Tierra Adentro
Lionel Messi durante el mundial de Qatar 2022. Fotografía de Hossein Zohrevand. (CC BY 4.0).
Lionel Messi durante el mundial de Qatar 2022. Fotografía de Hossein Zohrevand. (CC BY 4.0).

Desencanto

Charly Galicia

Es bien sabido: contra las pasiones de poco valen unos sublimes discursos.

Sigmund Freud

Una suerte de resaca derivada del Mundial pudo comenzar a experimentarse tras el silbatazo final de los últimos juegos, que nos anunciaba lo que estaba por venir: una serie de exigencias más allá de lo que sucede dentro de la cancha. Un desencanto que se fortalece cada vez que emergen los supuestos análisis centrados en fiscalizar las pasiones.

Tras el encuentro de Argentina contra Países Bajos, el diario español Marca condenó enérgicamente la supuesta burla de los jugadores argentinos hacia los rivales. En varias mesas de análisis se dijo que había “formas de ganar” poniendo como ejemplo a los croatas frente a los brasileños, quienes consolaron a sus rivales. La prensa mediática había conseguido poner como villanos a los argentinos. Horas después comenzaron las réplicas, que nunca tuvieron la misma resonancia, en donde se podía ver el hostigamiento de los jugadores europeos hacia los latinoamericanos y el porqué de los gestos, una vez consumada la victoria albiceleste. El daño estaba hecho. En los últimos años, cierta prensa deportiva ha puesto en práctica la lógica punitivista que hace de todo lo espontáneo algo condenable, algo que es necesario erradicar. Queda poco lugar para lo inesperado, lo que no está en el guión. Cuando esto aparece, el dedito inquisitorio de “saber guardar las formas” se erige.

La pretensión de “saber ganar” o “saber perder” anula la posibilidad de que algo acontezca, porque eso que transcurre y muchas veces nos rebasa no puede disciplinarse. Moralizar la victoria y la derrota nos aparta de poder leerlas. Cuando se privilegia no leer, entonces nos ubicamos peligrosamente más cerca del fascismo que del supuesto bien en el que sostenemos el discurso de las “formas”.

Llegó la final y el triunfo argentino tampoco estuvo exento de pasar por la lupa de quienes se piensan los portadores de las buenas costumbres. La fotografía del arquero Emiliano “Dibu” Martínez fue una de las más comentadas y lo puso en el blanco del odio por “carecer de clase”. Un narrador destacaba las cualidades de Martínez, al mismo tiempo que reprochaba su comportamiento. No faltaron quienes lo juzgaron por “dar un mal ejemplo a los niños”. El discurso de la solemnidad, como muchos otros discursos actuales sobre el asunto de las pasiones, es también aquello que Bajtín definió como “palabra autoritaria”, la que no contiene posibilidad de ser dialogizada.

Un acontecimiento como el mundial, por el que esperamos cuatro años, es quizás uno de los últimos textos que tenemos para poder acudir a lo inesperado y a lo no sabido. Frente al desencanto amargo que propone la solemnidad, vale la pena volver a mirar lo que sucede dentro de la cancha, que suspende el tiempo y nos atraviesa de maneras inexplicables. Entregarse al riesgo de la pasión, dice Anne Dufourmantelle, no siempre está ligado con la fatalidad, sino con la posibilidad de vivir algo inédito.


Y después, ¿qué?

Diego Casas Fernández

Uno no se da cuenta de que el mundial terminó el mismo día en que termina. Pasa tiempo antes de percatarse de esto. El verdadero final ocurre mucho después de que el árbitro pita el final de un partido, los tiempos extras se juegan, se llega a la tanda de penales, el portero argentino para todas y entonces, el campeón mundial se corona definitiva, históricamente, envuelto en el clamor de las masas que se emocionan con/por Messi.

Pero el mundial no termina allí, sino días después. Justo en el momento en que uno se da cuenta de que ya no habrá necesidad de despertarse a las 4 de la mañana; de que nadie en su sano juicio saldrá al Ángel a sacarse el corazón por el gol de Luis Chávez, a tocar el claxon de un Chevy que avanza en primera; de que en la escuela no volverán a interrumpir las clases para ver el partido inaugural. Porque habrá que aceptar que quien no festejó un gol en la primaria delante de una televisión y rodeado de sus amigos, no tuvo infancia.

Asignatura pendiente en la formación emocional de los alumnos, le debemos a esas maestras de primaria la búsqueda por construir en nosotros los cimientos de la pasión, de la competencia, de la esperanza, de la amistad, de la pertenencia, del saber-perder tanto como del saber-ganar (aunque en esta, los mexicanos sigamos aprendiendo). Profesores comprometidos con las emociones de su alumnado, con la construcción de su identidad, apoyados en un aprendizaje que nos recorre a todos el cuerpo, electrificados por la esperanza de que en el siguiente mundial tendremos más suerte.

¿Cuándo acaba entonces un mundial? La respuesta aplica también para los Juegos Olímpicos: hasta que inicie el siguiente. El final literal, visible, de estas fiestas deportivas va acompañado de un regusto de nostalgia que se emparenta con cierta desazón insostenible, compañera fiel de la impaciencia. Es difícil esperar. Esperar cuatro años para volver a gritar un gol de la selección; cuatro años para ver a los taekuandoínes mexicanos romper crismas en otros lares; a las gimnastas más icónicas estirar hasta el esfuerzo.

Cada cuatro años las emociones son las mismas: la nostalgia por lo que poco a poco se desvanece; la esperanza creciente por la posibilidad de revancha. Para el que disfruta de ambas fiestas máximas del deporte, sabe que tendrá que ser paciente cuando el tema de sobremesa ya no sea ni el mundial ni el taekwondo; ni el quinto partido ni los 100 metros planos. Pero la paciencia en este tipo de esperas es complicada, y lo único que queda es vivir cada día a la espera de esos cuatro años, hasta que se nos olvide que estamos esperando y entonces sí, las primeras palabras surjan y nos sorprendan y la pasión se renueve, justo como el primer día, minutos antes de sentarse a ver la inauguración en una tierra de paisajes remotos.

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