Tierra Adentro

Comenzaré este post con una obviedad que quizá no lo sea tanto: la literatura no es una abstracción ni un puro acontecimiento lingüístico sino el cruce de una serie de prácticas de escritura, recepción y consumo de objetos relacionados entre sí y con las formas de la textualidad. Es decir, lo que llamamos literatura no puede ser entendido a cabalidad si no pensamos —de un modo más o menos sistemático— cómo es que ciertas formas de escribir, leer y producir pueden tener repercusión en la forma que adquiere lo literario y cómo lo reconocemos: los géneros literarios, la estética dominante, los rasgos de estilo dentro de una generación, la distinción entre literatura de élite y de consumo popular, etc. No se trata de encontrar una determinación a priori entre unos y otros (un cambio en A siempre genera un cambio en B), sino de entender cómo es que la imbricación de todos los procesos pueden tener correspondencias entre sí.

Por ejemplo, el comercio clandestino de libros está íntimamente relacionado con la circulación de la literatura libertaria del siglo XVIII, y ésta a su vez con el comercio de libros de forma masiva, como ha explicado Robert Darnton; conocer las obras radiofónicas y para televisión de Samuel Beckett permite entender de manera más cabal su producción literaria y el arco más amplio de su búsqueda estética; atender la escritura de Emily Dickinson desde sus manuscritos (sus dobleces, la disposición sobre la página, etc.) permite conocer a mayor profundidad su singularidad estética basada en lo ambiguo y lo múltiple.

En relación con las poéticas contemporáneas en México, la correspondencia entre prácticas sociales y estéticas puede cuestionarse desde múltiples aproximaciones y estratificaciones, algunas de carácter generalizado entre escritores contemporáneos (la relación entre las prácticas digitales y la escritura), otras de tipo regional (la centralización de la producción de libros literarios “latinoamericanos” en las editoriales españolas) y otras de tipo nacional (el papel del Estado en la producción y circulación literarias). Uno de los fenómenos locales que, creo, tiene mayor relevancia para entender algunas poéticas actuales es la diversidad de editoriales independientes.

Al valorar la aportación de estas editoriales podríamos caer en algunos errores de perspectiva; primero, que la mayoría de la poesía publicada en México se debe a las editoriales independientes: la literatura de tipo no comercial tiene también otros espacios de publicación y distribución (no siempre generosos ni continuos) en las editoriales estatales (FCE, DGP, FETA, Institutos culturales de los estados) y las editoriales universitarias; segundo, creer que las editoriales independientes son un fenómeno reciente (una de las más longevas, ERA, se fundó en 1960). De hecho, durante la década de los ochenta algunas de estas editoriales, como Joaquín Mortíz, Taller Martín Pescador, etc., concentraron la publicación de poesía (aquí un recuento a cargo de Gabriel Bernal Granados). Tercero, y quizá el más frecuente, son los reparos con el mote de “independientes”. Si bien las editoriales mantienen criterios estéticos propios, la gran mayoría depende de los subsidios estatales para la producción de sus libros. Podemos, claro, desestimar esta producción editorial porque no se ajusta a condiciones ideales (“qué tan independientes son las editoriales independientes”), pero también podemos pensarlas desde el uso estratégico que tiene la “independencia” como base de acumulación de prestigio (capital simbólico) para la creación de espectros de distinción cultural mediante la concentración de consumidores potenciales en espacios definidos por el tipo de estética editorial (Foro de Ediciones Contemporáneas), la relación afectiva y comercial entre empresas (Las siete magníficas / Posada de libros y mezcal) o la subvención indirecta de la distribución (Feria del Libro Independiente). La independencia es, pues, más que un término taxonómico, un espacio de disputa en el que los varios agentes del campo literario participan de tensiones de orden económico y estético.

Además de lo anterior, uno de los puntos que me interesa resaltar ahora es la relación entre ciertas poéticas actuales y su existencia gracias a las editoriales independientes que las acogen, sin que esto signifique, claro, que es la única condición que las hace posibles.

En 2009, la editorial Bonobos publicó el libro De par en par de Myriam Moscona, un libro que se desplegaba de adentro hacia fuera, con un formato más grande que los que usualmente se utilizan en poesía (aunque recuerda el tamaño de Migraciones [FCE] de Gloria Gervitz) y que reunía una serie de textos conceptuales dispuestos en pares (uno en cada extremo), tales como reescrituras de formas tradicionales de la poesía —el soneto, la lira, el haiku y el tanka— mediante impresiones de huellas digitales, entre otros. En 2010, la editorial Mangos de Hacha publicó Monografías de Jessica Díaz y Meir Lobatón, cuya cualidad estética más evidente es la interacción entre imágenes, textos y la disposición de las páginas dentro del libro (un “quiz” de una página no numerada tiene su respuesta irónica, o falsa en la página 68). Además de estos, podría mencionar otros libros semejantes en el uso de diversos medios estéticos: Taller de Taquimecanografía de Aura Estrada, Gabriela Jáuregui, Laureana Toledo y Mónica de la Torre (Tumbona–UCSJ, 2011), Catábasis Exvoto (Bonobos, 2010) de Carla Faesler, Album Iscariote (ERA, 2014) de Julián Herbert, y otros tantos.

Libros que utilizan el soporte como parte de su poética, poemas que exploran las relaciones retóricas entre imagen, texto y sonido, intervenciones gráficas y poéticas de recortes de periódico o anuncios publicitarios, uso de la puesta en página y los colores como parte un todo. Todos esos formatos están lejos de parecerse a lo que usualmente se entendía como poético hace apenas unas décadas. Todos con un denominador común: el uso deliberado de la materialidad literaria como elemento artístico fundamental.

Estas poéticas que llamo “materiales” no son en absoluto de reciente creación, sus antecedentes pueden buscarse en los procedimientos intermediales de las vanguardias históricas, las posvanguardias de los años sesenta y setenta, la literatura conceptual de la primera década de los años dos mil. Sin embargo, la creciente adopción de este tipo de poéticas puede explicarse en buena parte por su estrecha relación con el ecosistema editorial mexicano (y sus características que antes mencioné). Por supuesto, esto no es la única razón; los cambios en las editoriales han sido a su vez alimentados por la cercanía que algunos escritores han tenido con las artes plásticas y quizá, en mayor medida, con el “arte contemporáneo” (la intermedialidad y los recursos “no tradicionales” son elementos de prestigio cultural en la actualidad) por la facilidad técnica de ciertas prácticas digitales (copy/paste, uso de imágenes, fotografía digital) y su crítica mediante el uso de técnicas de escritura en desuso (la máquina de escribir, la caligrafía, etc.). No creo que sea fortuito que la mayoría de los poetas que practican este tipo de escrituras esté ahora entre los 45 y los 25 años.

Estas formas son, en su conjunto, un cambio significativo con respecto a la manera en la que se entendía y definía lo poético en la literatura mexicana, pero sería un error de la crítica evaluarlas exclusivamente como un fenómeno puramente poético o textual. No hay una relación causa-efecto entre las prácticas editoriales y las de escritura, tampoco entre las formas estratificadas del consumo cultural en la era neoliberal y la subvención de la cultura por un Estado que todo lo toca. Entre todos los elementos hay una red de relaciones y tensiones que, en este caso, se hacen visibles en una estética común: una estética de la materialidad y la hibridez.