Arquitectura ¿social?
La arquitectura nacional es poco a nada planificada. Su razón parece responder más a una visión simple y corporativa de los edificios, lejano al lado artístico y perdurable de la construcción que piensa en el espacio y en la cultura de forma cualitativa sin dejar de lado las necesidad sociales de la población. En este ensayo, Marianne Bautista expone cómo se ha modificado el rumbo de la arquitectura nacional para servir a fines comerciales.
La arquitectura, a pesar de ser expresión cultural de un pueblo, por su imbricada relación con el mundo material y de consumo, ha transitado otros caminos, muchas veces ajenos y alejados de su vocación cultural.
Alicia Paz González Riquelme
Como consecuencia de su estrecha relación con la humanidad, la arquitectura tiene mucho que ver con el poder político y económico, con la voluntad colectiva de lo social y de lo común, de lo público y de la permanencia en el futuro. En tiempos en los que el deterioro de la ciudad y de la arquitectura no es más que el claro reflejo de una sociedad volátil en los que la ornamentación, la marca y la monumentalidad le ganan a la función, ¿cómo podemos hablar de arquitectura social si hemos destruido cualquier intento de tener una sociedad?
A finales del siglo XX se hizo conciencia de una serie de cambios estructurales estrechamente relacionados entre sí: la globalización neoliberal, las sociedades poscoloniales, la migración, los cambios sustanciales en los modos de vivir el espacio y el tiempo introducidos por las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (TIC), la crisis ecológica y las ciudades que apostaban cada vez más por una arquitectura genérica fueron segregando a una velocidad inimaginable a la sociedad y, con ella, a la cultura.
En el nuevo escenario mundial podemos afirmar que somos cohabitantes más que miembros de una sociedad en donde la arquitectura ha pasado a un segundo plano, creando así un latente deterioro urbano. La ciudad se ha convertido en el lugar del negocio financiero susceptible de ser (sobre)explotado y, sin más inquietud, los arquitectos contribuyeron casi ciegamente a esto, pasaron a segundo plano y se convirtieron —la mayoría— en meros constructores, empresarios de la industria y no artistas preocupados por la habitabilidad del espacio.
Carlos Mijares argumenta que la arquitectura más significativa debe contribuir a hacer una ciudad, lo que habla de un compromiso no sólo del gremio, sino racional con el desarrollo urbanístico. Josep Maria Montaner dice en Arquitectura y política que «las aportaciones críticas desde áreas de conocimiento no arquitectónicas —como la sociología, la filosofía o el arte— permiten develar el papel que la arquitectura ha cumplido en su entorno espacio-temporal». En el entendido de que la arquitectura debe servir como ente de unificación, habitabilidad y utilidad al servicio de la comunidad, ¿por qué no toda ella es social?[1]
Si entendemos como «arquitectura social» a lo realmente orientado a la sociedad, a satisfacer sus necesidades y adecuarse a sus posibilidades, es evidente que la disciplina no está enfocada, construida y planeada con esa finalidad; así, entendemos que toda construcción que es estática no es más que simple espacio escultórico. La arquitectura social es dinámica e interactúa sin dispersarse con el habitante y la ciudad, contribuye a la creación de espacios para las relaciones interpersonales y tiene un origen político-cultural que no le impide satisfacer las necesidades básicas y específicas.
Alejandro Aravena, reciente ganador del premio Pritzker, menciona que el enorme potencial de una nueva «arquitectura social» es que encuentre maneras, antes inexistentes, de satisfacer necesidades básicas, permitiendo así hacer arquitectura donde antes no se hacía y a la vez mejorar la ciudad monótona e insuficiente generada por la repetición indiscriminada de viviendas sociales. Lamentablemente, en gran parte de Latinoamérica el habitante no percibe su casa como obra arquitectónica, sino como una vivienda y nada más, un montón de casas seriadas que parecen cajas de zapatos, y es que se nos ha incrustado este ideal desde hace ya varios años. Por un lado, el gobierno, en su labor por «crear patrimonios dignos», ha contribuido a reafirmar esta expectativa edificando miles de viviendas en zonas no habitables y, por supuesto, otorgando subsidios para obtenerlas; por otro lado, los arquitectos contribuyen directa o indirectamente a estas ofertas estableciendo una nueva percepción de la arquitectura como estrafalaria, utópica e incluso innecesaria.
En México, el tema de la vivienda es el centro de las discusiones entre arquitectos, ingenieros y planificadores. En este contexto, hacia 1930, el concepto de «arquitectura social» comienza a adoptarse con la construcción de la primera casa de Juan Legarreta, edificada con el fin de sustentar su tesis. Tres años más tarde gana el concurso La casa obrera mínima y se construyen ciento veinte hogares bajo la ideología de que la vivienda, por más minúscula que sea, puede y debe satisfacer las necesidades del usuario sin que esto implique un costo elevado. A raíz de ese proyecto, durante la campaña presidencial de Lázaro Cárdenas se implementaron «las pláticas sobre arquitectura», que buscaban definir y unificar la ideología de la arquitectura para crear un movimiento constructivo acorde con los postulados científicos, económicos y artísticos. Como resultado de estas pláticas, se impuso el funcionalismo. Los arquitectos de esta corriente se pronunciaron por una solución arquitectónica cuantitativa y no cualitativa, apartándose, así, un poco de la estética.[2]
Retomando este principio, cuarenta años después comienzan a construirse en la capital las primeras casas con crédito otorgado por el gobierno. En ellas se buscó que el eje rector fuera la funcionalidad de la vivienda a precios accesibles para el usuario. Para 1974, con el fin de regular los fenómenos que afectaban a la población en cuanto a su volumen, estructura, dinámica y distribución en el territorio nacional, se otorga este mismo crédito al triple de derechohabientes iniciales extendiéndose así a otras ochenta y nueve ciudades.[3] Bajo el lema de «Vivienda digna» y «Tu casa, uso y mantenimiento», siguieron otorgándose subsidios y construyendo miles de hogares que no sólo estaban fuera de la urbe, también prostituían el término de la arquitectura social.
Con un crecimiento acelerado, a finales de siglo se consiguió otorgar más de un millón de créditos para la obtención de viviendas; sin embargo, esto se ha desarrollado más con un fin mercadológico que arquitectónico. Si hablamos del espacio ocupado por las construcciones, sus servicios y la satisfacción del habitante, es notorio que el patrimonio mexicano actual no está hecho con el propósito inicial de crear viviendas integrales para la población de clase media-baja, y es este uno de los
motivos principales por los que la sociedad no cree que la arquitectura es universal y accesible.
Si bien la arquitectura no puede lograr una cohesión social radical, puede (y debe) ser usada a favor de ello. Hemos visto ciudades destruirse a sí mismas o renovarse casi por completo en diez años. En 2015, como un trabajo colaborativo en busca de reconocer y difundir las buenas prácticas de los gobiernos locales, así como promover iniciativas innovadoras que permitan enfrentar los retos que representa el crecimiento de la población urbana, Banamex, el Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO), el Centro Mario Molina (CMM), el Banco Nacional de Obras y Servicios Públicos (Banobras ) y el Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores (INFONAVIT) destacaron que la zona metropolitana del valle de México es una de las más competitivas a nivel nacional[4] (Forbes, 2015); sin embargo, el crecimiento poblacional y urbano en esta zona ha sido desmedido, por lo que la vivienda ha sido construida en un 63% sin planeación, sin aprobación e incluso sin una visión arquitectónica.[5]
Entonces, ¿qué puede hacer la arquitectura para que se frene al mercado? El primer paso para arquitectos y habitantes es recordar y exigir que la arquitectura es un derecho, que sin importar el medio o los factores socioeconómicos, debe estar al servicio de la sociedad. Si al edificar se crean verdaderos patrimonios, la producción arquitectónica pasará de ser un objeto espacial a convertirse en una red que nos una y nos identifique, como un pensamiento adherido a una edificación que ha pasado a ser parte de una relación cotidiana, a nuestra manera de habitar. Una vez entendido esto, es fundamental el desarrollo y producción social del hábitat en el que pueda dignificarse el espacio y darle al usuario un panorama más atractivo de su entorno, en el que la ciudad pueda acoger estas nuevas viviendas, y no que la construcción misma pueda ayudar al habitante a sentirse parte de una sociedad. No es necesario despilfarrar millones de pesos para crear una réplica de Masdar, ni mucho menos crear ciudades nuevas como la fallida Brasilia, pero es preciso recurrir a una herramienta humana básica que a veces pareciera olvidada: la razón.
[1] Josep Maria Montaner, Arquitectura y política, Barcelona, Gustavo Gili, 2011.
[2] Enrique de Anda, Historia de la arquitectura mexicana, Barcelona, Gustavo Gili, 1995.
[3] INFONAVIT, Informe anual, 1974.
[4] Forbes Staff, «Las 15 ciudades más competitivas y sustentables de México», en Forbes México Sitio, 20 de octubre de 2015, http://www.forbes.com.mx/las-15-ciudades-mas-competitivas-y-sustentables-de-mexico/
[5] Susana González G., «De autoconstrucción; 63% de las viviendas que se construyen al año», en La Jornada en línea, 20 de junio de 2015, http://www.jornada.unam.mx/ultimas/2015/06/20/el-63-del-millon-de-viviendas-que-se-construyen-al-ano-son-de-autoconstruccion-consultora-6843.html