A girl with kaleidoscope eyes
La cuestión de si el humano primitivo, aquel que poseía unas cuantas artes rudimentarias y una capacidad de lenguaje extremadamente imperfecta, merece o no ser llamado humano, debe depender de la definición que empleemos. En una serie de formas que han variado insensiblemente desde una criatura parecida a un simio hasta el hombre tal como existe ahora, sería imposible fijar un punto concreto en el que debería usarse el término humano.
Charles Darwin
The descent of man, and selection in relation to sex
Cargamos en los huesos el pasado del mundo. Azares de calcio se han jugado la fortuna a lo largo de nuestro linaje evolutivo para conseguir este esqueleto erguido que nos habita el interior del cuerpo, vestigio sólido de una historia lábil. ¿Qué es la osamenta sino la crónica de nuestra silueta, la explicación de nuestras honduras?
Donald Johanson, recién graduado como doctor por la Universidad de Chicago, se dedicaba a dar clases de antropología cuando decidió explorar los capítulos de la historia natural que devinieron en la hominización: el gradual y complejísimo proceso mediante el cual los primates desarrollaron características anatómicas similares a las de los humanos modernos. Siguiendo los pasos del geólogo Maurice Taieb, fue en 1974 cuando trasladó su trabajo a tierras etíopes, interesado en investigar el yacimiento arqueológico de Hadar. A Johanson lo acompañaba un joven aliado: Tom Gray, uno de sus alumnos más brillantes
Montado en un Land Rover, el profesor consagró sus mañanas a un mapeo cotidiano que tenía por fin encontrar, en medio de las capas de limolita y cantera volcánica, algún vestigio que embonara en su rompecabezas evolutivo. El 24 de noviembre, alto el sol, Gray había disuadido a Johanson de abandonar la redacción de sus informes para continuar buscando restos fosilizados en el yacimiento. Luego de una pesquisa infructuosa, el par se resignó a volver al Land Rover; mientras caminaban por un pequeño barranco, Johanson observó un brillo calcáreo al que no tardó en abalanzarse: se trataba del fósil de un cúbito proximal derecho, hueso que forma parte del antebrazo. Atónitos, sudorosos, febriles, los investigadores fueron encontrando costillas, un fémur, un hueso occipital, una pelvis y una mandíbula. Los retazos anticipaban la forma de un pequeño homínido. Una hembra.
Llegada la noche, el resto del equipo de antropólogos se reunió a celebrar el hallazgo de lo que, dos semanas más tarde, sería reconocido como el 40% de un esqueleto con más de tres millones de años de antigüedad. Entre las hurras y las palmadas en la espalda comenzaron a sonar unos versos de los Beatles:
Picture yourself in a boat on a river
With tangerine trees and marmalade skies
Somebody calls you, you answer quite slowly
A girl with kaleidoscope eyes
Cellophane flowers of yellow and green
Towering over your head
Look for the girl with the sun in her eyes
And she’s gone
Lucy in the sky with diamonds
Lucy in the sky with diamonds
Lucy in the sky with diamonds
La científica Pamela Alderman, cautivada por la conjunción del descubrimiento y de los acordes de la canción, propuso que la pequeña mujer, ejemplar del género Australopithecus, fuese bautizada como Lucy. A medio siglo de su descubrimiento, ella ocupa un sitio central en el panteón evolutivo de nuestro linaje.
La nuestra es una de las pocas especies que no resulta solo huesos apilados entre carne y tripas: también somos herramientas, ritos, cosmogonías. La estructura que nos compone va mucho más allá de la piel que nos recubre la conciencia. Acaso el momento decisivo de la historia fue el periodo opaco en el que ocurrió la transición del cuerpo hacia la cultura. ¿Qué accidentes, qué fortunas se traslaparon para dar origen a esta bestia civil que somos? Lucy, en su humilde silencio mineral, es uno de los componentes imprescindibles para responder tal pregunta.
Muchos de los animales que pueblan el mundo son arrojados —al salir del huevo o la matriz— hacia el menester de la supervivencia sin contar con mediaciones sociales. Aves, reptiles, bichos y ciertas bestias perpetúan sus genes sin la necesidad de una crianza minuciosa durante los primeros estadios de la vida. No el humano. Hombres y mujeres, para llegar a serlo, debemos pasar por los rituales de la infancia, moldeados en la complicidad del desarrollo social. En buena medida, los usos y costumbres empleados en el cuidado de la niñez temprana constituyen un asunto fisiológico. El cerebro humano, en contraposición al de los primates africanos contemporáneos, se caracteriza por poseer periodos de desarrollo cognitivo mucho más largos, los cuales se explican por dos factores: una tasa de crecimiento cerebral prolongada y una acumulación de experiencias postnatales que resultan decisivas en la formación de la arquitectura neuronal.
Philipp Gunz y Simon Neubauer, del Instituto Max Planck, llevaron a cabo en 2020 una investigación evolutiva con la que demostraron que los miembros del género Australopithecus —el mismo al que pertenece Lucy— contaban aún con un cerebro muy parecido morfológicamente al de los simios, pero distinto en un aspecto central: contaba, al igual que el nuestro, con un tiempo de desarrollo más largo. Acaso esta prolongación pudo haber devenido en la necesidad de una crianza más parsimoniosa y holgada: espacio fértil para el aprendizaje infantil. ¿Fue esta transición la que originó conductas sociales más complejas? ¿Fue la creación de lazos más diversos lo que reinventó los modos de ser de los homínidos venideros?
Algunos huesos, terminadas eras e iniciadas otras, resisten la erosión con implacable necedad. En estos testigos privilegiados hemos podido encontrar un compendio de indicios, pistas y señales que aguardaron con paciencia para develar su secreto anatómico. El silencio de Lucy no fue capaz de ocultar al más sorprendente de entre los mensajes de su cuerpo: la postura. Al equipo de Donald Johanson le bastaron unas cuantas jornadas de trabajo para notar, por los contornos y la ubicación de su pelvis, por la hechura de sus rodillas y tobillos, por la curvatura en su columna, que la pequeña homínida caminaba erguida, como nosotros.
¿Cuáles fueron las manías en las que dejamos de converger? Acaso ramas de árboles a las que nunca nos trepamos, herramientas que no volvimos a empuñar, aritméticas que terminaron por convertirse en obsoletas. Lucy, nuestra madre inmortal, halló la forma de dilatar sus menesterosos pasos desde el plioceno hasta nuestros días. Su vida estuvo llena de conductas que nunca atestiguaremos y que, acaso, podremos entrever apenas desde nuestra orilla del tiempo. Entrever, sí, desde sus ojos de caleidoscopio.