Un verano
Dejó la matatena en el piso y miró por el ventanal. El mar. El viento que hacía trasladar las cosas en horizontal. El sol pálido. La chatura extenuante. El pasto. La tierra. El agua. Todo estaba llano.
Ni una puta loma.
Siguió jugando con las piedras mientras pensaba que pronto llegarían sus padres. O alguno de ellos. Ojalá. Tenía doce años.
Juguemos al póker, le había dicho su prima.
Hacía ya dos semanas que estaba allí. Primero con unos amigos de su mamá y luego con unos primos. Ella llevaba siempre una mochila e iba de acá para allá. Así era el verano. Nunca sabía con exactitud por dónde andaban sus progenitores. Y ella se acomodaba sus huesos donde le dijeran.
Se rascó con fuerza el cuero cabelludo. Los piojos. El ardor de la piel. Nada de playa en varios días. ¿Por qué nadie le había puesto crema solar?
Jugaron al Tutti Frutti antes de cenar. Ella, dos primas, una amiga que ignora de dónde salió y esa sensación de no saber bien por qué la gente aparece y desaparece.
Melón.
Mandarina.
Y a ella no se le ocurre ninguna fruta con eme. Gira el cuello y ve a su hermana al fondo del pasillo. Juega con otro primo mayor. La ignora, por supuesto, como debe hacerse con los hermanos menores.
Y es que ella ya tiene muy interiorizado que es una espectadora. En su casa. En el colegio. En la vida. Nadie le cuenta qué hace allí. Por qué vive con sus tíos o dónde están sus hermanos mayores que hacen cosas de grandes que ella no puede hacer.
Vos no podés porque sos chiquita, siempre oye decir.
Se da una ducha tibia. Un poco de avena en el agua le hace bien. Se seca con suavidad. El pelo es larguísimo. Le llega a la cintura. Se pone un short y una camiseta. Hace calor. Y justo se acerca su tía que es gordita y simpática y además, tiene la cabeza poblada de rulos que huelen a champú de damasco. A ella le encanta el damasco, y cuando se acerca su tía, sonríe.
Mañana te vas con tu abuela.
No hay pregunta. Solo información. Y la nena no dice nada.
A los dos días, está con su hermano mayor en la casa de veraneo de sus abuelos. Su hermana ya no está. Se ha quedado con sus primos. Su otro hermano tampoco sabe dónde quedó pero ella nunca pregunta porque tiene miedo de poner al descubierto su estupidez. O un defecto congénito del que no pueda escapar.
Colchones de lana. Vistas al mar. Un jardín verde y repleto de abejas. Al fondo, hay una colmena y ella tiene tanto miedo que no quiere salir.
Nena, salí. No hacen nada.
Y la niña no entiende por qué demonios no se llevan la colmena.
Su abuela se empeña en cocinar una pizza. Ella se mira con su hermano que abre los ojos perplejo. Que la abuela quiera cocinar una pizza es preocupante.
La intelectual. La leída. La que nunca ha hecho nada en la casa excepto leer y ver películas europeas.
A la niña, que en el fondo es bien pensada, se le antoja que a lo mejor esa pizza está buena.
Grave error.
Los niños no entienden nada.
No hay ensalada. Solo fruta. Y la pizza es una masa seca por donde alguna vez pasó un tomate. ¡No hay queso!
Es más sano, dice la abuela.
Y la niña tiene ganas de decirle que la gracia de la pizza es el queso, pero no se atreve. Las palabras no salen.
El día pasa, y aunque con su hermano mayor pelea o se ignoran, el asunto de la pizza los une. Por suerte, tienen algo de dinero. Y corren a la hora de la siesta a comprar en el almacén de Don Hilario que está cerca. A ella le encanta cómo huele ese lugar. El laterío. Las galletitas a granel. Las Cocas Colas en botella de vidrio.
Jamón, queso, pan. Y se hacen un festín en el garaje con una Fanta de litro. Y esa felicidad los colma. No piensan en nada más. Y con sus panzas llenas se ponen a leer.
Los días pasan. Y al asunto de la pizza se suman otros despropósitos culinarios. Aquella abuela que aprieta su mano con fuerza para cruzar la calle. No sonríe, solo cuida. Y como siempre tiene el estómago destrozado de los nervios, la comida no es tema.
Hoy se levantaron nubes, y el cielo se tornó violeta e hinchado de formas monstruosas. Se intuyen los truenos entreverados en esa masa hermosa. La nena se asoma por la ventana. Sonríe. Aquella tiniebla es su aliada. Le viene bien no ir a la playa.
Se sienta en la mesa del comedor. Juega a los dados con sus primos. Lee. Unos tíos trastean en la cocina. Y de pronto, su abuela se acerca para decirle que se vaya a bañar. Nunca la acaricia. Tampoco dialogan. La anciana ha asumido la custodia de los chicos pero no está dispuesta a charlar. La nena la mira como si fuera una creatura extraña que ya nació vieja.
Qué raras que son las abuelas.
El sol se esconde. Ya están todos bañados. Afuera sopla un viento criminal. Ella se asoma por la ventana. El cielo es un manto hinchado a punto de explotar.
Suspira.
¿Cuándo vendrán sus papás? La niña mira el paño verde de los dados que sigue puesto en la mesa. Le embarga el malestar. Se le han acabado los libros. Y los de Corín Tellado no los entiende.
La niña se asoma en la habitación de la anciana y la ve peinándose. La abuela está a medio vestir. La nena retrocede unos pasos con pudor.
Abuela, ¿tenés una hoja?
Andate, nena, me estoy vistiendo.
Y la niña se vuelve a asomar a la ventana. Su hermana ha salido a andar en bicicleta. Y la nena, aunque nunca juega con ella, se pregunta cuando regresará. Como si a pesar de la lejanía hubiera algo. Un hilo invisible.
Regresa a la habitación. Las mantas pesadas se usan todo el año. El suelo está helado y arenoso. A ella, que va descalza, se le quedan las patas frías.
La niña se siente en la cama. Agarra uno de sus libros y arranca la última página. La que siempre está en blanco.
Solo una Pilot V5. Y la tinta que dibuja caracteres. Sonrió.
Ya era de noche.