. No pude prever lo que ocurriría después: mi brazo arrojó el libro con tanta fuerza como pudo a través del salón. La maestra Pacquette pidió una explicación. Yo solo podía repetir torpemente que era horrible, horrible, horrible. Ella supuso que me refería al libro. No era cierto. Me refería a lo que iba a ocurrir en el libro, ya que nadie leería la carta. Por ende, yo no leería el libro. En retrospectiva me doy cuenta que incluso en ese entonces participaba del erotismo de reflejos de esta actividad compulsiva, la lectura. Hardy llegó a ser uno de mis escritores más amados, como Kafka, a quién le ocurrió después. “La guarida” venía en uno de nuestros libros de texto. Mientras el salón leía en silencio, el silencio me pareció diferente. Me llenaba de rabia la inabilidad para entender lo que ocurría en el cuento. ¿Qué pasaba? Muy dentro de mí creía que el resto del salón no estaba leyendo. Estaba convencida de que había ocurrido un error, que las placas de impresión –pues así me las imaginaba– se habían revuelto y se habían roto. Había un error. ¿Acaso sólo yo me daba cuenta? ¿Qué las maestras no se habían molestado en leer el cuento? ¡Las había descubierto! Había un tipo muy particular de atención que sólo yo había puesto al relato. Luego me llegó una duda. ¿Quién escribió esto? Quizás él era el responsable, y no el cuento. Sentada en el salón de clases, comencé a escuchar todo tipo de cosas –escuchaba al reloj silencioso contar los segundos, y al sudor comenzando a formarse sobre mi piel, y a la ventana a punto de romperse en pedazos. El sacapuntas en la pared comenzaba a salivar. Hojeé el final del libro donde había pequeños párrafos sobre cada uno de los autores, quiénes eran, de dónde venían, cuándo escribieron. Sí, ahora no había duda, el error no residía en el cuento sino en su autor. El hombre era el error. El hombre debía ser el error porque se me dijo dónde y cuándo escribió pero no por qué. Y de todos los relatos en el libro ese era el único que permanecería fatigado y con hambre hasta que supiera por qué lo escribió. Decidí odiar al autor. Decidí odiar al autor porque me hacía sentir como si toda mi vida hubiese estado esperando a que algo ocurriera, y estaba ocurriendo y jamás ocurriría. Pasarían muchos años antes de que pudiera entender que justo esto era el laberinto secreto de la lectura, y que había un túnel secreto conectándola a mi vida.

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No hay nada en mi vida que no pueda encontrar en los libros. Con la excepción de caminar en la playa, en un bosque nevado y nadar bajo el agua. Esta es una de las entradas más tristes en el diario que escribí de joven.

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Leer es arriesgado. Aquí una historia verdadera que lo prueba: un estudiante chino, después de haber leído La letra escarlata, se encontró con una norteamericana en China que llevaba una sudadera con la letra A en el frente y dijo, yo sé lo que eso significa.

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Arriesgado incluso para los iniciados: recientemente leí los cuadernos del poeta griego Geroge Seferis (1900–1971). También leí, por primera y última vez en mi vida, mis propios diarios privados, que comencé a escribir cuando tenía dieciséis y dejé de escribir cuando tenía cuarenta. Copiaba, como es mi hábito, pasajes selectos de Seferis a un cuaderno. Más tarde ese día comencé a leer un diario que había escrito hace veinte años. En él, estaba leyendo los cuadernos del poeta George Seferis (1900–1971) y había copiado al diario mi pasaje favorito, identico al pasaje que había copiado ese mismo día, creyendo por completo que jamás lo había visto antes: Pero para decir lo que se quiere decir, se debe crear otro lenguaje y nutrirlo por años y años con lo que has amado, con lo que has perdido, con lo que nunca encontrarás de nuevo.

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En resumen, pienso que hemos de leer solamente aquellos libros que nos muerden y nos punzan. Si el libro que leemos no nos despierta como un golpe al cráneo, ¿por qué leerlo en primer lugar? ¿Para que nos haga felices, como usted lo pone? Santo Dios, seríamos igual de felices si no tuvieramos libros en lo absoluto; y podríamos, en un santiamén, escribir nosotros mismos libros que nos hicieran felices. Lo que necesitamos son libros que nos impacten como la más dolorosa desgracia, como la muerte de alguien a quien amamos más de lo que nos amamos a nosotros mismos, que nos hagan sentir como si nos hubieran desterrado al bosque, lejos de cualquier presencia humana, como un suicidio. Un libro debe ser el hacha para el mar congelado dentro de nosotros. Eso es lo que creo.

Kafka en una carta, 1904

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¿Qué tipo de libro leyó Consuelo, aquel deslumbrante animal humano, después de haber limpiado la sangre de sus manos y escondido de nuevo el machete en el piano?

Stevens en una carta, 1948

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Había una antología, un libro de bolsillo grueso de Bantam con una cubierta lustrosa y blanca (como The White Album) que tenía una paloma abstracta en relieve, llamada Poesía moderna europea, y era mía, mi felicidad y mi sosiego en la preparatoria; cualquier problema que tuviera con Kafka o con Hardy en el salón de clases desaparecía en la soledad de mi cuarto, que compartía con Rilke, Lorca, Montale, Éluard, Ristos –todo mundo estaba en ese libro, no había otro libro que amara tanto, debí haberlo leído cientos de veces, y luego crecí y salí al mundo e inmediatamente lo perdí.

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Una vez cruzó por mi mente esta idea: cada vez que un autor muere, por respeto se debería descontinuar también una palabra. Una palabra que el autor amara y usara repetidamente en su escritura –esa palabra debería también ser suya y morir con él. Nabokov: quiddity. ¿Pero quién lo decidiría? ¿Quien muere o quienes quedan privados de su escritura? ¿Y quién es realmente la viuda? Es el lenguaje mismo, y su postura es clara: no quiere que una de sus hijas se lance a la tumba de un viejo. Quiddity: la esencia de una cosa; también, un punto insignificante, una cosa trivial, no esencial.

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A menudo he considerado que los alumnos en clases de actuación deberían interpretar escenas en las que simplemente leen. Y me he preguntado qué diferencias sutiles –o importantes– habría al momento de leer diferentes libros. Tolstoy temprano versus Tolstoy tardío podría ser una tarea para una clase avanzada –ese tipo de cosas. ¿O se verían siempre igual? La ociosidad externa, casi dormida, que no hace nada para transmitir la actividad interior, sea ensoñación, impacto, alegría, confusión, duelo. No observamos a las personas leer con detalle, aunque hay muchas pinturas famosas que retratan a mujeres leyendo (ninguna que yo conozca que retrate hombres) en las que se presenta un erotismo callado, como el de amamantar. Pero claro, es a nosotros a quienes los libros amamantan, y después pienso en la lectora o el lector dormidos, con el libro abierto sobre su pecho.

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No tengo idea de cómo se veía mi cara cuando leí Los siete pilares de la sabiduría, de T.E. Lawrence. Toma lugar en el desierto, y yo lo leí frente a un horno durante una tormenta de nieve de cuatro días. Supongo que es extraño que nombre específicamente a este libro en vez de, digamos, Los cantos de Maldoror, de Lautréamont, pero así lo nombro. Siempre he argumentado que Pilares es un logro descomunal para la literatura y para el desorden. Para la sangre y el desalojo y el inglés perdido en la arena. Lean solo el primer capítulo y habrán leído el hado de la humanidad. Pero claro, estoy exagerando. Como un libro.

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Hay un mundo al que los poetas son incapaces de entrar. Es el mundo en el que vive el resto del mundo. La única cosa que los poetas parecen tener en común es el anhelo de ser parte de este mundo.

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Por años planeé un curso teórico llamado Notas al Pie. En dicho curso, los estudiantes leerían la versión crítica y anotada de algún texto definitivo –pensé que podría ser Los cuadernos de Malte Laurids Brigge– y diligentemente procederían a leer cada libro mencionado en las notas al pie (o los libros escritos por los autores mencionados) y después los libros mencionados en esas notas al pie, y así sucesivamente, deteniéndose solamente cuando alguna nota al pie los llevara de regreso a Los cuadernos de Malte Laurids Brigge.

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La guarida probablemente me protegió más de lo que pensé o me atreví a pensar cuando estaba dentro de ella. Esta idea solía tener tal poder sobre mi que en ocasiones me ha poseído el deseo infantil, no de regresar a la guarida, sino de asentarme cerca de la entrada, pasar el resto de mis días observando la entrada y regocijarme perpetuamente con el reflejo –y encontrar en ello mi felicidad– cuán firme refugio ofrecería mi guarida si estuviera dentro de ella

Kafka, “La guarida”

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Recientemente tuve una de las experiencias más impresionantes de mi vida como lectora. En la página 248 de Los anillos de Saturno, W.G. Sebald recuerda sus entrevistas con un tal Thomas Abrams, un granjero inglés que trabajó en una maqueta del templo de Jerusalém –así, pegando pequeñas piezas de madera– por veinte años, incluyendo la meticulosa investigación necesaria para ser históricamente veráz. Hay patos en la granja, y en algún momento Abrams le dice a Sebald, “Siempre he tenido patos, incluso de niño, y los colores de sus plumas, particularmente el verde oscuro y el blanco, me parecían la única respuesta posible para las preguntas que rondaban mi cabeza.” Es una afirmación extraña, pero el libro de Sebald es una colección de extrañezas. No recordaba este pasaje en específico hasta más tarde el mismo día, cuando me encontré en el diccionario con el significado de la palabra speculum: (1) instrumento médico que se inserta en un orificio corporal para examinarlo; (2) un espejo antiguo; (3) un compendio medieval de todo el conocimiento; (4) un dibujo señalando la posición relativa de los planetas; y (5) una mancha de color en las alas secundarias de patos y otras aves. ¿Sabía Sebald que un compendio de sabiduría antigua y el plumaje de un pato son lo mismo? ¿Lo sabía Abrams? ¿O era yo la única para quien el pasaje sobre los patos tenía perfecto y original sentido? Me sumergí en mi silla, impactada. No soy una académica, pero para quien lee de forma imaginativa puede haber descubrimientos, conexiones entre libros que hacen estallar al día y al corazón mismo y los largos años que llevaron hasta ese momento. Soy una escritora, y el siguiente paso era inevitable: usé lo que me había sido revelado en mi propia escritura.

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Todos somos una pregunta, y la mejor respuesta parece ser el amor (una conexión entre todas las cosas). Este fragmento de sabiduría antigua se repite todos los días murmurado al oído de los lectores de grandes libros, y parece también perpetuamente perderse bajo una alfombra, olvidada sin esperanza alguna. En un sentido, leer es una gran perdida de tiempo. En otro sentido, es una gran extensión de tiempo, una forma en que una persona puede vivir mil vidas en una sola, observar al universo trabajar insaciablemente y a la psique personal pelear contra él, sufrir desgracias y heridas y ser débil y morir y ver cómo mueren quienes amas, hasta que el mareo de todo ello se vuelve la fuente de la compasión que nos tenemos y la compasión por el lenguaje que creamos por nuestra cuenta, sin el cuál la carta perdida bajo la alfombra jamás podría haber sido escrita, o, una vez cada mil vidas –¿es demasiado pedir?– encontrada y leída. ¿Mencioné deleite supremo? Por eso leo: quiero que todo este bien. Por eso leía cuando era una niña solitaria y por eso leo ahora que soy una adulta asustada. Es un deseo sincero, pero los deseos sinceros siempre complican las cosas (el universo tiene una reacción particular a nuestros deseos sinceros). Aún así, creo que el mundo sobre la mesa, aun herido e imperfecto, fragmentado y privado, merece ser calificado de completo. Nuestras mentes y el universo –¿qué más hay?. Margaret Mead describió a los intelectuales como aquellos que se aburren cuando no pueden hablar de forma suficientemente interesante. Un libro te hablará de formas interesantes. George Steiner describe a los intelectuales como quienes no pueden leer sin un lápiz en la mano. Quienes quieren hablar con el libro, no tomar notas, sino generarlas: alguien que escribiría “¡La jirafa habla!” en el márgen. En nuestra existencia marginal, ¿qué más hay sino esa voz dentro de nosotros, esa gran extrañeza hacia la que siempre nos inclinamos para escuchar mejor?

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En el Derby de Kentucky de 2001, del cuál vi la transmisión en vivo, Keats corrió contra Tinta Invisible. No podía perderme esa carrera. Espere en vano que uno de los comentaristas mencionara que Keats había sido un poeta inglés cuyos unícos descendientes vivían en Kentucky, a donde su hermano mayor había migrado y donde permaneció, saludable y con hijos, y espere en vano que alguien mencionara el famoso epitafio del poeta –Aquí yace uno cuyo nombre estaba escrito con agua– y la peculiar conexión a Tinta Invisible. En aquella red, aquel gran reino de conexiones, ¿qué había sido leído y recordado? Era tan triste como un cortejo de caballos sonámbulos. Keats perdió. Tinta Invisible quedó en segundo lugar, pero de haber quedado en tercero, habría sido visible.

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La única calcomanía automotriz que vale la pena tener: Oblomov para presidente.

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A contrapelo. El bosque de la noche. Los muertos. Apuntes del subsuelo. Padres e hijos. Eureka. Los vivos. El matrimonio del cielo y el infierno. Fiesta. Escombros luminosos. Cosas infantiles. Las alas de la paloma. Diario de un corazón comprensivo. Cumbres borrascosas. Cien años de soledad. Trópicos tristes. Romance de Genji. Sol negro. Organismos del océano profundo que viven sin luz. Discursos de un dictador. Fundamentales de la agricultura. La física de la sustentación. Historia de la alquimia. Opera para idiotas. Cartas de Elba. Para Esme, con amor y sordidez. La caminata. La fisiología de ahogarse. La biografía de alguien cuyo nombre jamás has escuchado. Administración de bosques. Oveja negra y halcón gris. Viajes por Arabia Deserta. Obra reunida de Paul Valéry. Un libro escrito en un idioma que no entiendes. El peor viaje del mundo. La historia más grande jamás contada. Guía para primeros auxilios. El arte de la felicidad.

De Madness, Rack and Honey: Collected Lectures, 2012. Derechos reservados. Traducido con autorización de la autora y Wave Books.


Autores
Mary Ruefle (1952) es poeta y ensayista estadounidense. Fue receptora de la beca Guggenheim en 2002. Su libro Madness, Rack, and Honey: Collected Lectures (Wave Books, 2012) fue finalista del National Book Circle Critic’s Award en 2012, y Selected Poems (Wave Books, 2010) ganó el premio de poesía William Carlos Williams en 2011. Actualmente reside en Bennington, Vermont, donde es profesora en el Colegio de Bellas Artes de Vermont.
(Guanajuato, 1996) es poeta, traductorx y editorx. Estudió Escritura Creativa y Literatura en la Universidad del Claustro de Sor Juana. Sus poemas han aparecido en Periódico de poesía.

Ilustrador
Juliana Landa
Juliana Landa (1996) vive en la Ciudad de México, donde cursa cuarto semestre en CENTRO. Dentro de sus intereses está la fotografía análoga, la actuación, el dibujo digital, la cinematografía y el montaje.