Prisioneros voluntarios
El ejercicio de la arquitectura como un trabajo profesional cobra un papel cada vez más indescifrable. Los despachos con malas condiciones laborales que obligan a sus empleados a realizar proyectos pensados desde la artificialidad son, ahora, anticuados. En este reportaje, Carlos Ortega investiga los humores que rigen a una profesión que pelea por su credibilidad.
Para su tesis de la Architectural Association, el arquitecto holandés Rem Koolhaas presentó en 1972 Exodus, o Los prisioneros voluntarios de la arquitectura. Periodista vuelto arquitecto, Koolhaas exhibía mediante dibujos y textos una especie de ficción arquitectónica en la que habitantes de una versión «berlinizada» de Londres renunciaban a su libertad a fin de ceder ante un esquema de control idealista en el que
Los habitantes de esta arquitectura, esos lo suficientemente fuertes para amarla, se convertirían en sus prisioneros voluntarios, estáticos en la libertad de sus confines arquitectónicos.
Al contrario de la arquitectura del movimiento moderno, y sus desesperados renacimientos, esta nueva arquitectura no es autoritaria, ni histérica. Es la ciencia hedonista de diseñar instalaciones colectivas que satisfagan completamente deseos individuales.
Desde fuera, esta arquitectura es una secuencia de monumentos serenos; la vida interna produce un continuo estado de frenesí ornamental y delirio decorativo, completado con una sobredosis de símbolos.
Detallando los recovecos y las instituciones que regían a este mundo inventado, Koolhaas aludía al embelesamiento al que había contribuido la arquitectura occidental, a costa de cierto grado de enajenación entre sus practicantes y aficionados: «Esta será una arquitectura que genere a sus propios sucesores, y milagrosamente curará a los arquitectos de su masoquismo y del odio a sí mismos».
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La labor de un arquitecto suele ser un intenso híbrido de informalidad y esoterismo profesionalizado. Se justifica a sí misma mediante el apoyo de la fenomenología y la filosofía contemporánea; sin embargo, lo cierto es que el trabajo de los arquitectos se rige totalmente por el mercado que ocasiona especulación y desastres financieros.
Una de las primeras cosas que salta al hablar de arquitectura nacional es que, mientras que en otros países se trata de un oficio altamente colegiado, en México su ejercicio no requiere, por ejemplo, de los rigurosos exámenes de barras de arquitectos como en Estados Unidos, o las distintas certificaciones en Reino Unido, con las cuales uno debe demostrar sus conocimientos en la vigencia de los reglamentos de construcción. En estos lugares, el oficio se asemeja más a los procesos de estudios de médicos o abogados donde un título universitario (undergraduate) no basta para ejercer la carrera como profesionista, sino que se requiere de una actualización constante. Aunque sí existe una Federación de Colegios de Arquitectos de la República Mexicana (FCARM), y es verdad que para ser director responsable de obra es necesario colegiarse y aprobar una serie de pruebas que lo certifiquen[1], en la «realidad constructiva» del país impera una informalidad que cuenta con una explicación histórica.
Mathias Goeritz, junto con un diverso grupo de artistas y arquitectos, acuñaron el término «arquitectura emocional», que se refiere a una manera de proyectar desde las entrañas, adornando con la prosa más florida todo lo que aluda a lo poético que pueda resultar la combinación de un muro y un jardín. Este concepto ha sido referenciado hasta el hartazgo en mucha de la obra nacional de las últimas cinco décadas.
Por otra parte, en una mítica carta escrita en 1940 por Luis Barragán, pilar eterno de la arquitectura nacional, el ingeniero anunciaba a sus clientes y amigos que se despedía de todos aquellos proyectos que no estuvieran bajo su control total. El documento suponía un cisma con la arquitectura servil e iniciaría un impulso de concebir el estudio o taller de arquitectura mexicano no como algo únicamente mercantil, sino con un enfoque, más despilfarrador de espacio y recursos, pero sustentado en ideas humanistas.
Al mismo tiempo que el mantra de lo «emocional» en la arquitectura ha sustentado obra como la de Luis Barragán, esa misma postura puede desencadenar imprecisiones en el aspecto constructivo, y privilegiar actitudes caprichosas ante el diseño de espacios, convirtiendo a la profesión en un asunto, a veces, altamente informal.
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Esta informalidad no ha sido necesariamente maligna; más bien ha provocado fenómenos interesantes en las dinámicas de trabajo de algunos despachos. Las firmas de arquitectura que transversan entre lo artístico y lo operativo suelen adoptar posturas innovadoras.
El caso de Frida Escobedo, arquitecta reconocida por su labor en revitalizar La Tallera de Siqueiros en Morelos, ejemplifica un modelo de despacho de arquitectura que procura balancear su expresividad plástica con solvencia económica. Explicando las particularidades de su taller, la arquitecta comenta: «mi oficina está dentro de la escala de las oficinas pequeñas, en las que la rotación de colaboradores es alta. Esto es consecuencia de que los trabajos que ofrecen más prestaciones y sueldos mayores son las constructoras grandes o los despachos de otra escala».
Según la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo que INEGI realiza cada trimestre en el país, el sueldo mensual promedio de un egresado de arquitectura, sin importar su edad, es de casi trece mil pesos mensuales. Si este monto es mayor o menor, depende del tipo de despacho en que trabaje, como menciona Escobedo. Muchas de las firmas del país se dedican a un tipo de construcción altamente operativa: es decir, la construcción de torres de oficinas, departamentos o casas de aspecto anónimo, cuyo funcionamiento da prioridad a la oferta y la demanda, haciendo a un lado aspectos de confort. Podría decirse que este tipo de obras son a las que Barragán renunciaba en 1940, pero que al estandarizar sus procesos, se han convertido en empresas mejor consolidadas con el paso de los años que las que aspiran a cierta credibilidad artística.
Con obras de poco desplante, salvo el caso de La Tallera, Escobedo ha logrado cobrar visibilidad internacional, con un esquema empresarial distinto al de la media: «Tengo claro que lo que ofrece mi oficina no es estabilidad financiera, pero eso sigue la lógica económica que nos rige a todos los arquitectos. Las libertades van acompañadas de limitaciones de otro tipo. En este caso, la libertad creativa significa que la cantidad, escala y tipo de proyecto es fluctuante y, por lo tanto, me ha hecho entender a la oficina como algo que tiene necesariamente que adaptarse a esos cambios».
La jerarquía con la que suele operar un despacho tradicional consiste en un arquitecto titular, le siguen arquitectos asociados, jefes de proyecto, dibujantes y pasantes. En el caso de estos despachos, la repartición de roles es más difusa, continúa Escobedo: «La distribución de la oficina habla mucho de cómo funcionamos, aunque no necesariamente estuvo planeado así. Yo no tengo un escritorio o un espacio privado. Y los chavos no se sientan con un orden jerárquico especial. Son dos mesas largas que se “habitan” según se distribuyan los proyectos. A veces estamos amontonados en una y la otra está llena de papeles y maquetas porque nos funciona más estar viendo las pantallas de unos y otros, con los croquis en una sola mesa. Todos aportamos en las primeras sesiones de trabajo para las propuestas conceptuales. Hay mucha solidaridad entre ellos, me ha tocado que unos tenemos entrega y llega alguien más para ayudarnos sin que yo se lo pida».
De manera inversa a como suelen abordar las grandes firmas los horarios laborales, César Guerrero, socio del estudio regiomontano S-AR, autores de obras de alta manufactura, explica la dinámica de su despacho: «Trabajamos medio día. Actualmente de 3:30 a 7:30 pm. En parte porque así podemos estar con nuestra familia, dedicarle tiempo a los hijos, sobre todo. Pero también creemos que eso relaja bastante a nuestros colaboradores».
Además de los dos socios principales, la oficina se complementa con cuatro colaboradores. «Con todos hablamos sobre cómo vemos este estilo de vida, de lo que nos importa y lo que no, de cuáles son las prioridades que tenemos tanto como arquitectos y como personas. Pensamos que aquí el ambiente es bueno, personal, relajado pero muy serio. Normalmente nuestra fechas de entrega son amplias y controlamos eso para que no se tenga que trabajar con apuros o prisas. No nos interesa eso. Tampoco a nadie se le pide que trabaje más tiempo del que estamos en la oficina, al contrario: somos flexibles con los viajes o compromisos de nuestros colaboradores. Creemos que harán mejor sus proyectos mientras más a gusto estén. Todo es cosa de que la planeación laboral te dé márgenes para poder visualizar las etapas de los proyectos lo mejor posible. Con colaboradores anteriores tratamos de seguir en contacto aunque no siempre se puede pues muchos se van a otras partes, pero varios nos visitan cuando vuelven a Monterrey. Creo que eso es una buena señal de que seguimos teniendo intereses similares y que el paso por aquí los marcó. Entendemos que esto pase, todos nuestros colaboradores son jóvenes y la naturaleza es buscar, conocer y viajar. Eso mismo lo hicimos nosotros y siempre lo recomendamos. Nos gusta pensar que el taller también genera arquitectos para el futuro. Sabemos que la condición del medio tiempo es compleja monetariamente para algunos de nuestros colaboradores, pero es lo que podemos ofrecer en estos momentos, por el tipo de proyectos que estamos haciendo y porque tampoco seguimos una regla externa o lo que dicte el mercado laboral».
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Una anécdota cuenta que en una visita a su estudio, Barragán recomendaba a un grupo de jóvenes que no hicieran lo que él hizo, sino que vieran lo que él vio. Con la decisión de reemplazar lo aspiracional por lo espiritual, Barragán se permitía producir la obra por la que es recordado. Pero para que esa faceta existiera, era necesario encontrarle un financiamiento.
Sobre este aspecto, Frida Escobedo opina: «hay que entender el éxito de otra manera. Si el éxito sólo significa crecer, entonces estaría fallando. Ya no me preocupa tener una oficina que se expanda y se contraiga según las necesidades. Lo que me interesa es que la gente que colabore conmigo tenga el mismo entusiasmo que yo por lo que estamos haciendo». Creo que en el fondo, todos los que pasan por aquí sienten que, además de trabajar juntos, compartimos ideas. Podría decir que todos los chicos que pasaron por aquí en algún momento vienen y comparten lo que hacen actualmente, los concursos a los que están aplicando, etcétera. Para mí, eso es tener una relación laboral exitosa: poder seguir aportando y que lo hagan sin tener un contrato laboral de por medio».
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María Suter, arquitecta de veintisiete años, trabajó como dibujante en el Taller de Arquitectura de Gabriela Carrillo y Mauricio Rocha en 2012, otro de los despachos que se adscriben a una manera más artesanal de abordar la práctica de arquitectura. Sobre su experiencia en el Taller, Suter comenta: «Entré sin saber nada y todo lo que sé lo aprendí por el equipo con el que trabajé. En el Taller no sólo se trabajaba en equipo, sino que se vuelve una cuestión casi familiar. El ambiente de trabajo es muy relajado. No checas horarios, puedes salir y entrar, siempre hay chance de ir por una cerveza para todos, puedes cotorrear, poner música. En los demás despachos donde trabajé no sucedía esto. En cuanto al tema de la remuneración, sé que los pagos están dentro de los rangos de los tabuladores. Creo que en general en todos los despachos pagan bastante mal. La diferencia es que trabajar en el Taller no sólo significa pasarla increíble, también es estar en una gran escuela en la que, si te pones las pilas, tienes voz».
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A inicios del siglo XIX, el arquitecto John Soane destinó una de las áreas de su estudio en Londres a una enorme colección de lienzos de Canaletto y Piranesi, maestros, respectivamente, de ejemplares escenas de calle y de escorzos atmosféricos. La sala, de apenas unos cuantos metros cúbicos en volumen, alberga una de las colecciones privadas más ambiciosas de la obra de ambos renacentistas. Además de satisfacer la faceta de Soane como coleccionista de arte universal, el espacio le servía para familiarizar a algunos de sus dibujantes, incapaces de financiar viajes a Italia, con el ideal de vida del arquitecto: al analizar vicariamente las proporciones para diseñar espacios públicos de manera correcta, los pasantes aprendían cómo imprimir drama en columnas, puentes, barandales y escaleras. En el espacio que Soane compartía con sus subordinados, aquellos aprendían de lo que probablemente no podrían gozar durante sus vidas.
[1] DRO: figura constructiva-legal en quien recae la responsabilidad final de una construcción.