Tierra Adentro

A Stephanie Sigman

La tarde se acomoda detrás de las palmeras, el sol postra ahí sus codos, bosteza. Su rabia pasa entre los mecates y amarillenta las piernas de Anamar. Pobre Anamar, tan fina en su andadera por Tecún Umán, tan lino su faldón volándose; su pelo aquí y allá, largo, onduladón y negro, cae, insufrible.

Ai va Anamar, «la pobrecita», entre los rieles, con gente que no ubica, con voces que de ella hablan entre dientes; por eso el mar, entonces, azotándose, cuenta da de su tanta agua: ¡calorcísimo calor en la costera!,

Arena en sus dos pies: pobre Anamar, raspadas las rodillas, los tobillos, la boca, la cordura. Va por ai echándose aire pedaleo sin pedal, con su faldita corta, sin importar qué mirón —muy a lo lejos— le mire de reojo la oscura tarde entre sus piernas. ¡Ay, la pequeñita: la pobre Anamar! en su andada, cándida con el mariposeo estomacal, no sabe de los camuflajes detrás de la maleza, de los ojos perversos: —carbones encendidos.

No sabe que ahí, tatuada hasta la angustia y la sonrisa chacal, va el Mara predador tras su conquista como una presa ya apresada por el mar. ¡Síguela! se dice el Mara con sus dos brazos andando, su clavada mirada en las dos piernas siguiéndola. Pobre Anamar, qué sabe ella de las sombras urbanas de la selva, —mansedumbre endemoniada la que habitan los tatuados, lo Satanás que llevan en la sangre, lo Satanás que escupen en el intercambio: maleza por malicia.

Y Anamar, lo linda que va, que es, desmonta, pues, su bicla sin preocupación, entra al chamizo y, en cambio, deja verter agua pa’l calor y los mosquitos. Y mero atrás, en la entrada, veintitrés tatuajes en un cuerpo ya la esperan. Pobre Anamar, ella sola nomás con su beber en las manos, aferrándose al cristal del vaso y de la angustia. Se le va una sonrisa en la boca, el Mara ya está ensombreciéndole la piel y la silencia, le pone un beso que no va, no se acomoda, la pobre asoma una lágrima que rueda en su mejilla. El Mara también trae una lágrima, pero esta ya no rueda, porque piedra es y para siempre: negra tinta, estatuada. Y las dos lágrimas a la par se reconocen, pero pobre Anamar, cómo no supo lo que es atrancar bien la puerta y la niñez, cómo no supo del faldín recortadito y las piernas picoteadas, cómo no supo que así causa efervescencia en los riñones de la selva, en la infectada Mara del muchacho: manchado hasta la sombra.

Pobre Anamar, pobre su corazón todavía latiendo. El tatuado trae las garras de un diablísimo tigre en su espalda ancha y Anamar lo sabe ya casi yéndose pa’l otro lado y no del río.

A su oído, el Mara le acerca la voz y le murmura: «mirá, es un tigre que no muerde». Y le clava un filoso diente de metal en el abodmen mientras llora su pequeñísima, su cortísima vida. La pobrecita, ya inmóvil, ya, pues, lejos de casa, apenas logra resbalar otra lágrima del ojo y se le queda tatuada para siempre, negrísima, muy cerca, muy hondo de su corazón.

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"Bukowski", por Kate Ann. Recuperado de Flickr. CC BY-SA 2.0
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