Tierra Adentro
Foto de Berenice Huerta

Jair Cortés nació en 1977, en Calpulalpan, Tlaxcala. Su obra poética ha sido influenciada por venas anímicas y geográficas: la paterna, correspondiente a la del Altiplano central de México, y la materna, en el espíritu de la Huasteca veracruzana, en la que comenzó su actividad literaria.

Autor de los libros A la luz de la sangre (feta, 1999), Caza (Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta 2006), Historia solar (Lunarena, 2015) y Laboratorio tropical (Premio Nacional de Poesía Clemencia Isaura 2016). Ahora que vuelvo a decir ahora: una reconciliación poética (Eternos Malabares-inba, 2013) reúne su obra poética publicada entre 1999 y 2013. Parte de su obra se ha traducido al náhuatl, maya yucateco, portugués, tzotzil, mayo, inglés, catalán, alemán, francés e italiano. Actualmente es columnista del suplemento cultural La Jornada Semanal del diario La Jornada.

En esta entrevista, Jair Cortés comparte una concentrada reflexión sobre su ejercicio de escritura y su concepción de la poesía.

En A la luz de la sangre te preguntas “¿Para quién escribo?/ Para la piedra. Para dejar que me escuche./ Para dejarme en ella”. Diecinueve años después de la publicación de ese primer libro, ¿qué responderías a esa pregunta?
A la luz de la sangre fue un libro que escribí para cuatro lectores específicos: mi madre, mi padre, mi hermana y mi hermano. Comencé a escribirlo cuando dejé mi casa en Tuxpan, Veracruz, y me fui a Tlaxcala a estudiar la licenciatura en literatura. Yo quería que mi primer libro fuese un homenaje a ellos, al amor que nos tenemos. El tiempo, las circunstancias terribles en las que México se ha visto envuelto en los últimos años y las búsquedas de cada uno, nos han situado en países diferentes. Después de A la luz de la sangre comencé a percibir que la figura del lector variaba según la circunstancia que provocaba el poema, pero también me percaté de que pensar constantemente en el lector resulta enfermizo, y a veces hasta nocivo, aunque es casi imposible no hacerlo —recordemos aquellos versos de Baudelaire: “Hipócrita lector, mi semejante, ¡mi hermano!”—, pero cuando por instantes su presencia desaparece, también se alcanza cierto éxtasis, porque estás tan metido en tu propia escritura, tan adentro del poema, que todo lo demás se disipa, y es como si alcanzaras un estado de soledad absoluta, una especie de totalidad del presente.

¿Cómo llegaste a la poesía y qué te interesó de ella?
Como lector llegué a la poesía cuando era un niño. Antes de entrar a esa terrible —y divertidísima— penitenciaria llamada escuela, mis padres ya me habían enseñado a leer y a escribir. En mi casa había una pequeña pero nutrida biblioteca que abarcaba temas tan variados que iban desde las matemáticas hasta diccionarios médicos, pasando por estudios esotéricos y literatura, mucha literatura. Los primeros poemas que leí eran de sor Juana Inés de la Cruz y de Amado Nervo. Pero de niño no distinguía entre géneros, y lo mismo que me fascinaba en la poesía me atraía en la novela o en el cuento: sentir cómo, por medio de las palabras, se revelaba un mundo maravilloso, ya fuera desde lo cotidiano o lo extraordinario.

Como autor, el acercamiento a la poesía fue muy diferente, fue más una irrupción que algo previsible. Era junio, y mi mamá estaba cocinando agobiada por el tremendo calor veraniego de la huasteca veracruzana, salí de casa y me subí al coche de mi papá —llevando conmigo una libreta que él me había regalado—, y de pronto me sentí poseído por una irrefrenable necesidad de escribir, y entonces comencé, sin detenerme siquiera para releer, un poema de diez páginas cuyo tema era simple: un hombre que sueña ser lobo, que a su vez sueña ser hombre, y destruye todo lo que le rodea. Eufórico por haber escrito mi “primer poema”, corrí a leérselo a mi mamá —pero antes cubrí mi libreta con otro libro para que pareciera que el poema estaba en un libro ya publicado—, y le dije: “te voy a leer un poema y me dices qué te parece”. Se lo leí completo, y una vez que terminé, me dijo que la había conmovido mucho y que la forma en la que planteaba el sueño dentro de otro sueño la había emocionado. Me preguntó de quién era y yo le dije que mío, ella no podría creerlo hasta que le mostré la libretita con los versos recién escritos, ella se emocionó aún más y me dijo que era maravilloso que lo hubiera escrito yo, y celebró con tal emoción mi primer poema que creo que eso definió en mí el grado de confianza que siempre he tenido frente a las cosas que hago y escribo. Fue justo a partir de ese momento que supe que sería poeta.

Hasta ahí la anécdota, pero ésta sólo responde a cómo fue qué escribí mi primer poema, y no por qué elegí la poesía o, mejor dicho, por qué la poesía habría de elegirme. Con frecuencia me preguntaba por qué, sinceramente, había elegido ser poeta si durante mi infancia y adolescencia había demostrado ser bueno en muchas cosas que, hasta el día de hoy, me apasionan —como el dibujo o la ciencia—, y aunque elaboraba serias y meditadas respuestas ninguna me convencía del todo. Fue hasta hace seis años, cuando leí un ensayo de Roberto Calasso, que tuve la impresión de haber encontrado la respuesta en un pasaje de mi vida que me había sucedido unas semanas antes de sentirme poseído por la poesía: yo solía nadar en las aguas del río Tuxpan todas las tardes, y un día, al llegar a casa comencé a tener fiebre y mi piel comenzó a enrojecerse y llenarse de pequeñas ámpulas. Esta “reacción” se repitió varias veces hasta que me llevaron con un médico que determinó una posible alergia al agua del río. Cuando me dijo que probablemente no podría volver a nadar sentí que algo en mí se apagaba. Triste y desconsolado, suspendí la natación un par de semanas, mismas en las que padecí unas terribles fiebres acompañadas de pesadillas. Uno de esos días visitamos a mis abuelos maternos que vivían en Potrero del llano, un pueblo petrolero de la Huasteca veracruzana. Al contarles lo sucedido, mi abuela me dijo que me habían raptado las Tepas, espíritus femeninos que vivían en el agua y que me volverían loco. Ella y mi abuelo se ofrecieron a hacerme una “limpia” para que las Tepas me permitieran volver a nadar en el río. Por supuesto que, en aquel entonces, yo no creía en nada de eso y sólo accedí por mero cariño. Después de experimentar el ritual —mezcla de santería con rezos católicos) y pasar un par de días durmiendo, volvimos a Tuxpan, y lo primero que hice fue nadar en su río. Y nada volvió a sucederme, salvo que, unos días después, escribí mi primer poema.

El ensayo de Calasso que mencioné se titula “La locura que viene de las ninfas”, y habla sobre cómo Apolo mata a la ninfa Telfusa y se apropia de su culto. En ese ensayo, entre otras cosas, Calasso cita a Festo: “Por antigua tradición se dice que quienes vean una aparición emerger de una fuente, o sea, la imagen de una ninfa, deliran; los griegos los definen nympholeptous mientras que los latinos los llaman lymphaticos”. Y adelante, Calasso detalla: “El delirio suscitado por las ninfas nace entonces del agua y de un cuerpo que emerge de ella, así como la imagen mental que aflora del continuo de la conciencia […]”. El ensayo de Calasso concluye que quien es poseído por las ninfas se vuelve loco o se convierte en poeta, y quien delira (el nymphólēptoi) sólo podrá curar ese delirio por medio de la poesía. Leer ese ensayo me hizo atar los cabos sueltos de mi propia historia y de mi iniciación como poeta. Hasta hace unos años yo había atribuido al azar mi inclinación por la poesía pero en realidad habían sido fuerzas de origen sobrenatural las que habían intervenido. Lo asombroso del asunto es cómo ese conocimiento clásico tenía su equivalente en la mitología del Golfo de México, una mitología alimentada por lo africano y caribeño y que mis abuelos conocían muy bien.

¿Cuál fue el procedimiento en términos poéticos, creativos, para explorar tu propia historia familiar por medio de la escritura poética?
Había dos formas de escribir sobre mi familia: abordar, por ejemplo, el arquetipo del padre y adaptarlo a mi propio padre, o hacer de mi padre un arquetipo; opté por lo segundo, pero lo hice de manera intuitiva, de esta forma fundé también una mitología personal que sigue presentándose y desarrollándose en mi poesía, aunque de formas diferentes a las iniciales y a veces de maneras muy sutiles, casi cifradas.

¿Cómo te relacionas con la tradición?
A propósito del tema, hay un ensayo maravilloso que escribió T. S. Eliot titulado “La tradición y el talento individual”, en el que dice que no sólo las mejores partes [de la obra de un poeta] sino las de mayor individualidad de su obra quizá sean aquéllas en las que los poetas desaparecidos, sus antecesores, reafirman su inmortalidad con mayor vigor. Y con esto no me refiero a la etapa impresionable de su adolescencia sino a la de su plena madurez. Por eso creo que la tradición es el diálogo que se suscita entre todas las obras de arte existentes a lo largo de la historia, ese diálogo está aconteciendo todo el tiempo, y antes de hablar, uno debe escuchar con atención lo que se dice. La relación que establecemos con la tradición va a definir, paradójicamente, nuestro grado de libertad creativa, cuanto más conozcamos nuestra tradición mayor será nuestra libertad porque podremos tender lazos de manera consciente y dirigida con todas las obras de arte. Autores como Charles Bukowski, que la gente suele señalar —erróneamente— como un poeta distante de la tradición, conocen la importancia de este diálogo. Él escribió un famoso poema que se titula “A la puta que se llevó mis poemas”, que tiene su antecedente ¡nada más y nada menos que dos mil años atrás!, en el poema conocido como “Devuélveme mis escritos”, de Cayo Valerio Catulo, en el que podemos leer: “¡Acudan, endecasílabos, todos,/ de todas partes, acudan todos!/ Una desvergonzada puta me toma por loco/ y dice que no me devolverá mis escritos. Si no les parece mal,/ persigámosla y exijamos que los devuelva […]”. Este ejemplo ilustra claramente mi idea respecto a la tradición.

En una entrevista anterior, Balam Rodrigo me decía que como poeta uno tiene parentela más allá de lo sanguíneo. Para ti, ¿quiénes son tus parientes poéticos?
Tomo por pariente a casi todo aquel que encuentre en la poesía una forma de vivir en el mundo. Como en toda familia, algunos son primos lejanos y otros hermanos o padres. Hay figuras que fulguran más que otras para cada quien: Catulo, Arthur Rimbaud, Anne Sexton, sor Juana Inés de la Cruz…

El rastro de un escritor tal vez se encuentre en buena medida en sus lecturas. Entre los autores con los que te encontraste más identificado y los más disímiles a tu poética, ¿cuáles fueron los que más influyeron en tu escritura y cómo?
Siempre he creído que la verdadera influencia que un autor ejerce sobre otro es hacerlo hablar con su voz propia más allá de los rasgos estéticos que puedan compartir. De esa forma, poetas que parecerían distantes entre sí, en realidad están más cercanos de lo que aparentan, porque no es cierto parecido formal lo que los relaciona sino la motivación, el impulso vital que hace brotar el lenguaje y esa forma específica de expresarse. Algunos de esos poetas, en mi caso particular son —además de los que he mencionado como parientes poéticos—: Safo, Charles Baudelaire, Emily Dickinson, José Carlos Becerra, Jaime Reyes, Ramón López Velarde, Blanca Varela, T. S. Eliot, Catulo, John Donne, Oliverio Girondo, y los autores anónimos que escribieron los libros fundacionales y religiosos de diversas culturas, entre otros. Algunas veces no es la obra de arte sino la actitud frente a ella la que determina una influencia. Así, me he sentido influenciado también por Duchamp, Wolfgang Paalen, Chet Baker o Manu Chao.

Hablando de ese fundamento de identificación, ¿cómo opera la relación entre el yo y el nosotros en la poesía?
Hay una tensión todo el tiempo entre el yo y el nosotros, cuando uno es consciente de esa tensión entonces hay una comunión entre ambos elementos. El poema fomenta la tensión y otras veces la relaja, hay ocasiones en las que (Yo) escribo para tener la última palabra, y otras en las que un Nosotros se desborda por encima del diálogo y asume una identidad colectiva.

En tu libro Caza escribiste: “¿Todo empieza con el padre?/ y la música ¿en dónde empieza?”. Actualmente, a partir de tu experiencia en la escritura poética, ¿te inclinarías por buscar las respuestas, o es más importante para ti la idea de que la poesía no da respuestas sino interrogantes?
El poema, aunque sea pregunta, ya es una respuesta. Existe, apareció de una duda o de una certeza. La angustia ante el silencio, la pregunta sin respuesta, la asfixia de la página en blanco, todo ello se mitiga cuando el poema emerge y se presenta, latiendo, recién venido al mundo, diciendo “algo” que debemos aprender a interpretar, aunque se formule como otro cuestionamiento.

Comentando tu obra, el poeta y ensayista Marco Antonio Murillo señala dos momentos: uno que va desde A la luz de la sangre hasta La canción de los que empiezan, preocupado por una poesía clara, musical; y un segundo, que se manifiesta desde el poema “Enfermedad de talking”, pasando por “Historia solar” y “Laboratorio tropical”, más concentrado en explotar los límites entre la sonoridad, la textura de las palabras, y su significado, una “alquimia de las palabras”, además del empleo de otros materiales para explorar temáticas específicas, como manuales y cuadernos de expedición en el caso de tus últimos dos libros. ¿Qué tan de acuerdo estás con esta lectura y qué determinó ese salto estilístico entre un momento y otro?
Poder dialogar con un poeta como Marco Antonio Murillo es una experiencia que enriquece el ejercicio reflexivo. A su pasión poética se le suma una pasión crítica que descubre zonas poco exploradas en la obra de muchos poetas que hemos leído. Efectivamente, “Enfermedad de talking” es un antes y después en mi poética. Dicho sea de paso, ese poema ha provocado diversas reacciones entre lectores y poetas, ha sido incluido en varias antologías y traducido a diversas lenguas —incluyendo algunas originarias de México, como el náhuatl, tzotzil y maya yucateco, entre otras— e incluso a un género como el ensayo, como el que hizo Berenice Huerta.

Cuando leí que Heidegger hablaba de la poesía como un “desocultamiento” de la realidad, me pregunté si también podría ocurrir lo contrario en términos poéticos, y eso quise hacer en “Enfermedad de talking”, ocultar el mundo y desestabilizar al lector entrecruzando retazos de realidades diferentes. Eso puede explicar que el poema tenga sus detractores y defensores. Después de haberlo escrito sentí una libertad nunca antes experimentada y es por ello que comencé a tender puentes con otras áreas que frecuenté en mi infancia, como la electrónica y la física, en Historia solar, y los manuales y bitácoras de exploradores, en Laboratorio tropical. Esta fase de mi vida y trabajo creativo puede explicar su motivación en aquello que dijo Lezama Lima: “Es posible porque es imposible”.

Después de “Enfermedad de talking”, entendí que la poesía es una energía que no se limita a retratar la realidad, porque extrae de ésta su substancia pero también le inyecta una carga que la modifica; la realidad que uno vive, si la vive desde la poesía, siempre será en estos términos: la historia personal deja de ser un recuento de sucesos personales y se convierte en una leyenda, en mito, en reinterpretación del pasado y del futuro, y con cada poema todo el conjunto se reescribe.

Además de un medio para revisitar la historia personal, la poesía también sirve para poner en crisis lo que supuestamente ya se conoce, la aparente realidad inmediata del entorno. ¿Cuál es tu experiencia en este sentido?
Vivir en México, en estos tiempos, resulta aterrorizante. La guerra que nunca terminó de declararse se institucionalizó como una forma de gobierno. Y ese horror, ese miedo, esa sangre también nutren nuestra literatura. Muchas veces al tratar de explicarme lo que pasa en México sólo me vienen a la mente esos versos de Robert Lowell: “si vemos una luz al final del túnel/ es la luz de otro tren que se aproxima”. Y a pesar de todo esto, me considero un hombre que cree en la esperanza, en el amor, en la poesía, en la imaginación capaz de inventar mundos nuevos sobre las ruinas de esto que nos dejaron la ambición y el hambre de poder. Por eso Bere, mi esposa, y yo decidimos vivir en lo que muchos llaman el sureste y otros el Caribe y que es, en realidad, un centro geográfico de “algo” milenario y vivo como la civilización maya. Aquí en Bacalar, en Quintana Roo, a unos kilómetros de Belice, puedes convivir con todas las culturas del mundo: lo mismo escuchas una conversación en creole que en alemán o maya yucateco, en este lugar puedes intercambiar ideas con un sinfín de artistas procedentes de diversos continentes. Aquí podemos recomenzar de nuevo lo que la realidad nos arrancó de tajo en el altiplano con su despiadada violencia.

A más de veinte años de haber comenzado a escribir poesía, ¿qué has encontrado? ¿Cómo divisas tus primeras intuiciones y certezas con respecto a la poesía hasta hoy?
He aprendido, entre otras cosas, a diferenciar el mundo de la poesía del mundo literario. El mundo de la poesía es el mundo de lo sagrado, de lo mítico, de lo sobrenatural, que nutre incluso lo que pensamos cotidiano y común, mientras que gran parte del mundo literario se parece más a un partido político que a una comunidad consciente del dolor humano. Aprendí, también, que la poesía es una segunda oportunidad, y que en esa segunda oportunidad puedo defender aquello en lo que creo, siendo yo mismo en mis palabras, siendo yo mismo mis palabras.