Tierra Adentro
Ilustración por Liz Dot.

Supongo, como poeta, que entre mis miedos puedo contar la profunda inquietud que rodea la posibilidad de que un día se me revele que consagré mi vida a una imbecilidad. A lo que me refiero —a lo que creo que me refiero— con “imbecilidad” es algo intrínsecamente innecesario y superfluo y por lo tanto involuntariamente cruel.

Fue cierto Maestro quien aconsejó que habláramos poco, o nada, a menos que estemos seguros de que lo que queremos decir es verdadero, amable y que ayude. ¿Pero cómo puede una poeta, cuyo rol es el de hablar, apegarse a tal consejo? ¿Cómo puede cualquier persona cuyo rol es facilitar el lenguaje hablar poco o decir nada? No sé si otros poetas tengan este miedo pero, de no ser así, supongo que solamente incrementaría la angustia del resultado si el miedo llegase a cobrar vida.

Cobrar vida — he ahí un miedo que nadie ha tenido jamás. Nadie jamás tuvo miedo de nacer, aún si las personas responsables del nacimiento morían de miedo por el cuerpo pre-natal. Y si se me permite avanzar a la edad de cuatro años, recuerdo ver a un perro acercarse a una niña de cuatro años, un perro bastante más grande que ella. Fue increíble ver la cara de la niña. Se volvió completamente elástica y cambiaba de felicidad y maravilla: “Por favor ven a mi perrito y jugaremos, ¡oh! cuánta felicidad que te acerques a mí”, a —en menos de diez segundos— una mueca de terror absoluto: “¡Miedo! ¡Miedo! El perrito me comerá y mi mamá está lejos”.

Mientras el perro se movía por el cuarto, no pudieron haber sido más de dos minutos, la cara de la niña cambió de expresión tantas veces que dejé de contar. Mientras ella oscilaba entre sentimientos de seguridad e inseguridad, me di cuenta que su cara probablemente continuaría cambiando, quizás de forma más lenta, cada vez que se le acercara un perro durante los próximos años de su vida, hasta que un día se detendría en la expresión que muy probablemente significaría por siempre cómo se siente esta persona con respecto a los perros. Pero algo parecía faltarle a mi pequeña fórmula; ¿la cara del perro debía importar también? Este perro era juguetón y amistoso, si bien un poco torpe, ¿pero qué si el próximo perro mordiera a la niña en la cara?

Pregunté al poeta Tony Hoagland qué opinaba él sobre el miedo. Me dijo que el miedo era el fantasma de una experiencia: tememos la reincidencia de un dolor que sentimos en algún momento, y de esta forma el miedo es como una resaca. La memoria de nuestro dolor es un dolor en sí mismo, y así alimenta nuestro miedo como un pasillo con espejos en ambos lados. Y luego citó a Auden: “Y los fantasmas deben hacer de nuevo/ Lo que les causa dolor.”

Es interesante apuntar que esta idea —el miedo como fantasma del dolor, o dolor imaginario— se encarna en la tortura psicológica de la CIA; de hecho, sus experimentos con el dolor descubrieron que el dolor imaginario es más efectivo que el dolor físico —poetas, tomen nota— y por ende la tortura psicológica más efectiva que la tortura física. Aquí hay un fragmento del Exploitation Training Manual —Manual de entrenamiento para la explotación— escrito en 1983: “La amenaza de coerción usualmente debilita o destruye la resistencia más efectivamente que la coerción misma. Por ejemplo, la amenaza de infligir dolor puede detonar miedos más perjudiciales que la sensación inmediata de dolor.”

Aunque nunca he sido mordida por un perro, me aterran a muerte, al igual que todos los demás seres vivos, incluida yo misma y mi propia fragmentación en el largo pasillo de los espejos. James Ward, futuro psicólogo británico, rompió sus lazos con la religión en su juventud, en 1872, pero se topó con un sinfín de reflejos sobre los que no tenía elección ni control: “No le tengo miedo a Dios, no le tengo miedo al Diablo, no temo a la humanidad, pero mi cabeza revolotea mientras lo escribo: me temo a mí mismo.”

¿A qué me refiero con “miedo”? Me refiero a lo que nos empuja a escribir, pero salgamos del vestíbulo y a la calle, siguiendo el camino, para retomar nuestro acercamiento más detenidamente. Algún tiempo después de haber escrito las páginas que están a punto de leer, me di cuenta que estuve usando la palabra equivocada. Dread —angustia— es una palabra más puntual para lo que estoy pensando, y tengo que agradecer a Juliana de Norwich, una anacronita del siglo XV, por señalarme esto. En sus Revelaciones del amor divino, la relación que Juliana hace de una visión que tuvo durante una enfermedad en su trigésimo-primer año, ella dice, “Creo que la angustia puede tomar cuatro formas.” En resumen, la primera de estas formas es lo que describiré como la emoción inconsciente del miedo —el primer instinto en respuesta al olor del humo, el sonido del trueno, el color del fuego, una cachetada. La segunda forma de la angustia es la angustia que anticipa el dolor, ya sea físico, emocional, espiritual o psicológico, y eso, amigos míos, cubre el noventa por ciento de la superficie del mundo. La tercera forma que toma la angustia es la duda o la desesperación. Y la cuarta forma: “nace de la reverencia”, es la angustia divina con que encaramos aquello que más amamos, o aquello que más nos ama. Dread. Me gusta más que la palabra fear —miedo— porque fear,  como la emoción inconsciente que es una de sus formas, sólo tiene la palabra ear —oído— dentro de ella, diciendo al animal instintivo que escuche, mientras que la palabra dread contiene read —leer—, diciéndonos que leamos con precaución y encontremos a los muertos —dead— que también están ahí. Pero no usé la palabra dread en lo que sigue. Usé fear. Y fear es una palabra más antigua, encontrada en el inglés más arcaico, mientras que dread no entra al lenguaje sino hasta el medievo. Los neurobiólogos han distinguido a las emociones de los sentimientos, pero me temo que nuestro lenguaje ha tratado ambos términos como equivalentes por tanto tiempo que sería fútil esperar a cualquier oyente escuchar una palabra y no pensar en la otra. Las emociones son funciones instintivas y biológicas del sistema nervioso, tales como miedo, terror, atracción sexual y las acciones motivadas por el hambre. Cada una es una reacción puramente física sobre la que no tenemos control, y las compartimos con cualquier animal que tenga un sistema nervioso central. La emoción de miedo es lo que hace que cualquier animal huya de una situación que ponga en peligro su vida, y ese no es el tipo de miedo que tengo en mente. Los sentimientos, por otro lado, son más complicados e involucran reacciones cognitivas que combinan, o pueden combinarse, con emociones, memorias, experiencias e inteligencia. Ese es el tipo de miedo que tengo en mente —el sentimiento de miedo que involucra una reacción cognitiva inteligente. Miedo que requiera autoconsciencia. No se alarmen, la ciencia no estudia los sentimientos, sólo estudian las emociones, divorciadas de la cognición, a medida que viajan a través de sistemas reconocibles por el cuerpo y cerebro. Llegado este punto podría ser instructivo de mi parte si me levantara y los mirara y dijera, “Intenten poner menos emoción, y más sentimiento, en sus poemas.” El hecho de que la neurobiología haya anunciado públicamente la separación de la emoción del sentimiento debería ser noticia alentadora para poetas en todas partes del mundo, pues implica que tener sentimientos va de la mano de tener un sistema cognitivo altamente sofisticado. Los sentimientos no son inferiores. Por otro lado, para que no se nos olvide, déjenme repetir: ser más emocional y menos cognitivo es estar menos evolucionado de lo que la especie es capaz. Es ser como un niño de cuatro años. Los sentimientos parecen representar un lugar donde las emociones se combinan con inteligencia y experiencia para generar un proceso de pensamiento altamente personal que tiene como resultado la cosmovisión de un individuo. Ahí es donde quiero retomar el miedo. Le pregunté a un doctor sobre el miedo. El doctor me dijo, “La única forma de combatir el miedo es hacer lo que se te entrenó para hacer. El miedo se supera con procedimiento. Por ejemplo, si no logro hacer una traqueotomía de emergencia, alguien morirá por falta de oxígeno. Así que hago mecánicamente aquello para lo que entrené. Alguien está ahí, periódicamente diciendo en voz alta el nivel de oxígeno —95, 90, 88, 83, 79— y mientras más bajo vaya, más se vuelve una emergencia. Lo curioso es que pido el conteo. Es parte del procedimiento, pero yo trabajo como si no estuviera escuchando —concentración procesal, es todo.”

Ilustración por Liz Dot.

Ilustración por Liz Dot.

Le pregunté a un piloto sobre el miedo. El piloto dijo, “La única forma de combatir el miedo es hacer lo que se te entrenó para hacer. El miedo se supera con procedimiento. Por ejemplo, estaba volando un avión de prueba solo a 30,000 pies de altura y había una fuga en mi tanque de oxígeno de la que no sabía. Perdí el conocimiento momentáneamente, y cuando reaccioné estaba a 15,000 pies e iba directo al suelo, con la nariz hacia abajo, completamente fuera de control y seguía mareado, seguía peleando por despertar. Desacelerar y accionar los frenos. Desacelerar  y accionar los frenos. Era lo único que pensaba, y seguí pensando eso hasta que me nivele a 5,000 pies.” Luego, el piloto y el doctor, que estaban en el mismo cuarto conmigo, me miraron y preguntaron, “¿Y tú? ¿Has tenido emergencias de poesía?” Era una tonta persiguiendo tonterías. Por miedo a quedar como una tonta, quería decirles que el miedo que fueron entrenados para superar era una emoción y no un sentimiento; después de todo, ambas eran situaciones de vida o muerte y sus reacciones no eran más que instinto puro, si bien profesional. Pero yo tengo instintos profesionales también, los cuales empleó al momento de escribir un poema. Estaba confundida y sentía mi autoestima perdiendo altitud; en situaciones como esta, suelo tomar el teléfono y marcarle a mi amigo, el filósofo alemán. “Reinhard,” grité al teléfono, “¿qué piensas del miedo?” “¡Cielos!” me respondió, “Me aterran los perros.” Al fin, un amigo. Y luego citó a Nietzsche: “El grado de miedo es la medida de la inteligencia.” Era mejor de lo que esperaba. Desacelera, acciona los frenos. “El miedo es reconocernos.” Hasta donde puedo recordar, cada minuto de mi vida ha sido una emergencia en la que estaba paralizada de miedo. Las sensaciones de miedo, siendo al menos en parte cognitivas, y por ende pensamientos, muchas veces constituyen el conocimiento. El conocimiento, por ejemplo, de que un día moriremos. Este es un miedo que se puede experimentar en una hamaca durante un día soleado. Y puede llevar a una emergencia de sentimiento que muchas veces da como resultado un poema. “Gracias,” le dije, antes de colgar, y luego escuché a mi amigo Reinhard decir, “Faulkner, sin embargo, dijo que para un escritor, lo más básico de todo es tener miedo.” Mi mente pronto saltó a la conclusión de que Faulkner probablemente estaba ebrio todo el tiempo. Pero quizás se refería a un bloqueo creativo, la incapacidad en un escritor de hacer aquello que le resulta más natural: encontrar el miedo, encarar el miedo, un miedo de estar a solas con el miedo…

Roethke: “El miedo fue mi padre, Padre Miedo./ Su mirada vaciaba las piedras”

Auden: “El miedo no miró su reloj.”

Neruda: “Cuando era joven estaba lleno de miedo como una rata en una esquina.”

¿Y qué podemos decir de Wordsworth, “Criado al igual por la belleza y el miedo”?

¿O el “porte par de esperanza y miedo” que tenía Milton? ¿O la “simetría temerosa” de Blake?

¿Qué es más inexpresable, lo hermoso o lo terrorífico? Gerard Manley Hopkins, en sus últimos y atormentados sonetos, grita, “¿O cuál es? ¿es cada una?” Lorca dijo, “El poeta que va a hacer un poema (lo sé por experiencia propia) tiene la sensación vaga de que va a una cacería nocturna en un bosque lejanísimo. Un miedo inexplicable rumorea en el corazón.” Y Edmond Jabès, en El libro de las preguntas: “Si te inclinas sobre tu página… e inmediatamente no tiemblas de miedo, deshazte de tu pluma. Tu escritura tendría poco valor.”

Y George Oppen, que dijo, “Los grandes artistas son aquellos que, al final, no dejan a sus nervios fallar.” Con miedo, sí, pero ahí están, encerrados en una habitación solos con el miedo. O como alguien más lo podría articular: “Página en blanco — tiroteo en el corral.”

Creo que es momento de enlistar algunos miedos concretos:

 

miedo a la muerte

a la enfermedad

al dolor

a sufrir

a la desesperación

a no entender

a perder poder

a no ser amado

a lo extraño o desconocido

a la destrucción

a la humillación

a la degradación

al hambre

a la pobreza

a envejecer

a no ser suficiente

a la transgresión

al castigo

a equivocarse

a perder la dignidad

a fallar

al olvido

a vivir más allá de la mente

a comer una anchoa.

 

Estos no son miedos primates. Estos son miedos humanos.

Barry Lopez, en su estudio del Ártico llamado Sueños árticos, hace esta interesante observación:

Los esquimales no mantienen su intimidad con la naturaleza sin pagar un precio. Cuando he pensado en las formas en que son diferentes a las personas de mi propia cultura, me doy cuenta que tienen más miedo que nosotros. En su día a día, tienen más miedo. No el miedo a caerse al agua fría, no es un miedo debilitante. Tienen miedo porque aceptan por completo lo que es violento y trágico en la naturaleza. Es un miedo atado a su sabiduría de que eventos repentinos y hecatómbicos son tanto parte de la vida, de la vida en serio, como lo son aquellos momentos de pausa para contemplar algo hermoso. Una chamana esquimal del centro llamada Aua, al ser cuestionada por Knud Rasmussen al respecto de las creencias esquimales, respondió, “No creemos. Tememos.”

Lopez prosigue criticando a aquellos que piensan que tribus cazadoras como las tribus esquimales viven en perfecta harmonía con la naturaleza. La nerviosidad y la aprehensión nacen de la proximidad y la atención. Mientras más intimidad haya entre estas culturas y la naturaleza, más tensión habrá. El mundo industrial destruye a la naturaleza no porque no la ame, sino porque no le teme. Podrán recordar en sus mentes la larga tradición judeocristiana de temer a Dios. O quizás recuerden haber leído El viento en los sauces en su infancia, o habérselo leído a alguna niña o niño, y encontrase con aquel capítulo magnífico, extraño y fuera de lugar titulado “El flautista en el umbral del alba” en el que Topo y Rata van a la búsqueda del hijo perdido de Nutria y encuentran, en el filo del alba, a la Naturaleza personificada en la augusta presencia de un terrorífico y benevolente sátiro, mitad hombre, mitad animal:

“—¡Rata! —susurró tembloroso, recuperando por fin el aliento—. ¿Tienes miedo?

—¿Miedo? —murmuró la Rata, con los ojos brillando de amor— ¡Miedo! ¿De Él? ¡Nunca! Y…, y sin embargo… ¡Oh Topo, tengo miedo!

Entonces los dos animalitos se arrodillaron, inclinaron la cabeza y lo adoraron.

El miedo es la motivación más grande de la historia. El conflicto que nace del miedo precede todas nuestras acciones, impulsandonos hacia delante como los engranajes de un reloj. El miedo es el vestido oscuro del deseo, es su dopplegänger. “El miedo y la angustia son hermanos,” dice Juliana de Norwich. A medida que el deseo es querer y el miedo es no-querer, ambos se vuelven indisolubles; y así como el deseo puede ser destructivo (deseo de poder), el miedo puede ser constructivo (miedo de dañar a alguien más); el miedo a la pobreza se vuelve deseo de riqueza. Las acciones colectivas no están exentas de estos poderes duales; consideremos este atemorizante y sucinto enunciado escrito por John Berger:

Por todos lados hoy en día más y más personas se dan de golpes en la cabeza contra el hecho de que el futuro del planeta, y lo que éste ofrecerá o negará a sus habitantes, lo decidirán asambleas de hombres que controlan más dinero que todos los gobiernos del mundo, que jamás apoyan una elección, y cuyo único criterio para tomar cualquier decisión es si ésta incrementará o no la Ganancia.

¿Pero acaso no ha sido así siempre? Diferentes razas en todas partes siempre han estado a la merced de su deseo colectivo y su miedo colectivo, a veces suyos, a veces de alguien más.

Nuestro impulso hacia el orden nace del miedo y del deseo, y el impulso hacia el caos nace de lo mismo. El psicoanalista británico D.W. Winnicott creía que los artistas eran personas cuyo motor era la tensión entre el deseo de comunicarse y el deseo de esconderse.

Piensen en la más simple personificación de un poeta, el tipo que se usaría como figura genérica en una caricatura. ¿En cuál piensan, en el devastado, melancólico, en el suicida de pantalones azules, o en el bebedor troglodita feliz, el que huele las rosas, bebe vino, el que ama el sol? En la teoría atómica epicureana, “el mundo funciona porque desde el principio hay una ausencia de balance.” El novelista francés Georges Perec, devoto a las fórmulas literarias matemáticas — escribió una novela sin la letra e— habla de anti-restricciones dentro de un sistema de restricciones. Cita al pintor Paul Klee: “La genialidad es un error en el sistema.” (Aquellos de ustedes que hayan escuchado conferencias al respecto del soneto podrán recordar que muchas veces este es precisamente el punto.) El mundo funciona gracias al miedo, debido al error, a la anti-restricción, lo anti-perfecto, el anti-equilibrio. Nos tropezamos. Caemos.

Fallamos. Y por ende deseamos progresar, volvernos mejores poetas, curar enfermedades, volvernos mejores personas, perfeccionar aquello que es perpetuamente imperfecto. La “caída” bíblica es un ejemplo de una anti-restricción. La manzana era miedo. (Y recuerden, el miedo es conocimiento, según Nietzsche).) La manzana puso a girar el mundo cuando obligó a Adán y a Eva a migrar de lo Perfecto. “El miedo es reconocernos,” dice el filósofo. Uno de los miedos que tiene un joven escritor es no poder escribir tan bien como quiere, el miedo a no sonar como X o como Y, algún autor favorito. Pero de ese miedo, esperemos, nace la voz de un autor joven: “Pero ahora,” dice Kierkegaard, “luchar para convertirse en lo que uno ya es: ¿quién se tomaría los dolores necesarios para gastar su tiempo en una tarea como esta, que involucra el más alto grado de resignación?… Justo por esto es una tarea tan difícil,… precisamente porque cada ser humano tiene un deseo y pasión natural por convertirse en algo más y diferente.” Es muy sencillo leer esas palabras, y muy difícil llevarlas a cabo. En otro lado, Kierkegaard dice, “¿Qué es la educación? Supongo que la educación es el curriculum que uno tiene que atravesar para alcanzarse a sí mismo.”

Hay poetas que se resignan a no poder salvar el mundo, que apenas tienen tiempo suficiente para alcanzarse y alcanzar el misterio de su miedo y su ser. Supongo que Szymborska es una de ellos. Aquí su compatriota Miłosz describiéndola:

Ilustración por Liz Dot.

Ilustración por Liz Dot.

En Szymborska nos dividimos no en carne y obra sobreviviente [como es tradición en la literatura occidental paralela a la concepción cristiana de la inmortalidad a través de la posteridad], sino en “la carne y un susurro roto”; la poesía no es más que un susurro roto, risa que pronto muere…

Cuando no es la perfección de una obra, sino la expresión misma, “un susurro roto,” todo se vuelve, como se ha llamado, écriture… El hablar de cualquier cosa, solo hablar, se vuelve una operación por sí misma, una forma de calmar el miedo.

Tan comprensiva como pueda ser de la teoría de la écriture, me parece confusa. ¿Por qué no tiene sentido escribir sin otra intención más que la de calmar el miedo? ¿Qué no esa intención por sí misma tiene un significado? ¿Y por qué temer la desmantelación de la función semántica del lenguaje, representativa del significado, cuando esa misma no es sino un miedo más que llevará a los opositores de la écriture a escribir? Y ciertamente esta “teoría” no es una teoría sino una práctica milenaria: “Parecía estar deprimido, pues no dejaba de escribir” dice un texto del Japón del siglo XXII. O tomemos a Rilke: “He tomado acción contra el miedo. Me senté a escribir toda la noche; y ahora estoy tan cansado como si hubiera caminado por un largo tiempo a través de los campos de Ulsgaard.” Incluso un poema amargo es un pequeño acto de afirmación, y me pregunto si no podremos decir lo mismo de un poema sin importancia (si tal cosa existe). Pero Miłosz, quién seguramente estaría en desacuerdo, es —y valga para su crédito inmortal— un caballero de fe, y yo soy una caballero de la resignación. Como Kierkegaard: “Hasta donde sé, puedo describir de la forma más excelente los movimientos de la fe; pero no puedo replicarlos yo mismo.” El famoso ensayo del filósofo danés, Temor y temblor, es una reflexión en torno a la historia bíblica de Abraham e Isaac. Dios le pidió a Abraham que sacrificara a Isaac, el hijo querido y largamente esperado de Abraham, y en el ensayo Kierkegaard lucha con cómo un asesinato se puede volver placentero, bueno y sagrado a los ojos de Dios. Se requiere fe, una fe que Kierkegaard analiza y describe minuciosamente, pero una fe que no puede tomar para sí mismo, tan devoto como sea. Se vuelve lo que él llama un caballero de la resignación, un estado que, a pesar de todo, sigue siendo un estado de pecado. Para que estemos seguros, estoy utilizando a Miłosz para mis propios propósitos. Él sabe perfectamente bien que no es ningún santo. En una entrevista sostuvo —y demostró— que es un hombre de contradicciones. En otras palabras, un hombre ordinario. Pero admiro su insistencia en una realidad objetiva, su fe en un mundo y un orden que no existen exclusivamente en la mente. Y es bastante provocativo al final de su ensayo, “La arena del reloj”:

Si en nuestros momentos de felicidad, maestría, éxtasis, decimos Sí al cielo y a la tierra, y todo lo que necesitamos es infortunio, enfermedad, declive de los poderes físicos para comenzar a gritar No, esto significa que todos nuestros juicios pueden ser refutados mañana y que es fácil confundir nuestra vida con el mundo. No es tan evidente, sin embargo, el por qué la debilidad —ya sea de una persona en particular o de una era histórica entera— se debería privilegiar y por qué el viejo nihilista de La última cinta de Krapp, de Beckett, está más cerca de la verdad de lo que él mismo estaba cuando tenía veinte años.

[En la obra de Beckett, un viejo escucha grabaciones de sí mismo cuando era joven y responde con sonidos guturales.]

Miłosz cierra su ensayo con una asombrosa y sucinta observación de Simone Weil: “‘Estoy sufriendo.’ Es mejor decir eso a decir ‘El paisaje es feo.’”

El miedo pertenece al ser humano, no al mundo. El mundo no siente miedo en ningún lugar ni en ningún tiempo. Somos “gente infeliz en un mundo feliz” — la última postura de Wallace Stevens. Las sensaciones de miedo —miedo personal y cognitivo— nos permiten sentir angustia mientras estamos echados en una hamaca un día soleado, nos permiten sentirnos bajo ataque cuando el cielo es azul y la pradera descansa. Raymond Queneau:

El poeta nunca está “inspirado,” si por inspiración nos referimos… a una función del estado anímico del poeta, la temperatura, la situación política, accidentes subjetivos o el inconsciente.

El poeta no está inspirado porque es el maestro de lo que otros asumen es inspiración… nunca está inspirado porque siempre está inspirado, porque los poderes de la poesía siempre están a su disposición, obedientes a su voluntad, receptivos a su guiar.

Y quiero decir que el poeta nunca tiene miedo porque no cesa jamás de tener miedo, y por ende no puede volverse aquello que ya es, aunque claro, el Sr. Kierkegaard nos recuerda, nos debe recordar; se podría decir que el miedo es el procedimiento del poeta, aquello en lo que se le ha entrenado para concentrarse. Qué cosa más extraña que decir; qué cosa tan terrible que decir. Seguramente alguien estará pensando para sí mismo, “Cielos, ¿jamás ha escuchado ella de capacidad negativa?” Y de hecho, sí. Esas palabras se han vuelto como una enfermedad a muerte para mí. Y tan seguido como las he usado, desearía que se prohibieran por un cuarto de década, tan sobreusadas están, tan jugueteadas que ahora llegan a significar lo que sea que uno quiera, especialmente una versión bebop de Be Here Now, o un asombro religioso difusivo en que el poeta deambula, por siempre en un estupor. Como con casi todos los refranes famosos, nos es dado sólo un fragmento de su origen. “La Capacidad Negativa, eso es, cuando un hombre es capaz de existir en la incertidumbre, Misterios, dudas, sin ninguna irritable intención de buscar razón y hecho”: la carta fue escrita por John Keats un domingo, a finales de diciembre de 1817, desde Hampstead, dirigida a sus hermanos George y Tom. El año 1817 es, hablando relativamente, bastante temprano en la carrera de Keats, pero solo cuatro años antes de su muerte; la carta se escribió  antes de que George partiera a América, antes de que Tom muriera, antes de que John conociera a Fanny Brawne, antes de su enfermedad, y antes de que escribiera lo que se consideran sus mejores poemas. Una de las cosas a tener en mente sobre Keats es que su desarrollo como poeta se canalizó en un periodo corto de tiempo durante el cual atravesó tantas etapas como otro poeta podría experimentar en tres vidas en teras. Aunque la carta entera es demasiado larga para replicarla aquí, tendrán que confiar en mí cuando digo que solo la última parte de la carta pone en contexto a la definición de capacidad negativa. Aquí está el contexto.

Muchas cosas atravesaron mi mente, y de repente se me reveló, qué cualidad es la que forma a un Hombre de Logros especialmente en la Literatura y la cual Shakespeare poseía enormemente —me refiero a la Capacidad Negativa, es decir cuando un hombre es capaz de existir en la incertidumbre, Misterios, dudas, sin ninguna irritable intención de buscar razón y hecho— Coleridge, por ejemplo, dejaría pasar una verosimilitud finamente aislada recibida del Penetralium del misterio, por ser incapaz de mantenerse contento con una sabiduría a medias. Esto, desarrollado a través de Volúmenes, no nos llevaría más allá de esto mismo, que con grandes poetas el sentido de Belleza se sobrepone a cualquier otra consideración, o más bien, oblitera cualquier otra consideración.

 

Ilustración por Liz Dot.

Ilustración por Liz Dot.

 

El fragmento es un poco como la Constitución de Estados Unidos. Con esto me refiero a que se puede interpretar para corresponder a las intenciones de varias personas que están en desacuerdo unos con otros. Por ejemplo, nada detiene a alguien que quiera interpretar esto como: una vez deprimido, mantente deprimido. Del fragmento referente a Coleridge no hay duda alguna: todo lo que hay que saber es que Coleridge era el gran intelectual dentro de los románticos, el gran pensador. Pero una clave interesante y que complica más las cosas se nos presenta en la frase “verosimilitud finamente aislada.” Verosímil significa “con la apariencia de la verdad; probable,” así que Keats puede estar diciendo, “Coleridge dejaría pasar una probabilidad que alguien más aceptaría como verdad porque Coleridge no se conforma con la apariencia o probabilidad.” Si añadimos a esto la idea de aislar, que implica distinción o diferenciación, no queda más que pensar que Keats ha buscado el penetralium del misterio al menos lo suficiente para aislar una verdad probable que es, para él, suficiente. Todo esto se aleja inmensamente de la actitud no-aislante que la mayoría asocia con la capacidad negativa. Después de esto, Keats hace algo maravilloso —resume algo que ni siquiera ha comenzado a desarrollar. Dice, “Esto, desarrollado a través de Volúmenes, no nos llevaría más allá de esto mismo, que con grandes poetas el sentido de Belleza se sobrepone a cualquier otra consideración, o más bien, oblitera cualquier otra consideración.” ¿Qué significa esto? ¿Hubo acaso mención alguna de la Belleza en la definición original? ¿Y pueden notar como este último fragmento podría ser utilizado como defensa por el más archi-formal poeta, o por su archi-némesis? ¿Y si presumo entender qué es la capacidad negativa, entonces soy incapaz de ella, ya que ella es la capacidad de estar en presencia de la incertidumbre sin esforzarse por entenderla? Finalmente, siempre relacionamos íntimamente a John Keats con la capacidad negativa como si él mismo la poseyera, como si estuviese hablando de sí mismo, cuando en realidad no hablaba ni pensaba en él, sino en Shakespeare —¿y quién de entre nosotros llega siquiera a renacuajo al compararnos con Él?— de quién podemos estar tan inseguros como queramos sin ir en búsqueda de los hechos, ya que no hay ningún hecho? La reputación de Shakespeare como dios se multiplica por diez cuando se consideran las circunstancias misteriosas de su existencia. Como siempre es el caso, lo desconocido eleva la tensión y la estatura de lo formidable ante lo que nos arrodillamos y alabamos con inexplicable angustia. Keats buscó entender muchas cosas a lo largo de su vida; sus poemas y sus cartas están plagados de búsqueda urgente, del tipo de preguntas que salen a flote en la mente de jóvenes apasionados. Dice en otra carta: “Me dices que no desespere— Desearía que me fuera fácil acometerme a tus palabras— lo cierto es que tengo una horrible Morbidez de Pensamiento que se deja ver a intervalos— es sin duda el más grande Enemigo y bloqueo que puedo temer— podría decir incluso que es muy posible esta sea la causa de mi decepción.” Basta con observar las primeras líneas de la mayoría de sus poemas para verlo sumido en un estado de incertidumbre, misterio, duda— es decir, miedo.

 

“Cuando llegan temores a cesar de ser”

“La gloria y el amor han muerto”

“Mi espíritu es demasiado débil— me encumbra pesada la mortalidad”

“O tú cuya cara ha sentido el viento invernal”

“En una noche triste de diciembre”

“Sumido en la triste sombra de un valle”

“Si nuestro inglés debe encadenarse a rimas opacas”

“¿O qué puede aliviarte, caballero?”

“¿Por qué reí esta noche?”

“Mi corazón duele”

 

El sufrimiento en estos poemas se mantiene intacto; no se resuelve ni se niega. Lo que pasa en mayor medida es que los poemas se disuelven, finalmente, en la crema del mundo físico. Si la capacidad negativa funciona, funciona en reversa, una especie de capacidad negativa negativa —lo que la volvería positiva—  en la que una ansiedad muy real sumada a la irritabilidad causada por el misterio y la duda permiten al poeta —no, lo propelen— hacia el mundo de los ojos, el hábito perceptivo puro que checa todos los impulsos cognitivos, no antes de que comiencen sino después de que ya comenzaron y completaron su daño. En palabras de una pintora, la expresionista abstracta Pat Adams: “Aquel asombroso ímpetu de maravilla ante la pura multiplicidad y diferenciación de las cosas cuando superficies de elevada materialidad, de impresiones incrustadas y puestas por capas, se generan para enredar nuestra atención y retrasar la cognición” — hasta que parece que el miedo perpetuo es un propulsor hacia el mundo inocente, sin miedo y vulnerable de los sentidos. De tal forma que el poeta paralizado de miedo en una hamaca un día soleado —hombre infeliz en un mundo feliz— no sufre menos cuando voltea a ver su alrededor; no deja de sufrir, solo deja de intentar comprender.

 

Era la última nostalgia: que él

Comprendiera. Que él sufriera o que

Él muriera era la inocencia de vivir, si la vida

misma fue inocente.

Stevens, “Esthétique du Mal”

 

No conocemos la etimología de la palabra fear. Es decir, las personas que hacen diccionarios no están seguras. Pero hay una gran probabilidad de que esté relacionada a la palabra fare en su más antiguo sentido, que es el de atravesar, el de pasar por algún lugar, como en How did you fare at the dentist’s?  o Fare-thee-well o He fared in this life like one whose name was writ in water.

Keats murió a una edad en la que nadie debería morir. Me pregunto si los jóvenes tienen menos miedo de morir, o más, que los viejos. Ya no soy joven. Soy lo suficientemente vieja para entender y saber que no es a la muerte a quien temo, sino morir. Morir es el acto, muchas veces doloroso, que conduce a la muerte, mientras que la muerte misma es tan indolora como la sensación que sentían antes de nacer— ninguna sensación, ninguna postura ante cualquier cosa (sentir es tener una postura ante algo). ¿Pero qué se yo? El Hermano Andrés, actualmente bajo investigación para su canonización, dijo, “Si conociéramos el precio del sufrimiento, lo pediríamos.” Aunque otros puedan, yo no puedo concebir tal observación, mucho menos adoptarla. Ni soy Budista, para quienes el sufrimiento nace a raíz de la ignorancia, y que creen que la ignorancia puede ser erradicada; de hecho, sí creo que el sufrimiento se basa en la ignorancia (si el Tercer Reich no hubiera sido ignorante, millones no hubieran tenido que sufrir y morir), pero no creo que la ignorancia pueda ser erradicada. De hecho, sí creo que la ignorancia puede ser erradicada, pero sólo como una hierba —crecerá después en otro lado. Cuando el Hermano André nos pide que abracemos el sufrimiento, está diciendo, ¿“Si supiéramos el valor de la ignorancia, la pediríamos”? ¿Deberíamos finalmente y voluntariamente dejar de entender? Muchas veces he dicho que prefiero preguntarme a saber. ¿Es esa una postura juvenil, una postura Keatsiana? ¿Es acaso —podría ser— capacidad negativa? ¿Deberíamos madurar más allá de ella? No lo sé. Rilke aconseja a la juventud a “vivir las preguntas ahora,” porque las preguntas sólo se pueden revelar con el tiempo, la extensión del cuál no poseen. Dice, como Keats, en una carta, que ciertas lecciones sólo pueden aprenderse sobre la piedra angular del corazón, es decir, a través de experiencia directa.

¿Qué me ha enseñado la vida? Tengo mucho menos miedo del que tuve en mi juventud —de todo. Eso es un hecho. Al mismo tiempo, siento más miedo que nunca. Y los dos, les puedo asegurar, no se oponen sino que se conectan inextricablemente. Tengo más o menos la misma edad que tenía Emily Dickinson cuando murió. Esto es lo que pensaba: “¡Si tuviéramos la primera intimación de la Definición de la Vida, los más tranquilos de nosotros serían Lunáticos!” El lunático tranquilo —ahí hay algo a lo que aspirar.