Construir la nada
Gran parte del siglo pasado, la Ciudad de México fue una región oportuna para que personas de toda la república llegaran a vivir los beneficios en trabajo, escolaridad y vivienda; sin embargo, en los últimos veinticinco años, nos dice Georgina Cebey, el techo dejó de ser un derecho y se convirtió en un privilegio para quien pueda pagarlo. En este ensayo, la autora rememora a Juan Rulfo para señalar las prácticas de una industria con bajos estándares de calidad e incapaz de ofrecer incluso los servicios más básicos.
Atrás quedó la ciudad pero todavía no se alcanza a ver un bosque, llanuras o milpas. El concreto persiste. Son miles de hogares, maquetas hechas realidad que se multiplican y toman la forma de pequeñas ciudades. Las casas son idénticas: dos niveles, ventanas y un sitio de estacionamiento. Un tinaco Rotoplas corona cada azotea. Las rodea una muralla que no se ha salvado del grafiti. Son las viviendas de masas de nuestros tiempos: «habitación popular», «de interés social». Fueron diseñadas para proporcionar techo a millones de personas; pero más que ciudades miniaturas, asemejan pueblos fantasmas de calles desérticas. O, tal vez, escenografías de una película de zombis.
La vivienda social en México no siempre fue así. No siempre estuvo tan alejada de la urbe, en parajes que colindaban con el desierto. A mediados del siglo pasado, gracias a un acelerado proceso de industrialización que produjo migraciones del campo a la ciudad, la población urbana incrementó notablemente: el número de pobladores de la capital en 1930 alcanzó el millón de habitantes; hacia 1950 ya superaba los 2.2 millones.1 El 60% de este crecimiento fue producto de un enorme movimiento migratorio que, entre otras cosas, reclamaba nuevos espacios para habitar. En los años treinta la idea de vivienda colectiva comenzaba a ensayarse en conjuntos de viviendas obreras como las unidades San Jacinto (1934) y La Vaquita (1935); para mediados de siglo el proyecto de multifamiliares con financiamiento estatal desplegó sus obras máximas. En ese entonces, el gobierno, los ingenieros y los arquitectos más destacados tenían un propósito único y claro: crear vivienda para las masas. Las plantas en zig-zag del conjunto multifamiliar Centro Urbano Presidente Alemán (1948) en la céntrica colonia Del Valle y el multifamiliar Presidente Juárez (1950) que ofrecía doce tipos de viviendas, ambos financiados por la Dirección de Pensiones, hoy issste; las enormes torres del conjunto urbano Nonoalco-Tlatelolco (1960) que aparecieron en los años siguientes, y las filas interminables de casas de la unidad habitacional Santa Cruz Meyehualco (1961), son testigos de un esfuerzo por poner lo más ambicioso de la arquitectura al servicio de las mayorías.
Mientras que Tlatelolco dio casa a 100,000 habitantes de diferentes clases sociales en un conjunto equipado con escuelas, guarderías, clínicas y locales comerciales, entre otros, la unidad Santa Cruz Meyehualco desplegó un total de 3,000 casas, una parte para los pepenadores que habitaban esos terrenos antes de la construcción del conjunto, otra para trabajadores y una más para los pobladores que durante la ejecución de nuevas colonias habían sido desplazados. Estos espacios, que perduran en la actualidad, además de dar techo a las clases trabajadoras, consolidaron entramados sociales, fueron espacios comprometidos con elevar la calidad de vida. Se convirtieron, hasta ahora, en parte del tejido de la ciudad.
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Hoy, la idea de la arquitectura social ha cedido a las presiones de la especulación. Impera la creencia de que los bienes raíces son, antes que nada, un negocio. Vivir en la ciudad céntrica ya no es un derecho: es un privilegio para quien pueda pagarlo. El ideal moderno imaginó una ciudad compartida por diversas clases sociales. La ciudad actual, neoliberal, subasta la ubicación al mejor postor. Durante los últimos 25 años, las viviendas para las clases trabajadoras se han movido a las orillas, desplazando con ello a sus habitantes; hoy, en la ciudad central se construyen rascacielos y centros comerciales que persiguen un modelo de desarrollo urbano donde la prioridad es el interés privado.
Para este modelo de desarrollo urbano, el corazón de las ciudades obedece una lógica comercial, prevalece la noción de que la calle ya no vale como lugar de relación, esparcimiento o contacto entre los ciudadanos. De los objetivos sociales, culturales o simbólicos que el urbanismo confería a las ciudades, no queda mucho. Al caminar bajo los nuevos rascacielos del Paseo de la Reforma es fácil notar que todo lo que debía ser una ciudad ha cedido frente al capital financiero que marca el ritmo de crecimiento de las ciudades. Donde los arquitectos de ayer podrían haber construido un conjunto de viviendas para cientos de familias, hay un nuevo centro comercial. ¿Acaso las señales de la calle intentan decirnos que lo que la ciudad necesita son más sucursales de Starbucks y Zara?
El triunfo del neoliberalismo orilló al Estado a abandonar, poco a poco, su obligación de proporcionar vivienda a las personas, y cedió así la tarea al capital privado. Empresas como Grupo Geo, Consorcio Ara, Urbi, Homex, entre otras, aprovecharon la nueva lógica que indicaba que la vivienda de masas ya no respondía a un derecho básico de los habitantes de las ciudades, sino a un negocio más. De manera indiscriminada, las empresas desarrolladoras de vivienda compraron terrenos a las afueras de las ciudades. Aprovecharon el bajo costo de las tierras y la alta demanda de casas. En esas geografías estériles, donde no hay oportunidades laborales, escasean las escuelas y las tiendas de autoservicios, así como medios de transporte eficaces que conecten estas remotas periferias con los centros urbanos. Obras con bajos estándares de calidad, incapaces de garantizar servicios básicos como drenaje y agua a sus pobladores, se ofertaron en los mercados inmobiliarios como la solución al problema de insuficiencia de vivienda en la metrópoli. A través de créditos, miles de familias se exiliaron a cambio de tener un techo, algo que heredar a la familia.
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La unidad de organización básica en una ciudad es la colonia o barrio. Y más que un conjunto de casas, un barrio es una identidad cultural: memoria colectiva, arraigo generacional y un sentido de pertenencia, entre otras. Cada uno tiene su lógica, pero, al estar conectado con la ciudad y con otros barrios, funciona porque se relaciona con el resto de las partes de la ciudad y participa en sus actividades sociales, económicas y culturales. En los conjuntos de vivienda social de mediados del siglo pasado había un elemento clave: eran ciudades que a su vez formaban parte del tejido urbano. Su cercanía con el centro, con las zonas donde estaba el trabajo, la educación y el intercambio, ofrecía a sus habitantes mayores oportunidades de movilidad social.
Las construcciones de interés social ubicadas en las periferias ignoran este factor. Expulsados del centro, los ocupantes habitan un barrio artificial, en el que por cuestiones de distancia pasan poco tiempo. Tal vez lo único que comparten con sus vecinos es el deseo de ser propietarios de una vivienda. Con aceras desérticas, grandes recorridos sin vías arboladas, y carentes de espacios públicos y sitios en donde los pobladores pudieran relacionarse entre sí, fue difícil crear arraigo. ¿Qué habitante podría sentirse integrante de una comunidad en estas condiciones? Con el tiempo y en el mejor de los casos, estos conjuntos habitacionales se volvieron ciudades dormitorios, sitios para pasar la noche y huir. En otros más drásticos, las casas fueron abandonadas, la gente dejó de pagar las hipotecas y la delincuencia se apoderó de ellas. En febrero de 2015, la Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano (Sedatu), dio a conocer que sólo en el estado de México se contaban 400,000 viviendas financiadas por el Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores (INFONAVIT) en completo abandono. Fallas estructurales, mala planificación, inseguridad, escasez de servicios y lejanía son las causas de esta renuncia a la vivienda. Una falla que a nivel nacional se replica y produce los mismos efectos.
Este fracaso, además de demostrar que un barrio no es simplemente una colección de casas, dejó claro que la creación de tejido urbano no es posible sin la voluntad de crear tejido humano. ¿Podemos llamar a esta clase de construcciones arquitectura? Levantadas con el propósito de ser habitadas por miles de familias, terminan ofreciendo lo opuesto: el abandono. Los ladrillos que dan forma a sus muros no son suficientes para dar solidez a una idea de habitabilidad. Las casas podrán permanecer de pie una eternidad pero esa arquitectura, eso que proponen los grandes consorcios para habitar la periferia, es totalmente efímera. Su abandono es una manifestación contundente, una respuesta a los cambios en las lógicas de desarrollo urbano, en las que el habitante parece no importar.
En «Nos han dado la tierra», Juan Rulfo describe el suplicio de un grupo de campesinos que buscan las tierras que la Reforma Agraria les asignó. Caminan en busca de un lugar llamado el Llano, un sitio inhóspito y seco, alejado de todo:
Nos dijeron:
—Del pueblo para acá es de ustedes.
Nosotros preguntamos:
—¿El Llano?
—Sí, el llano. Todo el Llano Grande.
Nosotros paramos la jeta para decir que el llano no lo queríamos. Que queríamos lo que estaba junto al río. Del río para allá, por las vegas, donde están esos árboles llamados casuarinas y las paraneras y la tierra buena. No este duro pellejo de vaca que se llama Llano.
Pero no nos dejaron decir nuestras cosas. El delegado no venía a conversar con nosotros. Nos puso los papeles en la mano y nos dijo:
—No se vayan a asustar por tener tanto terreno para ustedes solos.
Hoy, la voz de Rulfo parece resonar en aquellos a quienes les prometieron un hogar y recibieron, en cambio, un puñado de desierto.
[1]Guillermo Boils, «Segunda Modernidad y las colonias proletarias al oriente de la Ciudad de México. Colonia Diez de Mayo», en Enrique Ayala y Gerardo Álvarez (eds.), El espacio habitacional en la arquitectura moderna. Colonias, fraccionamientos, unidades habitacionales, equipamiento urbano y protagonistas, Universidad Autónoma, México, 2013.