Sobre El menonita zen, de Carlos Velázquez
En una entrevista para Librotea, nuestro autor menciona que parte del proceso para la creación de un compilado de relatos consiste en escribir un texto inicial al cual se le engancharán el resto, como si se tratara de los vagones de un tren. Esta analogía se adecúa perfectamente para la lectura de una colección de cuentos. El lector deberá de entrar a cada vagón para encontrarse con los personajes que lo habitan, así como para entender la unidad de un libro de esta naturaleza. A continuación hablaré de esos acoples (personajes, situaciones, espacios, entre otros aspectos generales) que unen el mecanismo ferroviario que hoy nos trae Carlos Velázquez.
Pareciera que la brevedad y la fluidez de cada relato se imponen como límites, muros donde han de acabarse esos mundos, por fortuna siempre hay una grieta por la cual se puede ver más lejos. A base de lo lacónico, de adjetivaciones escasas o, mejor dicho, precisas, se le hace honor al realismo sucio —subgénero en el que yo colocaría, entre otros, a este libro—. De El menonita zen sedesprende un universo únicamente digno para una urbe caótica, que apremia la inmediatez y las prisas, como lo es la Ciudad de México. No todos los relatos tienen por espacio la capital, pero hay que reconocer que solo ahí pueden nacer cierta clase de situaciones.
Esta ciudad, como un buen monstruo lovecraftiano, posee las bondades de la polifonía. Hay quienes, por medio de novelas, han dado vida a las múltiples voces de la Ciudad de México. Pero Carlos Velázquez toma un puñado de esas voces para echarlas como semillas a la tierra del cuento. Desde el subsuelo de la música brota un primer relato que germina solamente en este lugar donde hay gente para todo, quiero decir, que allá hay gente para abarrotar un concierto, sin importar cuál sea el género musical. Con esto en cuenta, entramos al primer vagón: “El fantasma de Coayaquistán”.
Encontraremos la historia del músico que se consagra tras el suicidio. Los protagonistas son dignos para esta situación: el suicida Alex Mazapunk; Clau, la fanática; y Sabino, un fotógrafo cubre conciertos, paseador de perros, catador de orines de lisiado y, en ocasiones, investigador de lo paranormal. La estirpe de este relato pertenece, en un inicio, a lo romanticón, luego se vuelca a lo cómico, a la crítica social, luego a lo paranormal. Extrañamente cierra de forma apacible. Sin embargo, todo esto es solo culpa de Alex Mazapunk, un espectro de pésimo humor con el que lector deberá lidiar.
A continuación entramos al vagón de la desgracia. La bendita desgracia nos da siempre de qué hablar. Una vez saliendo de punks suicidas y de maletas llenas de recuerdos de groupies, nos toparemos con lo siguiente: Rafael, un hombre ejemplar, tomará el oficio del payaso. Si la fórmula de Chéjov para el cuento perfecto es: “un hombre va al casino, se vuelve millonario, regresa a casa y se suicida”, Velázquez parece tomar la fórmula y replantear: “un hombre conoce al amor de su vida, no logra concebir y adopta el oficio del payaso”; a su vez, también toma el código. El relato habla de la humillación. En determinado momento parece reescribir en breve el mito bíblico de Caín y Abel, pero con más desgracia y más injusticia.
Los personajes son Rafael, Edgardo y Maru, un trío amoroso polémico que cuaja la humillación, en ocasiones lo aberrante. Realmente no puedo decir más sobre “El código del payaso”, tal vez porque me atrevería a cerrarlo como la historia de un Van Gogh moderno. Quizás, con desgracia lo digo, porque hay “[…] gente cuya felicidad se finca en la infelicidad de los demás” (p. 58), y ustedes, lectores, muy probablemente sean felices después de leer este cuento.
En los vagones de El menonita zen siempre cuelga una soga, por si se requiere el suicidio. Una de las formas más extravagantes para hacerlo es convertirse en director de una disquera independiente. Una vez más, la Ciudad de México se planta como el escenario adecuado, el espacio donde flota perfectamente el asunto del cuento “Discos Unidos S. A. de C. V.”.
En lo personal me agradaron las menciones de Steve Albini y de Jack Endino. Para un fanático de Nirvana y de las producciones del sello Sub-Pop, que se hizo notar en la década de los noventas, estos guiños resultan placenteros. Con estos evidentes casos del éxito gringo, el fracaso que se sugiere en “Discos unidos S. A. de C. V.” queda esclarecida. También nos deja una lección, por así decirlo, una que nos enseña que la muerte es un premio.
“Sci fi ranchera” es el texto que sale de la urbe capitalina y se plantea, como lo sugiere el título, en un espacio rural. La situación es la siguiente: marcianos contra rancheros. ¿Qué más podría enfadar a unos personajes cuasi-rulfianos que el hurto de una vaca, el patrimonio de muchos en las comunidades de provincia? Imagínense que a Serpentina, la vaca del cuento “Es que somos muy pobres”, de Rulfo, se la lleva un platillo volador y no las aguas de un río. Pues aquí el monstruo lovecraftiano se asienta en los cielos, se esconde tras luces y se viste con la ropa de los pobladores que cuidan por la noche a su ganado.
Últimamente he subido de peso y en lugar de lamentarme o correr directo al gimnasio, creo que me beneficiaría si viajara en el vagón de la protagonista de “La fitness montacerdos”. Este es uno de los pináculos en El menonita zen. El lector tendrá que lidiar con personajes por demás complejos, extravagantes, derruidos por la vida moderna. De entre todos los personajes de este libro, Kendra, la montacerdos, es la única que va a terapia, y eso que su situación es minúscula a comparación de las de los otros. Ella rompe todo canon estético de la belleza y es esto su mayor problema que, aunado al alcohol, no deja más que excelentes anécdotas.
“La fitness montacerdos” deja leerse como una Odisea, un largo viaje donde las latitudes acrecientan la calidad del relato. Al fin y al cabo, quien la pasará mal es la gente de gimnasio que, según Kendra: “Muy mamados muy mamados pero bien pinches nacos” (p. 143).
Alargué la lectura durante dos días porque creí que merecía tomarme el tiempo que suele requerir una novela. Para engañarme, hice una lectura lenta y sesuda. Pudieron ser más días, pero “Biografía de un hombre es su color de piel” se alza en lo que, a mi parecer, podría ser el mejor relato en este libro. En realidad todos son de gran estirpe, pero este me cautivó, pues soy fiel seguidor de la mundana vida de los músicos talentosos, adictos, incomprendidos, y, sobre todo, de los pactos fáusticos.
“La biografía de un hombre es su color de piel (La accidentada y prieta historia de Yoni Requesound)” tiene una estructura parecida a la de esos documentales que solían transmitir en VH1. Se retrataban el éxito, las caídas y la gloriosa resurrección de atormentados roqueros. En este vagón se viaja en compañía de los Requesounds y se observa al genio, Yoni Requesound, el que: “Se puso a practicar con el instrumento hasta dominarlo. En eso consiste el trato diabólico. En entregarte en cuerpo y espíritu para convertirte en artista” (p. 199). Este magnífico cuento habla de cómo el color de piel y la industria de la música desaparecieron a un hombre talentoso.
Llegamos a la parte final, a la locomotora donde, aunque el relato diga lo contrario, viajan el Pana y Boni, el menonita zen. Aquí encontramos la reescritura de un Siddartha Gautama menonita y bebedor de Tonayán. El texto se traslada de edificios abandonados, a colonias menonitas, a centros de yoga y meditación, a circos y a la frontera con los Estados Unidos. “El menonita zen” relata la iluminación del espíritu que Hermann Hesse hubiera querido plasmar en su Siddartha. Sobre todo, es el que jala toda esa maquinaria de cuentos que demuestran la gran calidad de Carlos Velázquez, un escritor capaz de entrelazar con humor la podredumbre humana y sus tragedias de una forma sublime.