Rius, cocainómanos divorciados y la señora presidenta
A la una de la tarde ya se me hace tarde para llegar al Canal Once, pero todavía no tanto como para realmente alarmarme: puedo comprar un agua mineral en el oxxo de la esquina de mi calle. Ya entonces domina el paisaje el mandil rojo del taquero del puesto emplazado frente a la entrada, que no sé para entonces cuántas horas lleva despachando. El otro día lo vi recostarse en la tipificada pared gris de la tienda regiomontana, reventado de un sueño que trataba de aplacar a discreción. Entonces solo había un cliente; fortuna. La circunstancia relajada le permitió encargarle la responsabilidad unos minutos a ese comensal, en lo que se desvanecía dentro del complejo comercial que instalaron hace unos años en lo que fue durante mucho tiempo un lote subutilizado de los modestos empresarios multimillonarios Hermanos Vázquez.
Reventado de sueño, eligió abandonarlo todo por unos minutos, confiar a ciegas en su único cliente y desaparecer, probablemente en busca de algún estimulante.
1.
Nueve años antes, ya entrada la tarde, Hillary Clinton tuiteó de repente una fotografía suya abrazando a una niña, acompañada de un texto ambiguo que apestaba a resignación. Ellos saben, soltó en la redacción Édgar Cera, docente de la UNAM y coeditor en la sección Nacional del periódico Reforma.
Comenzaban las especulaciones de derrumbe de la ruta demócrata rumbo a la Casa Blanca incluso en el gabinete federal mexicano, entonces un poco más monigote, más indigno de confianza: las criaturas del Partido Revolucionario Institucional (PRI) habían vuelto a Los Pinos mediante el apuntalamiento de una figura de cera y de televisión que en todas sus esferas públicas se mostraba guionado y a quien la prensa debía tratar con excesiva diligencia —de otro modo, resultaría excesivamente sencillo deshilachar la marioneta.
Claudia Ruiz Massieu, entonces titular de la Secretaría de Relaciones Exteriores, conforme se desarrollaba aquel martes 8 de noviembre de 2016 en Estados Unidos, convocó a un monitoreo de la situación, en diálogo con la embajada mexicana y los consulados en el vecino más incómodo desde el siglo XIX y lo que se acumule.
Antes de la fotografía de Clinton flotaba una especie de pacto colectivo de interpretación de la realidad que decretaba inconcebible una victoria popular de Donald Trump. Fue, por ejemplo, precisamente contra lo que se inconformó el documentalista Michael Moore desde su cuenta de Facebook aquella noche, cuando llamó a subrayar que el millonario había ganado las elecciones según los puntajes del Colegio Electoral, pero que la mayoría concreta, numérica, sufragó en favor de la candidata del Partido Demócrata. Fue ese mismo, también, el sentido del ejercicio editorial del New York Times, que vendió la piel antes de matar al oso y formó una portada con Clinton como ganadora. La primera mujer presidenta de los Estados Unidos. Madam president, rezaba la cabeza a ocho columnas que devino ficción, literatura ucrónica.
Desde la redacción del Reforma, la que se presupuestaba como una jornada difícil terminó por reventar expectativas y volverse incomodísima. Todos los periodistas saben que cerrar edición es una alquimia que se perfila sobre la medianoche. Saben también que es moneda corriente en el diarismo encarar los bomberazos: esos impactos de la realidad que obligan a reformular el camino andado y comenzar a trabajar en la elaboración desde abajo, desde varias páginas inesperadas, a las horas en que los hechos se aventuran a ocurrir. Arrugas del oficio y una pasión malsana.
Pero hasta en los más flexibles presupuestos gruñen los accidentes. Sería lindo escribir una historia de los hechos que, por la hora liminar en que ocurrieron, no alcanzaron a asomar en las portadas de los impresos. Es, por ejemplo, el caso de la fuga del Chapo en 2015, ocurrida sobre el fin de semana y ya entrada la noche, quién sabe si a la manera de un pacto entre la Secretaría de Gobernación y la cultura mediática para amasar lo que se conoce como madruguete noticioso. Quién sabe, insisto. Algo de todo eso, como quiera, fue agrietando la simulación en la conciencia colectiva: la marioneta se venía deshilachando.
Fue el caso, también, del fallecimiento de Jorge Mario Bergoglio, reportado hacia las dos de la mañana mexicanas del 21 de abril. Felizmente, las rotativas ya rotaban para entonces, las ediciones se habían mandado a imprenta y el vicario de Cristo aprendió a esperar.
2.
Pero aquel martes de noviembre de 2016 la aparición de la fotografía de Hillary entraba en el margen razonable de activar la obligación de modificarlo todo. A mí me tocaba la edición digital; tuve que montar el mapa informativo con que los lectores amanecerían al día siguiente para comenzar, con el sol, a aterrizar sus pulsiones, temores, incertezas. Traía el cierre, decíamos.
Además de la consolidación de un autoritarismo explícito en esa nación que opera como una empresa y un entramado militar, entonces lo más claro era que volveríamos tarde a casa. Tan tarde que comienza a ser temprano.
3.
Hay un cartón de Rius muy bello que muestra a dos sujetos con calzón de manta y sendos cuencos, y que de repente se interrogan.
“—¿Nos dedicamos al trago o al periodismo?
—¿Pos qué no es lo mismo?”
Reporteros, editores, correctores, diseñadores, ilustradores, tuiteros, vigilantes, transportistas, habitan una ausencia común que los convida al mismo entretenimiento desesperado de madrugada, que los orilla a las mismas técnicas arcaicas del éxtasis.
Eso explica oficios como el de la mítica cantina El Oso, ubicada en torno a la histórica esquina de la información y cuya virtud son sus servicios trasnochados que se decantan por las amargas, las muertas, las heladas y las espumosas, entre paralelos por taco. Al encierro emocional de la rutina a deshoras y a su frustración implícita, a la molestia innegable de deshacer lo andado para formar la página cuando ya es tarde, lo bendicen los bautizos del alcohol, que ensaya la distensión, las necesidades del baile desesperado sobre las cuatro de la mañana, los ruegos por desanudar la fatiga entre los cómplices que por su destino compartido dejaron de ver los golpes del sol sobre la explanada del Palacio de Bellas Artes en los atardeceres distraídos de los domingos, encerrados entre las teclas de las redacciones. Ritos de los animales linotipistas, a los que Borges les ofrendó un verso: “El tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada”.
4.
La noticia no descansa, hay quien dice. Los riñones tampoco.
Ese editor, rumoran, es cocainómano y suma su tercer divorcio.
A aquella editora de la agencia de noticias le arrebató la vida un accidente en los taxis colectivos que reparten a los empleados de madrugada. En 2017 terminó todo en Periférico Poniente.
A ese fotógrafo, espectacular, lo hicieron desistirse de recoger un reconocimiento porque la empresa arguyó su derecho a la impersonalidad estratégica, sin tomar en cuenta las resonancias profesionales que podrían convenirle a su empleado. No será hasta que se vaya del diario —órgano de comunicación del empresariado de Monterrey— cuando sienta licencia para denunciar los hechos y se atreva a moverse de otra forma, mientras su cámara sigue registrando el pulso del mundo. Una de sus más bellas fotografías será la de Sebastiao Salgado inaugurando su exposición sobre el Amazonas en el Museo de Antropología: conocedor del gremio, el artista convoca a que sus colegas, por una vez, sean la imagen y lo arropen y se arropen en una conciencia de mirar la víbora por detrás.
A aquella reportera de cultura la incluirán en el paquete masivo de despidos de aquel ayer —una empresa en una constante angostura para que el dueño siga aterrizando en los helipuertos de las sedes de su diario emplazadas en Monterrey, Guadalajara y la Ciudad de México: pensador estratégico— porque su contrato ya reluce ventajas históricas de las que han logrado desproveer a las generaciones más recientemente incorporadas, y entonces los derechos laborales de los veteranos han comenzado a estimarse en reuniones de mandos como cargas presupuestales susceptibles de recorte, no obstante que Office Depot paga millones por sus planas de publicidad. O Samsung. O Telcel. O el gobierno del Estado de México. O el gobierno federal.
Las noticias no descansan. Los riñones tampoco. Y los dueños del juego todavía menos.
5.
Aunque para entonces ya conozco algunos de los rudimentos del gremio, ese martes de noviembre de 2016 no nada más me tensan las obligaciones editoriales, sino que comparto con el mundo la incomodidad de una garganta atravesada por una pera de metal: sobreviene la era de Trump. Los muchachos de la portada todavía se quedan frente a las computadoras, me les despido y coincido con César en que todo podía pasar, y pasó. Nos falló el entusiasmo de Michael Moore: Estados Unidos se mueve a una velocidad que, pese a las históricas evidencias patentes, no queríamos notar. Me voy a casa encorbatado, requisito de la oficina.
Nueve años después tengo que nivelarme con los taxis pirata del metro Lomas Estrella —la desplomada línea dorada— para alcanzar mi rincón en Coapa de regreso de San Cosme y de la televisión politécnica. A estas horas aquí ya no hay regularidades para la movilidad, así que me restan las opciones informales. Para despistar —ciudad es suspicacia— y no bajarme de los automóviles en la mera puerta de mi casa, uso como referencia el oxxo de la esquina. Pasa de la medianoche, la tienda ya cerró su puerta para despachar únicamente por la ventanilla y el mandil rojo del taquero sigue operante a la vista; todo parece proyectar que le funcionó el estimulante. Está lavando sus chunches, al menos.
Hemos devenido costumbre del otro y me saluda:
—¡Chino!