The witch is dead!
El 8 de abril de 2013 murió Margaret Thatcher, la noticia fue recibida de diversas maneras. Por una parte, fueron recordados los méritos de su gobierno, sobre todo por quienes se beneficiaron de sus políticas —la privatización de paraestatales, el liberalismo a ultranza, la guerra de las Malvinas—. Por otra parte, a quienes el thatcherismo afectó celebraron esa muerte. Una celebración que encontró en El mago de Oz (1939), la película de Victor Fleming y protagonizada por Judy Garland, un paralelismo y de donde se tomó una de las frases para la celebración: The witch is dead! (¡la bruja ha muerto!).
Se trata de uno de los números musicales de la película en el cual Dorothy (interpretada por Garland) acaba de llegar a Munchkinland —caer, mejor dicho— y al hacerlo mató a la Bruja Mala del Este, con lo cual los munchkins se vieron libres del régimen tiránico de esta última; por lo que comienzan a cantar junto a Dorothy y a Glinda, la bruja buena del norte, (interpretada por Billie Burke) la canción: Ding Dong the witch is dead!
El paralelismo resulta obvio y fue una de las razones por las que comenzaron a verse pancartas con esa leyenda; la canción alcanzó el segundo lugar en ventas en el Reino Unido en esa primavera. A pesar de haber transcurrido más de 22 años desde que Thatcher renunció, la gente seguía enojada con ella y lo declaraba muy a las claras.
21 de noviembre de 1990
Margaret Thatcher acaba de salir vencedora de las elecciones de liderazgo del partido conservador, pero debido a los estatutgs de su partido —gracias a los cuales en 1975 pudo quitarle ese puesto a Edward Heath; el líder para conservar su puesto tenía que obtener más de un 15% de ventaja sobre su competidor más cercano— la Dama de hierro tenía que volver a enfrentar una nueva elección para seguir dirigiendo a los conservadores.
El liderazgo de Thatcher se ha puesto en duda porque, por una parte ella había impulsado el Poll Tax —un impuesto único e igual para todas las personas que resultó muy impopular y desde su implementación en Inglaterra y el País de Gales en marzo de 1990 y en Escocia desde 1989; lo cual causó una serie de protestas que dejaron a lo largo del país numerosos heridos—.
Las protestas nunca la han detenido a lo largo de sus once años y medio en el poder. Como política no pocas veces se ha enorgullecido de no llegar a compromisos, menos aún de ceder en sus posturas. Desde su llegada al poder en 1979 lo demostró —“No soy una política de consenso, soy una política de convicciones”, como lo dijo ese mismo año, postura que mantuvo a lo largo no sólo de su mandato sino de su vida—, con una fuerte postura contra las huelgas y las organizaciones sindicales, opuesta a los compromisos que el gobierno laborista realizó para acabar con el invierno del descontento —una serie de huelgas de muy diversos sectores que se dieron entre 1978 y 1979 en medio de una gran inflación—. Así empezó una gestión en el que el individuo en oposición a la comunidad —recuérdese la frase que tan ampliamente ha sido citada y que resume su pensamiento al respecto: “Y no existe eso que llamamos sociedad. Hay hombres y mujeres individuales, y hay familias”—.
Así que cuando Michael Heseltine (1933) presentó su candidatura para liderar su partido, Maggie aún estando en París, no se preocupó. Estaba lista para enfrentar eso y más, lo había hecho en once años al frente del Reino Unido, lo había hecho por quince años en la dirigencia de los laboralistas. Pero estaba la cláusula del 15% de ventaja que iba a hacer que las elecciones internas tuvieran que volverse a efectuar.
El cuestionamiento de su liderazgo no venía sólo de Heseltine en su partido, este se planteó enfrentarla cuando su viceprimer ministro, Geoffrey Howe —el hombre que más tiempo estuvo en el gabinete de Thatcher y que era visto como uno de sus incondicionales— renunció a su puesto el 1 de noviembre y en la Cámara pronunció un discurso —“El tiempo ha llegado para que otros consideren su propia reacción al trágico conflicto de lealtades con él cuál he luchado por quizá demasiado tiempo”—.
Esa rebeldía no le hubiera afectado a la primera ministra de no ser por el estatuto. Tienen que volverse a realizar elecciones y esta vez es posible que Heseltine salga vencedor. Poco común en ella, Maggie ha decidido conversar con los miembros de su gabinete, uno por uno le dan su opinión sobre qué debería hacer ella, la primera mujer en alcanzar el puesto que ostenta. Uno por uno le han dicho lo mismo: debe de renunciar para que su sucesor sea alguien cercano a ella y no Heseltine.
La sombra del thatcherismo se sigue percibiendo aún hoy. Las políticas que se impulsaron dentro del Reino Unido durante su gestión pronto fueron replicadas en muchas partes del mundo y con ellas la ideología que pondera al individuo sobre la sociedad.
La crisis política que ha enfrentado el Reino Unido desde el Brexit tiene su raíz en el thatcherismo, en la obtusa oposición de Margaret Thatcher a la participación de su país en el proyecto de la Unión Europea —proyecto que consideraba utópico y en su visión ese adjetivo no era nada halagüeño—.
En 2005, en la celebración de sus 80 años, Geoffrey Howe, el otrora causante de su caída, resumió mejor que nadie lo que fue para el Reino Unido la gestión de Margaret Thatcher:
El enfrentamiento entre Margaret y yo, el cual terminó con nuestra relación, será recordado mucho menos que la brillantez de sus logros. Su verdadero triunfo no es solo haber transformado un partido sino dos, así que cuando los laboristas eventualmente regresaron el grueso del thatcherismo era aceptado como irreversible.
Y a Howe no le faltaba razón, en ese momento las políticas de Tony Blair en materia económica no se diferenciaban en demasía de las que Thatcher había impulsado en su momento.
28 de noviembre de 1990
Margaret Thatcher viste un traje sastre color vino, se ha puesto un collar de perlas. Sus pertenencias ya no están en esa casa, el número 10 de Downing Street, la residencia y el despacho de los primeros ministros del Reino Unido. Contuvo las lágrimas que amenazaban con salir cuando guardó en cajas lo que se iba a llevar. Sabía que tarde o temprano tenía que dejar esa residencia, pero no le es fácil.
Denis, su esposo, la espera en la puerta. Él le abre y las cámaras comienzan a flashear. Maggie sonríe como el instructor de imagen le enseñó a hacer —a él también le debe el borrado de su acento de Lincolnshire—.
Se acerca a un podio acondicionado con micrófonos para que su modulada voz pueda ser escuchada por la multitud —y los periodistas, sobre todo los periodistas— aglomerada ahí.
—Damas y caballeros, dejamos Downing Street por última vez después de maravillosos once años y medio. Y estamos muy felices de haber dejado al Reino Unido en un mucho mejor estado del que estaba cuando llegamos al poder hace once años y medio. Ha sido un tremendo privilegio servir a este país como primera ministra. También quiero agradecer a toda la gente que ha enviado sus cartas y flores, que siguen llegando. Ahora es tiempo de un nuevo capítulo y le deseo a John Major toda la suerte en el mundo, servirá espléndidamente y hará un gran trabajo como primer ministro, como estoy segura. Muchas gracias y adiós.
Denis camina detrás de ella, con una sutil sonrisa. Ambos se dirigen hacia el carro en el que dejan Downing Street. La multitud le aplaude a Maggie.
Ella, desde el asiento trasero, ve por última vez la puerta negra del número 10 y se permite una muestra de emocionalidad: llora. Ya no es necesario mostrarse como la mujer dura que ha sido desde que entró en política más de tres décadas antes, la que le ganó el apodo de Dama de hierro antes de alcanzar el liderazgo del Reino Unido. Ha perdido y se merece mostrar esas lágrimas a las cámaras.
Un reportero preguntó a una anciana en Escocia durante los funerales de Thatcher su opinión sobre la difunta y ella respondió, con su fuerte acento, que le enterraran una estaca en el corazón y le pusieran un collar de ajos para asegurarse de que no volviera. Quizá la exprimera ministra lo hubiera tomado con gracia ya que doce años antes, en 2001, cuando los laboristas hicieron una campaña advirtiendo del posible retorno al poder de Thatcher ella respondió: el regreso de la momia.
La animadversión que sigue despertando su figura no es ninguna broma —aunque sigue siendo motivo de escarnio, por ejemplo, se dice que su tumba es el primer baño público para todos los géneros en el Reino Unido—. Y es que su legado no solo fue económico, donde benefició a la clase empresarial pero empobreció a millones, sino en otros ámbitos, como la exacerbación del conflicto irlandés —es considerada responsable de la muerte de Bobby Sands en la prisión de Maze por no prestar oídos a las huelgas de hambre de los prisioneros de 1981; el 12 de octubre de 1984 Thatcher apenas logró salir con vida del intento de asesinato perpetrado por el IRA—, la guerra de las Malvinas —que le garantizó la reelección— o la persecución de las personas de la diversidad sexo-genérica.
Es innegable que la primera mujer en ser elegida para despachar en el 10 de Downing Street cambió la historia de su país —no tuvo políticas en favor de los derechos de las mujeres, ni dio ninguna de sus carteras a otra mujer a lo largo de los once años y medio en que fue primera ministra—. Tanto lo cambió que las celebraciones por su muerte no se hicieron esperar.