Huelga estudiantil
Jamás pude imaginarme —desde esa imaginación que cabe en una persona de dieciséis años— que la escuela en la que estudiaba se convertiría, así de pronto, en un gran yermo.
Fue en 1999 cuando eso sucedió o, mejor dicho, cuando lo pensé mientras barría hojas secas en uno de los patios de la preparatoria a la que asistía. Como todas las escuelas y facultades de la UNAM, aquel año mi preparatoria, la nueve, se encontraba en paro. Mientras recogía las hojas pensaba en eso, en lo increíble que era ver un espacio tan grande, vacío y silencioso. No lo hacía a manera de queja, denunciando la ausencia de clases, sino pensando en la fuerza de las convicciones, en las demandas que llevaron a que muchos estudiantes cerraran temporalmente la universidad a manera de protesta.
De aquellos días mantengo muy presente una especie de vorágine de información, activismo y discusión durante los días previos al estallido de la huelga y los primeros meses. Desde entonces no he visto repetirse en la universidad momentos como esos. Tal vez sea el sesgo de haber formado parte de ese movimiento estudiantil durante algún tiempo. Quizás no, y entonces no exagero si digo que la huelga fue como una ola que creció hasta hacerse un tsunami, el cual arrasó con varias de las concepciones que muchos teníamos sobre la experiencia de la política, el activismo, y las instituciones.
Se decía por entonces, que todo aquello obedecía a lo que sin duda eran las condiciones objetivas: un rector propone un nuevo reglamento de pagos (que incluye cobrar cuotas de inscripción en la universidad). Una campaña de comunicación agresiva que trata de legitimar la medida, al mismo tiempo que desprestigiar a quienes la cuestionan. Una red de colectivos estudiantiles que están al tanto de las reformas que se tratan de impulsar en la universidad y que disputan entre ellos y de manera simultánea, la hegemonía de un movimiento estudiantil que va creciendo. Un nuevo gobierno de la Ciudad de México, el primero en haber sido elegido mediante elecciones, y el cual intenta influir en algunos sectores activistas, lo mismo que mediar con las partes más radicales, tanto en la universidad como en el gobierno federal, quienes piden el ingreso de la policía a la universidad para romper con el paro. Todo lo anterior es parte del contexto de una serie de eventos que se acumularon durante casi nueve meses de huelga en la UNAM, nueve meses sobre los que, estoy seguro, todos los ahí presentes tenemos nuestras propias versiones de lo sucedido.
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Recordar los pasos previos a la huelga del 99 es remontarse a tantas disputas como uno pueda imaginarse. Disputas de distintos y variados grupos. Entre una izquierda muy radical y uno que no se considera tanto. Entre autoridades de la universidad que respaldaban la medida del nuevo reglamento de pagos y otras que la cuestionan aun siendo minoría. Entre autoridades y estudiantes. Entre estudiantes contra estudiantes. Entre políticos y estudiantes.
Es una obviedad ecir que la huelga estudiantil del 99 hizo evidente el antagonismo de grupos que subyace en la Universidad. En la Universidad el antagonismo entre grupos es persistente, y consecuencia de su pluralidad. La diferencia entre los tiempos radica en cómo se hace manifiesta esa diversidad, en cómo se dirimen las disputas y los antagonismos.
El anhelo del historiador consiste en alcanzar cierta precisión para poner cada pieza en el lugar correcto de los hechos. De momento, cuando pienso en la huelga del 99, ese anhelo puede ponerse en pausa. Es necesario, porque lo que quiero resaltar es el aire de las semanas previas al 20 de abril de ese año, en donde hubo en gran parte de las Escuelas y Facultades de la Universidad un intento de debate público sobre cuestiones tan intangibles como el valor de la gratuidad de la educación. A la luz de los años, es cierto que quizás las formas muchas veces fallaron, sobre todo porque el siempre temerario asambleísmo activista no dio espacio a los matices. Pero eso no demerita (y esto lo pienso con años de distancia), el hecho de que un significativo número de estudiantes de la universidad se sumara a reflexionar acerca de lo que en ese momento se planteó como la defensa de la educación pública, esa cuestión tan difícil de definir para todos aquellos que no teníamos «formación política», para todos aquellos que vivíamos todavía en el país del partido hegemónico.
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Y entonces sucedió. La huelga se votó después de días de tensión entre la promulgación del nuevo reglamento de pagos —realizada en una sesión extraordinaria del Consejo Universitario que tuvo lugar, debido a las protestas, en una sede alterna—, y la respuesta del movimiento estudiantil aglutinado en torno al Consejo General de Huelga.
Una foto ha registrado para la historia una gran manta colgada en uno de los costados de la Facultad de Filosofía y Letras que decía Sí a la Huelga. Eran los días previos, los días de asambleas maratónicas y de votaciones caóticas. Una a una las Escuelas y Facultades fueron sumándose desde la noche del 19 de abril. Mi escuela fue de las últimas porque en las preparatorias el activismo no era una cosa constante. Recuerdo que no me sumé al paro desde un inicio, pero seguía atento el devenir de los acontecimientos previos porque mi hermano mayor participaba activamente en su escuela. Fue con él con quien hablé de las consecuencias del paro estudiantil. Fue él quien me convenció para que asistiera a las guardias de mi preparatoria. Fue con él con quien entendí, bajo el trazo de unos mapas quizá poco calibrados en argumentos, lo que significaba la aprobación de «las cuotas» para un sistema universitario que había defendido históricamente la gratuidad de la educación.
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No pretendo limitar las diversas experiencias que generó el paro a lo que vivimos quienes participábamos como estudiantes dentro del movimiento. Recuerdo a una profesora de la licenciatura llorar en medio de la clase, al rememorar al año siguiente de terminada la huelga, lo que sintió después de un lapso de tiempo que pareció infinito. Estoy seguro de que todos los estábamos vinculados a la universidad en ese año perdimos algo. Miedo, e ingenuidad política, seguro, pero también, hubo quienes perdieron oportunidades laborales, demoras en sus investigaciones y para algunos, paradójicamente, posibilidades de seguir estudiando. Esos escenarios no los podíamos entender en ese momento. En nueve meses había que asimilar demasiadas cosas y la coyuntura demandaba altura de miras, pensar en el futuro, pensar en la huella que dejaría en la historia nuestra defensa de la educación pública.
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En los hechos, esa defensa se cristalizaba en seis puntos de un pliego petitorio. Las asambleas de las Escuelas y Facultades habían llegado a un acuerdo para formularlo. El pliego se convirtió para algunos en el atalaya a defender del movimiento. Ni un paso atrás en la negociación de cada uno: i) abrogación del reglamento de pagos; ii) restitución del pase automático (que dos años antes había sido modificado); iii) Realización de un congreso universitario con carácter resolutivo para reformar la universidad; iv) anulación de actas y represalias contra los miembros del movimiento; v) reorganización del calendario escolar; vi) romper los vínculos entre la Universidad y el Centro Nacional de Evaluación para la Educación Superior A. C. encargado, entre otras cosas, de realizar el examen de ingreso a la Universidad.
Si la primera ruptura fue con la apatía política de todos aquellos que sin trayectoria en el activismo nos sumamos al movimiento, la segunda ruptura fue al interior del mismo. Una división que pasó de lo normal y esperado en cualquier grupo político, a lo francamente ridículo cuando comenzaron las expulsiones y los vetos por diferencias en cuanto a cómo defender la totalidad del pliego; cuando comenzaron los reclamos porque no se iba a marchar siempre; cuando la división de votos asignados para cada escuela en las sesiones del Consejo General de Huelga, se hizo necesaria, como decisión salomónica porque se presentaban dos asambleas de la misma Escuela o Facultad.
Todos estos acontecimientos fueron desgastando al movimiento. Se construyó al interior del mismo una narrativa dominante en la que no era aceptable dar un paso atrás. El argumento era que, catorce años antes, «las cuotas» habían sido propuestas de igual manera por las autoridades universitarias y de la misma forma habían sido rechazadas, mediante una huelga estudiantil. Pero de ese episodio se fomentó una interpretación de la derrota y hasta de la traición, que poco a poco fue ganando terreno en el movimiento. Recuerdo que uno de los CGH, una de las corrientes al interior del mismo, repartía propaganda interna, una especie volante en el que, en menos de una cuartilla, hacía un recuento de la huelga del 86. La conclusión insistía en que era importante no caer en los mismos errores de aquella vez, no ceder en esta nueva ocasión.
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En una de las tantas frases que Alejandro Rossi nos regaló en su Manual del distraído, hay una que describe de forma dilapidaría algunos contornos de nuestra condición humana: «Lo que pasa es que somos víctimas de una mezcla terrible: la prisa y las buenas intenciones». Lo decía en un breve texto: «Hipócrita», que era lo mismo una crítica que una pausa para entender los acontecimientos que derivaron en el golpe de Estado en Chile en 1973. La preocupación de Rossi era escribir, desde un momento distinto al de la pureza de las convicciones, la condena del hecho, del golpe. Gracias a lo cual, lograba puntualizar una circunstancia indiscutible: la dificultad extrema para interpretar situaciones históricas en donde el valor y el heroísmo ocultan otras tantas circunstancias que se intercalan en los acontecimientos de la derrota de un programa político de izquierda.
A menudo y a menor escala, múltiples episodios se acumulan en ese catálogo de las resistencias de la izquierda latinoamericana. En muchas de ellas se reproducen las formas de un microcosmos de la derrota. Se narran como momentos épicos y se deja de nombrar aquellas cosas que sólo con el tiempo dan sentido a la derrota.
En la huelga del 99 muchos de nosotros realizamos nuestras primeras incursiones políticas y por tanto ideológicas. Para quienes estábamos en el bachillerato al menos, comenzó otro modo de entender la historia. En mi preparatoria hicimos círculos de estudio, organizamos talleres de seguimiento y monitoreo de noticias, vimos documentales sobre las luchas emblemáticas de la izquierda latinoamericana, y hasta organizamos la proyección del MTV Unplugged-eléctrico de Los Fabulosos Cadillacs por considerar que era música nuestra.
Estoy seguro de que en la reflexión, debate y entendimiento de aquellos días se habló del golpe de Estado en Chile. No recuerdo, por supuesto, las conclusiones que sacamos, pero seguramente compartimos la rabia y la impotencia de las acciones orquestadas por el Imperio. Y, sin embargo, en todo ese desconcierto que provocaba leer la historia, no leímos a Rossi, o a cualquier otra autora o autor que fomentara el equilibrio de las posiciones en el conflicto, y que nos confrontara de ese modo con nuestras certezas.
De hecho, Rossi, antes que ser escuchado, fue cuestionado y denostado cuando con otros académicos reconocidos formuló «la propuesta de los eméritos» con la que intentaban mediar el conflicto. La propuesta no prosperó, ni creo que se haya debatido seriamente, porque cuando apareció, al tercer mes de huelga, la posición más radical dentro del movimiento se estaba consolidando.
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Hay algo oculto en las líneas que escribo y que no encuentran su justa medida. Durante las semanas previas a la huelga y durante los meses que duró, hubo un desafió constante hacia la Autoridad, así con mayúscula. En parte, la respuesta se entiende por la forma mediante la cual se trató de imponer el nuevo reglamento de pagos, con información fragmentada y sin posibilidad real de diálogo con los sectores disconformes de parte de las autoridades de ese momento. Por eso parecía obvio para muchos estudiantes que la última medida consistía en lo que sucedió: el cierre de la universidad.
Pero a esa acción colectiva, que seguramente puede seguirse debatiendo (su idoneidad y su representatividad en todos los sectores), subyace una actitud de rebeldía de quienes constituyeron el movimiento como una disputa frente a las cúpulas de las instituciones de las que en principio formaban también parte.
No digo que los estudiantes, el sector mayoritario de la universidad, represente la voz más importante o preponderante. Es parte de un conjunto de actores. Pero sí creo que, en ese contexto, las autoridades entendieron poco del mensaje que había en la actitud rebelde de los estudiantes: las instituciones tienen que modificarse, ser representativas y auspiciar el diálogo mejorando los mecanismos de representación. A cambio sucedió lo contrario, tanto de parte de las autoridades como del sector más radical del movimiento estudiantil esa voluntad de diálogo no existió.
Son varias las lecciones que pueden aprenderse de ese episodio. La principal es que nunca debería de tolerarse que la policía del Estado de por terminado un movimiento estudiantil. Haber llegado a ese punto requirió sin duda de muchas decisiones erradas. Por lo que una revisión exhaustiva, siempre abierta a la discusión de todas las decisiones que ahí se tomaron por los distintos actores, debería ser siempre admitida.
Pero más allá de eso, no creo que ninguna voz pueda resumir la diversidad de experiencias ahí contenidas. Por tanto, pienso que, en el recuento de los daños y los aciertos sobre la huelga más larga de la historia de la UNAM, una lección básica en política y en la vida es necesaria: volver a escucharnos.